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– Tendrá las mejores -aseguró Roshan-. Hoy es nuestra última noche. El fin de la Chowbar Society.

– Me pregunto qué será del Palacio -señaló Seth.

Ninguno de ellos se refería al caserón abandonado bajo otra denominación que aquélla desde hacía años.

– Adivina -sugirió Ben-. Una comisaría o un banco. ¿No es eso lo que construyen siempre que derriban algo en cualquier ciudad del mundo?

Siraj se había unido a ellos y consideró las funestas predicciones de Ben.

– Quizá abran un teatro -apuntó el enclenque muchacho mirando a su amor imposible, Isobel.

Ben puso los ojos en blanco y negó en silencio. En lo concerniente a adular a Isobel, Siraj no conocía los límites de la dignidad.

– Tal vez no lo toquen -dijo Ian, que había estado escuchando callado a sus amigos, disimulando sus ojeadas furtivas al dibujo que Michael estaba plasmando en una pequeña cuartilla.

– ¿De qué va la lámina, Canaleto? -inquirió Ben sin malicia en el tono de voz.

Michael alzó por primera vez los ojos de su dibujo y miró a sus amigos, que le observaban como si acabase de caer del cielo. Sonrió tímidamente y exhibió la lámina a su público.

– Somos nosotros -explicó el retratista residente del club de los siete muchachos.

Los seis miembros restantes de la Chowbar Society escrutaron el retrato durante cinco largos segundos envestidos en un silencio religioso. El primero en apartar sus ojos del dibujo fue Ben. Michael reconoció en el rostro de su amigo el impenetrable semblante que lucía cuando le azotaban sus extraños ataques de melancolía.

– ¿Ésa es mi nariz? -preguntó Siraj-. ¡Yo no tengo esa nariz! ¡Parece un anzuelo!

– No tienes otra cosa -precisó Ben, esbozando una sonrisa que no engañó a Michael, pero sí a los demás-. No te quejes; si te hubiese sacado de perfil, sólo se vería una línea recta.

– Déjame ver -dijo Isobel, haciéndose con el dibujo y estudiándolo detalladamente a la luz de un farol parpadeante-. ¿Así es como nos ves?

Michael asintió.

– Te has dibujado a ti mismo mirando en otra dirección que los demás -observó Ian.

– Michael siempre mira lo que los demás no ven -dijo Roshan.

– ¿Y qué has visto en nosotros que nadie más es capaz de observar, Michael? -preguntó Ben.

Ben se unió a Isobel y analizó el retrato. Los trazos del lápiz graso de Michael los habían situado juntos frente a un estanque donde se reflejaban sus rostros. En el cielo había una gran luna llena y, en la lejanía, un bosque que se perdía en la distancia. Ben examinó los rostros reflejados y difusos sobre la superficie del estanque y los comparó con los de las figuras que posaban frente a la pequeña laguna. Ni uno solo tenía la misma expresión que su reflejo. La voz de Isobel junto a él le rescató de sus pensamientos.

– ¿Puedo quedármelo, Michael? -preguntó Isobel.

– ¿Por qué tú? -protestó Seth.

Ben apoyó su mano sobre el hombro del fornido muchacho bengalí y le dirigió una mirada breve e intensa.

– Deja que se lo quede -murmuró.

Seth asintió y Ben le palmeó cariñosamente la espalda mientras observaba por el rabillo del ojo a una anciana dama elegantemente ataviada y acompañada por una joven de una edad similar a la suya y a la de sus amigos que cruzaba el umbral del patio del St. Patricks en dirección al edificio principal.

– ¿Pasa algo? -preguntó Ian en voz baja junto a él.

Ben negó lentamente.

– Tenemos visita -apuntó sin apartar los ojos de aquella mujer y de la muchacha-. O algo parecido.

Cuando Bankim llamó a su puerta, Thomas Carter ya se había percatado de la llega-da de aquella mujer y su acompañante a través de la ventana desde la cual contemplaba la fiesta del patio. Encendió la luz del escritorio y ordenó a su ayudante que entrase.

