Aquello, pues, era la causa de la singular calidad de la luz que le había llamado antes la atención; su componente gris, procedente de los macizos de árboles, estaba ausente. Tavernor, al comenzar a salir del cinturón comercial de El Centro y pasar entre los bloques de apartamientos, vio delante de él una gran extensión de terrenos intactos que daban un aspecto de normalidad. Coches civiles lo cruzaban o yacían en el suelo como pétalos brillantes entre la hierba, mientras que grupos familiares pasaban un día de campo en las cercanías. Sintiendo que debería estar inmerso en un sueño, Tavernor continuó marchando hasta alcanzar gradualmente una pequeña cresta del terreno desde la cual podía obtener una mejor visión de la llanura.
Dos vallas separadas cercaban la llanura a corta distancia ante él. La más cercana era muy alta y dispuesta en el tope superior de forma que fuera imposible saltaría; la otra aparecía sembrada de postes rayados de blanco y rojo sugiriendo que estuviese electrificada o algo peor. Más allá de las vallas donde tenían que estar los bosques se encontraba una llanura brillante y suave como un espejo. De color de la miel y moteada de plata y verde pálido, era como un mar helado de fantasía, el piso de una sala de baile creada para las orgías de los reyes mitológicos.
Tavernor, que hubo visto antes tales cosas, se dejó caer de rodillas.
—¡Vosotros, bastardos! — murmuró angustiado. ¡Vosotros, piojosos y asesinos bastardos!
3
—¡Vamos, levántate! — le gritó el vendedor de helados.
En la puerta próxima, como en otro universo, una mujer sollozaba presa de pánico. El cielo comenzó a resquebrajarse y Mack pensó que los fragmentos de estrellas caerían en limpios jardines.
—Demasiado lento, demasiado lento — decía el vendedor de helados.
Le puso encima unas manos heladas. Los dedos eran como témpanos secos frotando contra las costillas de Mack a través de su pijama.
—No quiero ningún helado — gritó Mack —. He cambiado de opinión.
—Lo siento, hijo.
La cara del vendedor de helados desapareció y de repente, al salir de su sueño, Mack advirtió el rostro de su padre. Levantó a Mack de la cama y se lo echó al hombro. La carita de Mack se golpeó contra algo duro y el dolor le hizo abrir los ojos de par en par. Había sido el cañón del rifle de su padre, el que tenía para la caza y que le colgaba del hombro. El sueño que tenía, procedente aún de la tibieza del lecho, desapareció de la mente de Mack. Comenzó a sentir la excitación y el sentido de la alarma;
—Estoy dispuesta — dijo la madre.
Vestía un traje puesto a toda prisa y a medio abrochar. Sus facciones estaban impregnadas de terror. Mack deseó protegerla; pero recordó con pesar que había roto su arco y perdido la mayor parte de las flechas.
—Entonces, corre, por el amor de Dios…
Su padre descendió las escaleras en cuatro saltos. Sintiendo la fuerza de su padre, Mack tuvo la sensación de hallarse seguro y orgulloso de su progenitor. Los pitsicanos iban a lamentar el haberse acercado a Masonia. Su padre era un buen combatiente, el mejor rifle que había en todo el establecimiento agrícola. En menos de un segundo, abrieron la puerta y se encontraron, expuestos al frío de la noche, corriendo hacia la zona de aparcamiento de los helicópteros. El ondulante aullido de una sirena y del que apenas se había dado cuenta en el interior de la casa, hirió los oídos de Mack. Otras familias del establecimiento agrícola corrían desesperadamente hacia sus propias máquinas. Los destellos y estampidos de pequeñas armas alertaron las conciencias de los que ocupaban los compartimentos, en donde Mack oyó gritos y chillidos quejumbrosos procedentes, al parecer, de los árboles del norte del poblado.
—¡Dave!
Era la voz de su madre, pero apenas reconocible.
—¡Por allí! ¡Ya están dispuestos los helicópteros! Mack intuyó más bien que oyó el quejido apagado de su padre. Se sintió tirado por el suelo y después arrastrado a más velocidad que si fuese corriendo. Su padre sostenía el rifle con la mano libre y comenzó a disparar sobre algo. El familiar estampido del arma dio ánimos a Mack, ya que había visto agujerear las planchas de acero de media pulgada de espesor; pero notó que su padre juraba amargamente entre disparo y disparo. Mack comenzó realmente a sentir miedo.
