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—¡Mack! — exclamó Bethia, incorporándose un poco sobre un codo.

Tenía la cara pálida y triste.

—Esta es la última oportunidad que tengo de hablarte, Bethia y no hay mucho tiempo — Tavernor hablaba de prisa, mientras permanecía arrodillado junto a la cama y había tomado entre las suyas una mano de la bella joven —. Es… es muy importante para ti seguir viviendo. Y también para mí. Creo que los pitsicanos están planeando conservarnos vivos. Vivos, Bethia, y quiero que me prometas que tú… — hizo una pausa, dándole vueltas en la mente a la simple palabra con que le había llamado —. ¿Cómo me has llamado?

—¿Tú eres Mack Tavernor, verdad?

—¿Cómo… como lo sabías?

—Oí lo que dijiste a tu padre… y desde entonces… los antiguos sueños… pensé que nunca volverían… ¿Es todo eso verdad, Mack?

Sus ojos aparecían vivos como nunca antes los había visto Tavernor. Su rostro era el de la Bethia niña.

Tavernor aprobó con un gesto de su cabeza y presionó los fríos dedos de la joven contra sus labios.

—Estuve muerto, Bethia, Créeme.

—¿Y hay un sol blanco y cegador? ¿Un sol que habla?

—Sí, es cierto. Algún día seremos parte de ese sol.

—¡Mack! — exclamó Bethia sentándose, mientras le apretaba las manos con una fuerza inesperada de sus dedos —. Sácame de esta celda. Tengo que marcharme.

Tavernor miró a través del muro transparente. Algunos de los pitsicanos aparecían inmóviles como estatuas heladas, pero otros corrían a través de aquel sombrío y lóbrego ambiente.

—No sé, Bethia… ¿Qué oportunidad puede haber? Tú sabes que estamos en un mundo pitsicano…

Dejó de hablar, sobrecogido por la amplia sonrisa de la joven, cálida y maravillosa.

—Una vez me pediste que corriera contigo hacia los bosques, Mack — dijo ella vibrante, y sus ojos brillaban con un resplandor en donde se adivinaba la compasión —. Ahora existe otro bosque sólo a unos cientos de yardas de nosotros; aprovechemos la oportunidad que podemos tener en este momento, no importa lo pequeña que sea.

Tavernor recordó súbitamente la forma en que había mirado a Bethia niña, y pensó que la capacidad de producir criaturas como aquella Bethia era la última justificación para todo. La sensación volvió de nuevo y fue de verdadera exaltación: supo entonces lo que era volar muy lejos de toda consideración individual de la vida y de la muerte.

—Está bien — repuso agradecido —. Vamos.

Ayudó a Bethia a ponerse en pie y corrieron hacia las puertas. Más pitsicanos habían cercado el cubo de cristal; pero recordó la extraña desgana a hacerle daño antes. La neblina había caído en torno al edificio, al exterior; si pudiesen pasar más allá del camión que les trajo, podrían tener la oportunidad de correr y esconderse en el bosque cercano. Empuñando el cuchillo pitsicano con fuerza, se lanzó fuera de las puertas y contra el muro de contención que se le oponía, formado por los negros cuerpos de los pitsicanos. Cayeron frente a él y el espejismo de la esperanza comenzó a brillar locamente en su cabeza; después, sintió que la mano de Bethia se escapaba de las suyas.

—Lo siento, Mack parecía gritar ella.

Su pálida figura corrió en dirección opuesta, retorciéndose y esquivando la garra de las negras manos que se oponían a su paso.

—¡Bethia! — Tavernor gritó enloquecido su nombre, al verla a donde se dirigía.

Pero ya estaba ella escalando la valla de contención a una velocidad sobrenatural. Se detuvo un instante de pie en el raíl del tope superior, como un crucifijo luminoso, y después se dejó caer al espacio.

