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El teniente Klee salió de una oficina situada tras el enorme despacho. Era un joven de anchos y huesudos hombros y con unos cabellos tan negros y tan suaves que parecían la sedosa piel de un animal de la selva.

Teniente — dijo Tavernor inmediatamente —. Creo que usted podrá explicar todo esto.

Ignorando la pregunta, Klee consultó una hoja de papel.

—¿ Es usted Mack H. Tavernor?

Sí. pero…

—He decidido no proceder más contra usted. Puede irse.

—Usted ha… ¿qué?

—Estoy dejándole marchar, Tavernor. Pero comprenda que hago esto solo porque la ley marcial ha sido declarada muy poco antes de ocurrir el incidente, y existe la oportunidad de que usted no haya oído su declaración.

—¿La ley marcial?

El cerebro de Mack parecía nublado.

—Eso es lo que he dicho. De ahora en adelante, procure alejarse de los uniformes. Procure evitar problemas. No se meta en dificultades.

—¿ Quién provoca dificultades? — repuso Tavernor, pero dándose cuenta de que sus palabras sonaban a hueco y su persona tenía allí muy poca importancia —. Yo solo me preocupo de mis cosas, y…

—El soldado que le desarmó dijo que usted dio el primer golpe. Otros testigos lo han confirmado.

Han podido hacerlo — murmuró Tavernor inadecuadamente. La cabeza le dolía, las sienes le latían dolorosamente, tenía la boca seca y sintió la fuerte necesidad de tomarse un café bien cargado seguido de algún alimento.

—¿Ha dicho usted la ley marcial? ¿Qué razón hay para ello?

—No podemos decirlo.

—Tendría usted que darme alguna razón.

La baca de Klee se retorció sardónicamente.

—Hay una guerra que continúa. ¿Le parece bien?

Uno de los soldados allí presentes soltó una risita burlona y el sargento le desautorizó con un gesto de su manaza.

Klee miró de nuevo la hoja de papel y después observó a Tavernor especulativamente.

—La señorita Grenoble estará aquí para recogerle a la hora mil, lo que quiere decir que será dentro de pocos minutos a partir de ahora.

—No estaré aquí. Dígale a ella que…

—¿Qué?

—Olvídelo.

Tavernor caminó hasta la puerta, con la cabeza hirviendo de rabia y de preguntas sin respuesta. Su atención fue captada por una cierta indefinible extrañeza en la sección de la calle que podía ver a través de la entrada. Los transeúntes seguían pareciendo una cosa normal y el tráfico discurría también en forma rutinaria, pero la escena le sorprendió como siendo algo curiosamente irreal. Había, tal vez, algo extraño y sutilmente equivocado en la calidad de la luz, como si el mundo estuviese iluminado por candilejas de teatro, que no obstante eran incapaces de simular la luz solar. Sacudió ligeramente la cabeza y empujó la puerta.

—¡Ah, Tavernor! — dijo Klee de una forma impersonal.

¿Sí? — repuso el interpelado deteniéndose.

—Casi lo había olvidado. Vaya a la oficina de compensación civil, dos puertas más allá del bloque. Tienen allí algún dinero para usted.

—Dígale…

Tavernor estuvo a punto de dejar escapar alguna altisonante inconveniencia; pero tuvo que contentarse con un gesto ambiguo de la mano.

Abandonó el edificio y se dirigió hacia la ciudad. Visto desde el exterior, el edificio que acababa de abandonar resultaba sorprendente por lo recién fabricado que estaba. Aquel enorme cuba encristalado daba la impresión de haber sido colocado de una sola pieza, aplastando cualquier cosa que allí hubiera existido antes. Alrededor de su perímetro estaban algunos ingenieros militares en pequeños grupos, recubriendo el borde de la excavación, aplastando la arcilla del suelo y fundiéndola con máquinas achaparradas de color verde oliva. El aire estaba saturado de olor a ozono, como consecuencia de la enorme energía empleada y un ocasional y atronador estampido cada vez que una roca rehusaba ceder su estructura molecular que había sostenido durante cientos de millones de años.