Bankim era un joven de rasgos acusadamente bengalíes y ojos vivos y penetrantes. Tras crecer en el St. Patricks había vuelto como maestro de Física y Matemáticas al orfanato después de varios años de trabajo en diversas escuelas de la provincia. La afor-tunada resolución de la historia de Bankim era una de las excepciones con las que Carter alimentaba su moral año a año. Verle allí como adulto formando a otros jóvenes sentados en las aulas que él había compartido años atrás era la mejor recompensa que podía imaginar a su esfuerzo.

– Siento molestarle, Thomas -dijo Bankim-. Pero hay una dama abajo que afirma necesitar hablar con usted. Le he dicho que no estaba y que hoy celebrábamos una fiesta, pero no ha querido escucharme y ha insistido enérgicamente por no decir otra cosa.

Carter miró a su ayudante con extrañeza y consultó su reloj.

– Es casi medianoche -dijo-. ¿Quién es esa mujer?

Bankim se encogió de hombros

– No sé quién es, pero sé que no se marchará hasta que la reciba -contestó Bankim.

– ¿No ha dicho qué quería?

– Sólo me ha dicho que le entregue esto -respondió Bankim tendiendo una peque-ña cadena brillante a Carter-. Dijo que usted sabría lo que era.

Carter tomó la cadena en sus manos y la examinó bajo la lámpara de su escritorio. Era una medalla, un círculo que representaba una luna de oro. La imagen tardó unos se-gúndos en encender su memoria.

Carter cerró los párpados y sintió como un nudo se formaba lentamente en la boca de su estómago. Poseía una medalla muy similar a aquélla, oculta en el cofre que guardaba bajo llave en la vitrina de su despacho. Una medalla que no había visto en dieciséis años.

– ¿Algún problema Thomas? -preguntó Bankim, visiblemente preocupado por el cambio de expresión que había advertido en Carter.

El director del orfanato sonrió débilmente y negó guardando la cadena en el bolsillo de su camisa.

– Ninguno -Contestó lacónicamente-. Hazla subir. La recibiré.

Bankim le observó con extrañeza y por un instante Carter creyó que su antiguo pupilo formularía la pregunta que no quería escuchar. Finalmente, Bankim insistió y salió del despacho cerrando la puerta con suavidad. Dos minutos después, Aryami Bosé entra-ba en el santuario privado de Thomas Carter y retiraba de su rostro el velo que lo cubría.

Ben observó detenidamente a la muchacha que esperaba pacientemente bajo la arcada de la entrada principal del St. Patricks. Bankim había vuelto a aparecer y, tras indicar a la anciana dama que la acompañaba que lo siguiera, ésta, con gestos inequívoca-mente autoritarios, había instruido a su vez a la chica para que permaneciese a la espera de su retorno junto a la puerta como una estatua de piedra. Era obvio que la anciana había acudido a visitar a Carter y, teniendo en cuenta la escasa frivolidad con que el director del orfanato sazonaba su vida social, se atrevió a suponer que las visitas a medianoche de bellezas misteriosas, cualquiera que fuese su edad, entraban de lleno en el capítulo de imprevistos. Ben sonrió y se concentró de nuevo en la muchacha. Alta y esbelta, vestía ro-pas sencillas aunque poco comunes, atavíos que se dirían tejidos por alguien con un estilo personal e intransferible y obviamente, no adquiridos en cualquier bazar de la ciudad negra. Su rostro, que no alcanzaba a ver con claridad desde el lugar en que se encontraba, parecía cincelado en rasgos suaves, una piel pálida y brillante.

– ¿Hay alguien ahí? -susurró Ian en su oído. Ben señaló hacia la muchacha con la cabeza, sin pestañear.

– Es casi medianoche -añadió Ian-. Nos vamos a reunir en el Palacio dentro de unos minutos. Sesión de cierre, te recuerdo.

Ben asintió, ausente.

– Espera un segundo -dijo, emprendiendo pasos hacia la muchacha.

– Ben -llamó Ian a sus espaldas-. Ahora, no, Ben…

Él ignoró la llamada de su amigo. La curiosidad por desvelar aquel enigma podía más que las exquisiteces protocolarias de la Chowbar Society. Adoptó su sonrisa beatífica de alumno ejemplar y se dirigió en línea recta hacia la chica. La muchacha le vio acercarse y bajó la mirada.