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El mundo pitsicano era un orbe sin características especiales, pero de una cegadora blancura, completamente envuelto por una capa de nubes. Se dio cuenta en el acto que desde la superficie del planeta sería imposible poder observar las estrellas. El día consistiría en un general esclarecimiento de los vapores envolventes y la noche, un retorno a la oscuridad, no aliviada por la presencia de los puntos de brillo celestial que proporcionan las estrellas, causantes de que los primeros hombres mirasen hacia arriba llenos de asombro y maravilla. Tavernor sintió una sombría desesperación ante la desaparición del último vestigio de la superioridad del Hombre respecto a los pitsicanos. Después del primer salto al espacio desde la Tierra, el viajar por el cosmos había sido fácil. El planeta podría haber sido diseñado para aquel ex profeso propósito, con una transparente atmósfera que pusiera al descubierto y mostrase los tesoros que allí yacían esperando, y una luna tan grande que virtualmente era otro mundo colgado, dentro de un tiro de honda, astronómicamente considerado, y otros planetas al alcance fácil de un buen telescopio para confirmar las promesas del cielo nocturno.

Pero los pitsicanos no habían conocido ninguna de aquellas ventajas. Para ellos, tuvo que haber sido sólo un ciego impulso a salir hacia el exterior o una calmosa determinación para justificar la Ley de la Medianía, por la que su mundo no podía hallarse solo en la Creación. Bajo las mismas circunstancias, Tavernor estaba seguro, el Hombre pudo haber quedado atrapado en el planeta de su nacimiento. Se volvió de la visión de la portañola y vio que el cubo de Bethia había sido apartado y colocado a pocos pies del suyo. Estaba todavía sentada en la mesa, braceando entre ella y la silla. Su cuerpo tenía un aspecto de delgadez. Se lanzó hacia un sitio más próximo de la celda y el movimiento hizo que Bethia levantase la cabeza. Entonces se encontró mirando al rostro demacrado y pálido de una mujer extraña. Ella le miraba de una forma impersonal. Así permaneció por breves momentos y después bajó la cabeza, mientras que sus hermosos cabellos le envolvían los hombros.

¡Bethia!. — grito —. ¡Todavía estamos vivos!

Las palabras rebotaron inútilmente con una serie de ecos dentro de la celda, como las imágenes de Lissa que simultáneamente brotaron de su mente. Intentó golpear con todas sus fuerzas la pared encristalada de su prisión, no consiguiendo otra cosa que flotar hacia atrás, mientras que la nave auxiliar se desprendía de la nave-nodriza. Comenzó a decelerar inmediatamente y Tavernor tocó el suelo, con la certeza de que Bethia no tenía la menor gana de verle. Se tumbó en la cama y observó la brillante luz reflejada procedente del portillo, mientras que el aparato seleccionaba su ruta de descenso al planeta. Se hicieron visibles algunas estrellas por encima de la alta atmósfera y acto seguido comenzó a sentir las vibraciones propias del tirón de la gravedad del mundo que yacía abajo. Fue descendiendo suavemente, hasta que de súbito todo quedó sumido en la oscuridad. La nave auxiliar fue bajando milla tras mil a entre aquella nube gradualmente más espesa.

Tavernor casi no se dio cuenta del golpe final, que le avisó de haber tocado el suelo. Acababa de comprobar que los trances espontáneos de Bethia tenían el poder de embargarle de una gran incomodidad.

Le recordaron la forma en que las negras formas de aquellos seres extraños que le habían capturado se quedaban rígidas y heladas, mientras que sus ojos borrosos se quedaban fijos en otros horizontes.

8

El campo de aterrizaje de los pitsicanos, era diferente de lo que Tavernor había esperado.

En el descenso a través de la oscura y húmeda atmósfera, la luz de la única claraboya había ido disminuyendo tan persistentemente, que llegó a convencerle de que, a nivel del suelo, la visibilidad estaría próxima al punto cero. Pero, cuando se abrió la escotilla, comprobó que la cubierta de nubes tenía varios cientos de pies de altura y, a despecho de las cortinas de lluvia, era posible ver a una distancia de dos o tres mil as. El cemento de la pista de aterrizaje se alargaba en la distancia, entrecruzado por el constante movimiento de vehículos de todo género, una visión sorprendentemente familiar que ya conocía de un centenar de planetas de la Federación. — Más allá de la llanura de cemento se observaba ligeramente la presencia del follaje verde en grandes laderas que se alzaban hasta las nubes. Aquello podían ser colinas de poca altura o el comienzo de una cadena montañosa.

Cerca del aparato auxiliar, esperaba un camión cubierto, rodeado por pitsicanos; algunos de ellos iban vestidos con su indumentaria guerrera, mientras que otros aparecían totalmente desnudos. El camión, también, podía haber sido el producto de un mundo de la Federación. En el cerebro de Tavernor se removía angustioso el pensamiento de Bethia; pero el ingeniero que había en él no pudo evitar dedicarse a estudiar los diferentes vehículos y su equipo, notando como sus diseñadores habían logrado las mismas soluciones a problemas universales que tenían su contrapartida en la Tierra. El camión que esperaba resultaba particularmente interesante. Su plataforma de carga tenía dos depresiones cuadradas alineadas con dispositivos de sujeción, lo que sugería que había sido construido para transportar los cubos de cristal de la nave auxiliar. Tavernor almacenó tales conocimientos en su fichero mental, junto a otras observaciones de las celdas en que habían permanecido prisioneros él y Bethia en tan largo viaje cósmico.

Los pitsicanos sujetaron con cables los cubos en la plataforma interior del camión de transporte, procediendo después a la misma tarea de conectar los cables y demás accesorios eléctricos a un generador existente en la parte frontal de vehículo. La sorpresa de Tavernor aumentaba conforme les observaba. Los análisis de muestras de la atmósfera pitsicana, retenidos en un equipo capturado, mostraron a los científicos de la Tierra que no era una buena mezcla para los seres humanos; pero sí podía ser respirada por una semana o más, antes de que apareciesen síntomas desagradables. Los pitsicanos deberían, sin duda, tener la misma información, puesto que después de todo, podían moverse libremente en mundos habitados por los humanos, pero así y todo, continuaron tratando a sus prisioneros con una solicitud casi excesiva que Tavernor encontró vagamente turbadora.

Una vez hechas todas las conexiones, los cubos fueron instalados en el camión, mientras que una muchedumbre de aquellos seres extraños les rodeaban al parecer con un animado interés. Bethia permanecía echada sobre la mesa; pero Tavernor observó las negras figuras, con los ojos sombríos. Estando excitados, los pitsicanos eran menos agradables que nunca; los brazos secundarios se apartaban de las hendiduras verticales de las bocas de comer y se agitaban débilmente, mientras que unos excrementos blancos y grises se escapaban, desparramándose, de sus intestinos bajos. Tavernor se alegró de que el espesor del cubo le preservase de oír cualquier clase de sonido que pudieran estar haciendo. Pero al propio tiempo, sentía incómodamente que él era el extraño sobre aquel mundo lluvioso y sombrío. Miró fijamente a los pitsicanos, hasta que la puerta de cierre del camión los apartó de su vista.

El vehículo se alejó, apreciándose unos diez minutos de conducción suave. Existía muy poco espacio entre los cubos y los lados sin ventanas del camión. Ningún extraño les acompañaba dentro de la caja del vehículo. Tavernor imaginó que era la primera vez que no se sentían vigilados desde su captura. Intentó abrir las puertas del cubo; encontró que estaban tan fuertes e inmóviles como en oca siones anteriores y después hizo cuanto pudo por atraer la atención de Bethia.