La gente que circulaba por las aceras miraban con curiosidad semejante actividad; pero continuaban su marcha. Tavernor intentó recordar qué habría existido anteriormente en el lugar que ocupaba aquel bloque; pero todo lo que obtuvo de sus recuerdos fue una vaga impresión de unos pequeños edificios arracimados y que seguramente habrían sido pequeños comercios de barrio. Ya había notado antes que a pesar de lo familiar que pudiera resultarle una calle o una intersección, tan pronto como su nueva configuración se había llevado a cabo, los recuerdos del original se desvanecían pronto de su memoria. Por todo lo que sabía, se dijo a sí mismo ilógicamente, aquello pudo haber sido uno de sus escondites favoritos antes de que el ejército lo hubiera deshecho. Su resentimiento creció ante semejante idea.

Al llegar a la esquina, torció hacia el mar y caminó durante unos minutos hasta encontrar un lugar para comer algo. Estaba haciendo funcionar el dial de la máquina del café, cuando se le ocurrió mirarse en la superficie pulida como un espejo de la máquina, observando la barba y el estado de su rostro. Tenía el pelo más largo de lo que podía haber esperado y una sospecha desagradable se originó en su mente.

—¿Qué día es hoy, por favor? — preguntó a un señor de edad sentado a poca distancia.

—Jueves — repuso el anciano señor, levantando las cejas con sorpresa.

—Gracias.

Tavernor tomó el café y ocupó un sitio vacante. Sus sospechas se vieron confirmadas: había perdido dos días. Una pistola anestésica, disparando una carga suave podía poner a un hombre fuera de combate por espacio de diez minutos; pero a él le habían disparado toda una carga completa. Haciendo un esfuerzo, procuró grabarse la cara del reservista que le había disparado, haciéndole un buen lugar en la memoria. Con la ley marcial o sin ella, tenía que pagárselo.

Con el café calentándole el estómago, decidió posponer la comida hasta haber llegado a casa, asearse convenientemente y atender a los alas de cuero. Las pobres criaturas estarían hambrientas y nerviosas tras no haberle visto en dos días. Vaciló un momento entre telefonear pidiendo un coche de alquiler desde el local en que se hallaba o detenerlo en plena calle. Salió y por primera vez, desde que le dejaron en libertad, volvió los ojos tierra adentro hacia los bosques.

Los bosques ya no estaban allí.

En cierta forma, la sorpresa recibida en su sistema nervioso fue tan intensa como la del disparo que le hicieron con la pistola anestésica. Se quedó inmóvil como una estatua, mientras que la gente pasaba rozándole y farfullando palabras de molestia, en tanto Tavernor miraba sin pestañear el desnudo horizonte. El Centro, orillaba la bahía en una distancia de ocho millas y, por término medio, era menos de una mil a de ancho; por tanto, el bosque podía verse siempre al final de la vía pública. Sus variadas tonalidades de verde y azul recubrían como un manto la llanura de cinco mil as y, más allá, se elevaba en un verde oleaje que desaparecía al alcanzar la roca desnuda de la planicie continental. En los días cálidos, de los bosquecillos de gimnospermas de anchas hojas emanaban columnas de vapor de agua que se elevaban al cielo y, por la noche, las flores de los «buscadores de luna» enviaban un dulce y pesado perfume que se extendía por las quietas avenidas bajo el manto enjoyado de las mil lunas de Mnemosyne en su bóveda celeste.

Pero entonces ya no existía nada entre el borde occidental de la ciudad y los grises terraplenes de la planicie. Olvidando lo de encontrar un coche de alquiler, Tavernor caminó en dirección a los desaparecidos bosques, mientras que el resentimiento que había surgido en su interior, se convertía en una enorme y dolorosa consternación.