A lo lejos y ante ellos, cerca de los helicópteros, unas formas de gran altura parecidas a husos se movían en la oscuridad. Unos destellos verdes se escapaban de sus miembros y el suelo temblaba. Algo se aproximó a Mack. A la incierta luz del ambiente Mack vio a los pitsicanos e intentó taparse los ojos. Milagrosamente el helicóptero surgía frente a él. Corrió y echó mano rápidamente a la manecilla de la puerta, pero sus dedos resbalaron con la humedad del metal. Su padre venía tras él, empujó a Mack hacia el aparato y le subió al asiento de control.
—¡Ponlo en marcha, hijo, en la forma que te enseñé! — le gritó el padre con voz ronca —. Puedes hacerlo.
Mack manipuló con la palma de la mano en la consola de control y el aparato arrancó poniendo en movimiento las aspas. El aparato se estremecía expectante.
—¡Vamos, papá! — gritó el muchacho al ver que su padre estaba solo —. ¿Dónde está mamá? ¿Dónde se ha quedado?
—Estaré con ella… Es todo lo que puedo hacer ahora. Tienes que alejarte de aquí.
Su padre se volvió y se encaminé hacia aquellas horribles figuras en forma de huso, con el pijama flameando por el aire de los rotores del helicóptero, y con el rifle dispuesto a combatir sin esperanza. Mack medio se incorporó en el asiento; pero una alargada figura apareció en la portezuela del aparato, maullando y haciendo unos espantosos ruidos. En la mortecina luz de los instrumentos Mack aprecié lo que parecía ser una horrible criatura mitad hecha de huesos y mitad de cieno y en parte también los intestinos expuestos al aire teñidos de azul. El horrible olor pestilente de aquel monstruo llenó la cabina instantáneamente.
Mack no tuvo un control real sobre lo que iba a ocurrir al momento siguiente; sus instintos y reacciones surgieron haciéndose cargo de la situación. Retorció salvajemente la palanca de arranque y el helicóptero salió disparado hacia el cielo. El guerrero de otro mundo cayó despeñado al suelo.
A los pocos segundos, el niño de ocho años Mack Tavernor había abandonado la batalla, dejando, junto a su niñez, aquel espantoso lugar lejos de sí.
Transcurrieron casi cuarenta años hasta que Tavernor volviera a visitar el planeta que había sido su hogar.
Como único superviviente de aquel sigiloso ataque de los pitsicanos sobre el Establecimiento Agrícola número 82 de Masonia, había sido —aunque era demasiado joven entonces para comprenderlo una especie de regalo para la propaganda del Departamento de Guerra. Los supervivientes de los ataques por sorpresa de los pitsicanos eran bastante raros, ya que éstos no perseguían otro discernible objetivo que matar a los humanos. No hacían el menor esfuerzo por capturar o destruir el material. Aún más extraño todavía resultaba el hecho de que las naves de línea de la Federación que habían caído en sus manos en gran número de ocasiones, habían sido dejadas tal y como fueron encontradas, sin desarmar, y, lo que era más importante desde el punto de vista de la Federación, con sus secretos técnicos sin explotar.
Los pitsicanos, llamados así arbitrariamente de acuerdo con el nombre del planeta en que habían sido encontrados, tenían una especial sicología que dejaba estupefacto al xenólogo terrestre a pesar de todos los esfuerzos que hacía para comprender algo de su extraña conducta; pero su fracaso en aprender cualquier cosa de las naves-mariposa era seguramente el mayor misterio que les rodeaba. A los pitsicanos les resultaba completamente familiar la taquiónica, la rama de la ciencia que era como un espejo de la física de Einstein, tratando con partículas que no podían desplazarse a menos velocidad que la de la luz. Habían dominado el incluso más difícil «método taquionico», la técnica de crear los microcontinuos dentro del cual una nave espacial compuesta de materia normal podía mostrar algunos de los atributos de los taquiones, y de esta forma, el viaje por el espacio en varios múltiplos superior a la velocidad de la luz. Pero — y en los primeros años la Federación apenas si había dado crédito a su buena suerte — los pitsicanos habían dado el paso próximo y lógico de los viajes espaciales.