Carlos Ruiz Zafón
El Palacio de la Medianoche
Para la Bruja, del Dragón…
(Bujona: ¿Uta chu dagon? ¿Pise resio? ¿Ma dara chikei?)
Nunca podré olvidar la noche que nevó sobre Calcuta. El calendario del orfanato del St. Patricks desgranaba los últimos días de mayo de 1932 y dejaba atrás uno de los meses más calurosos que recordaba la historia de la ciudad de los palacios.
Día a día esperábamos con tristeza y temor la llegada de aquel verano en que cumpli-ríamos los dieciséis años y que habría de significar nuestra separación y la disolución de la Chowbar Society, aquel club secreto y reservado a siete miembros exclusivos que había sido nuestro hogar durante años en el orfanato. Allí crecimos sin otra familia que nosotros mismos y sin otros recuerdos que las historias que contábamos al llegar la madrugada en torno al fuego, en el patio de la vieja casa abandonada que se alzaba en la esquina de Co-tton Street y Brabourne Road, un caserón en ruinas que habíamos bautizado como el Pala-cio de la Medianoche. No sabía entonces que aquella era la última vez que vería el lugar en cuyas calles me crié y cuyo embrujo me ha perseguido hasta hoy.
No volví a Calcuta después de aquel año, pero siempre fui fiel a la promesa que to-dos hicimos en silencio bajo la lluvia blanca a orillas del río Hooghly: no olvidar jamás lo que habíamos presenciado. Los años me han enseñado a atesorar en la memoria cuanto sucedió durante aquellos días Y a conservar las cartas que recibía desde la ciudad maldita y que han mantenido viva la llama de mi recuerdo. Supe así que nuestro antiguo palacio fue derribado para alzar sobre sus cenizas un edificio de oficinas y que Mr. Thomas Car-ter, el director del St. Patricks, falleció tras haber pasado los últimos años de su vida en la oscuridad, después de producirse el incendio que cerró sus ojos para siempre.
Lentamente, tuve noticia de la progresiva desaparición de los escenarios en que vivi-mos aquellos días. La furia de una ciudad que se devoraba a sí misma y el espejismo del tiempo acabaron por borrar el rastro de los miembros de la Chowbar Society.
De este modo, sin elección, tuve que aprender a vivir con el temor de que esta histo-ria se perdiera para siempre por falta de un narrador.
La ironía del destino ha querido que sea yo, el menos indicado, el peor dotado para la tarea, quien emprenda la labor de relatarla y desvelar el secreto que hace ya tantos años nos unió y nos separó a la vez para siempre en la antigua estación del ferrocarril de Jhee-ter’s Gate. Hubiera preferido que fuese otro el encargado de rescatar esta historia del olvido, pero una vez más la vida me ha mostrado que mi papel era el de testigo, no el de protagonista.
Durante todos estos años he guardado las escasas cartas de Ben y Roshan, atesoran-do los documentos que daban luz al destino de cada uno de los miembros de nuestra so-ciedad particular, releyéndolos una y otra vez en voz alta en la soledad de mi estudio. Quizá porque de algún modo intuía que la fortuna me había hecho depositario de la me-moria de todos nosotros. Quizá porque comprendía que, de entre aquellos siete mucha-chos, Yo siempre fui el más reticente al riesgo, el menos brillante y osado y, por tanto, el que más posibilidades tenía de sobrevivir.
Con ese espíritu, en la confianza de que no me traicionara el recuerdo, trataré de re-vivir los misteriosos y terribles sucesos que acontecieron durante aquellos cuatro ardien-tes días de mayo de 1932.
No será tarea fácil y apelo a la benevolencia de mis lectores hacía mi torpe pluma a la hora de rescatar del pasado aquel verano de tinieblas en la ciudad de Calcuta. He puesto todo mi empeño en reconstruir la realidad y en remontarme a los turbios episodios que habrían de trazar inexorablemente la línea de nuestro destino. No me queda ya más que desaparecer de la escena y permitir que sean los propios hechos los que hablen por sí mismos.
Nunca podré olvidar los rostros de aquellos muchachos asustados la noche en que nevó sobre Calcuta.