Tavernor se cubrió la cara con las manos al oír estrellarse el cuerpo sobre el suelo de cemento, lejos, muy lejos…

Sorprendentemente fue Tavernor el primero que se recobró. El impacto de la caída de Bethia pareció dejar paralizados a los pitsicanos, hasta incluso dejar que sus grandes ojos quedasen por un momento sin parpadear. Tavernor se abrió camino a codazos entre ellos y corrió hacia la valla. Los alambres le cortaron los pies al subir por ella; pero alcanzó el tope y se inclinó sobre el raíl. Bethia yacía, como un pañuelo arrugado, a una distancia de unos cincuenta pies por lo menos debajo, a la sombra de las oscuras máquinas.

Tavernor permaneció sobre el raíl y corrió por encima hacia la próxima columna, en el momento en que los pitsicanos alcanzaban la valla. Se abrazó a ella y se deslizó hacia abajo a poca distancia de sus perseguidores de la parte exterior. La intersección del suelo y la columna redujo su esfuerzo y casi cayó hacia atrás. Los pitsicanos consiguieron sujetarle: pero luchó frenéticamente contra ellos desde el otro lado de la valía y continuó descendiendo mientras que la ruda granulosidad de la columna le hería la piel desnuda. Al llegar al suelo definitivamente, corno hacia Bethia, y se tiró junto a su cuerpo roto. Su rostro se había relajado, sumido ya en el sueño eterno. Puso su cabeza entre sus manos y un amargo sollozo se le anudó en la garganta…

—¿Mack? — preguntó con voz infantil la joven, Surgiendo apenas sus palabras a través de sus labios destrozados.

—Estoy aquí, Bethia.

—Quédate conmigo, Mack. No les dejes que… Llévame de nuevo contigo hasta que no haya probabilidad de que me devuelvan a la vida…

—Pero… ¿por qué, Bethia? ¿Por qué lo hiciste?

Se abrieron los ojos de la joven, con un gran esfuerzo, y sus labios se movieron con lentitud. Tavernor acercó su oído a la boca de Bethia y escuchó el último y doloroso aliento que pronunciaba aquella frase increíble. Cuando los pitsicanos le alcanzaron, estaba todavía junto al cuerpo de Bethia. Su cuchillo estaba tirado en cualquier punto del suelo; pero defendió aquel cuerpo sin vida con sus manos desnudas hasta que una granada estalló a sus pies. Conforme su consciencia se alejaba de su mente, las últimas palabras de Bethia le martilleaban una y otra vez con el ir y venir del oleaje de los mares de Mnemosyne.

—Soy un nuevo tipo de ser humano, Mack, y los pitsicanos sabían que tenían que conservarme viva.

9

Muchas horas más tarde, el cuerpo herido y vendado de Tavernor permanecía inmóvil sobre el plástico de la cama en el interior de la celda encristalada de la caverna. Se quejaba débilmente como si su mente hiciese la transición de la profunda inercia de su inconsciencia drogada a k quietud receptiva de un sueño normal. Paisajes de ensueño, de colores imposibles y complejos, temblaban, se revolvían y giraban inaccesiblemente a su alrededor.

Un sol cegador le hablaba con la voz de William Ludlam.

—¡Bien hecho, Mack Tavernor! — dijo.

—¡Por favor! — gritó —. No comprendo.

—Lo comprenderás.

Un rostro apareció en el centro del sol, bello, infantil y de mujer al propio tiempo. Era Bethia.

—Duerme bien, Mack — le dijo ella —. Tienes otro mundo por delante de ti.

Tavernor se lanzó hacia ella, en la forma en que lo hace un egón, pero estaba encerrado en la prisión de su propio cuerpo.

—Pobre … tenía que hacerlo. Otros antes que yo nacieron para morir; pero fueron prematuros… — El Camino no podía ser abierto.

—¿El camino?

—Sí,… yo soy el Camino.

Y la gloria del sol-egón centelleaba a su alrededor.

—Sigo sin comprenderlo.

—El Hombre ha estado incompleto. Pero ahora está en camino de ser completado, ahora que la mente individual de un hombre sobre el plano físico puede comunicar con la masa-madre a través de mí.