Pero, como mi amigo Ben me enseñó que siempre debía hacerse, empezaré mi histo-ria por el principio…
El Retorno de la Oscuridad
Calcuta, mayo de 1916.
Poco después de la medianoche, una barcaza emergió de la neblina nocturna que as-cendía de la superficie del río Hooghly como el hedor de una maldición. A proa, bajo la tenue claridad que proyectaba un candil agonizante asido al mástil, podía adivinarse la fi-gura de un hombre envuelto en una capa bogando trabajosamente hacia la orilla lejana. Más allá, al Oeste, el perfil de Fort William en el Maidán se erguía bajo un manto de nubes de ceniza a la luz de un infinito sudario de faroles y hogueras que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Calcuta.
El hombre se detuvo unos segundos a recuperar el aliento y a contemplar la silueta de la estación de Jheeter's Gate que se perdía definitivamente en la tiniebla que cubría la otra orilla del río. A cada metro que se adentraba en la bruma, la estación de acero y cristal se confundía con otros tantos edificios anclados en esplendores olvidados. Sus ojos vaga-ron entre aquella selva de mausoleos de mármol ennegrecido por décadas de abandono y paredes desnudas a las que la furia del monzón había arrancado su piel ocre, azul y dora-da y las había desdibujado como acuarelas desvaneciéndose en un estanque.
Tan sólo la certeza de que apenas le quedaban unas horas de vida, quizá unos minu-tos, le permitió continuar la marcha, abandonando en las entrañas de aquel lugar maldito a la mujer a quien había jurado proteger con su propia vida. Aquella noche, mientras el teniente Peake emprendía su último viaje a Calcuta a bordo de una vieja barcaza, cada se-gúndo de su vida se desvanecía bajo la lluvia que había llegado al amparo de la madru-gada.
Al tiempo que luchaba por arrastrar la nave hacia la orilla, el teniente podía escuchar el llanto de los dos niños ocultos en el interior de la sentina. Peake volvió la vista atrás y comprobó que las luces de la otra barcaza parpadeaban apenas un centenar de metros tras él, ganando terreno. Podía imaginar la sonrisa de su perseguidor, saboreando la caza. Inexorable.
Ignoró las lágrimas de hambre y frío de los niños y dedicó todas las fuerzas que le restaban a pilotar la nave hasta el margen del río que venía a morir en el umbral del laberinto insondable y fantasmal de las calles de Calcuta. Doscientos años habían bastado para transformar la densa jungla que crecía alrededor del Kalighat en una ciudad donde Dios no se habría atrevido a entrar jamás.
En pocos minutos la tormenta se había cernido sobre la ciudad con la cólera de un es-píritu destructor. A mediados de abril y hasta bien entrado el mes de junio, la ciudad se consumía en las garras del llamado verano indio. Durante esos días, la ciudad soportaba temperaturas de 40 grados y un nivel de humedad al filo de la saturación. Minutos des-pués, bajo el influjo de violentas tormentas eléctricas que convertían el cielo en un lienzo de pólvora, los termómetros podían descender 30 grados en cuestión de segundos.
El manto torrencial de la lluvia velaba la visión de los raquíticos muelles de madera podrida que se balanceaban sobre el río. Peake no cejó en su empeño hasta sentir el impac-to del casco contra los maderos del muelle de pescadores y, sólo entonces, caló la vara en el fondo fangoso y se apresuró a buscar a los niños, que yacían envueltos en una manta. Al tomarlos en sus brazos, el llanto de los bebés impregnó la noche como el rastro de san-gre que guía al depredador hasta su presa. Peake los apretó contra su pecho y saltó a tie-rra.
A través de la espesa cortina de agua que caía con furia se podía observar la otra barcaza aproximándose lentamente a la orilla como una nave funeraria. Sintiendo el lati-gazo del pánico, Peake corrió hacia las calles que bordeaban el Maidán por el Sur y desa-pareció en las sombras de aquel tercio de la ciudad al que sus privilegiados habitantes, europeos y británicos en su mayoría, denominaban la ciudad blanca.