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– Hola. Soy el ayudante de Mr. Carter, rector del St. Patricks -dijo Ben en tono exul-tante-. ¿Puedo hacer algo por ti?

– En realidad, no. Tu…compañero ya ha llevado a mi abuela ante el director -dijo la muchacha.

– ¿Tu abuela? -preguntó Ben-. Entiendo. Espero que no pase nada grave. Quiero decir que es medianoche y me preguntaba si ocurría algo.

La muchacha sonrió débilmente y negó. Ben le correspondió. No era presa fácil.

– Mi nombre es Ben -ofreció amablemente.

– Sheere -contestó la muchacha, mirando a la puerta, como si esperase que su abue-la emergiese de nuevo en cualquier momento.

Ben se frotó las manos.

– Bien, Sheere -dijo Ben-. Mientras mi colega Bankim conduce a tu abuela al des-pacho de Mr. Carter, tal vez yo pueda ofrecerte nuestra hospitalidad. El jefe siempre insis-te en que debemos ser amables con los visitantes.

– ¿No eres un poco joven para ser ayudante del rector? -Inquirió Sheere, evitando los ojos de Ben.

– ¿Joven? -preguntó Ben-. Me halaga el cumplido, pero siento decirte que cumpli-ré los veintitrés muy pronto.

– Nunca lo diría -repuso Sheere.

– Es algo de familia -explicó Ben-. Todos tenemos una piel resistente al envejeci-miento. Mi madre, por ejemplo, cuando va conmigo por la calle, imagínate, la toman por mi hermana.

– ¿De veras? -preguntó Sheere, reprimiendo una risa nerviosa; no había creído ni una sola palabra de su historia.

– ¿Qué hay de lo de aceptar la hospitalidad del St. Patricks? -Insistió Ben-. Hoy celebramos una fiesta de despedida a algunos de los muchachos que nos van a dejar ya. Es triste, pero toda una vida se abre ante ellos. También es emocionante.

Sheere clavó sus ojos perlados en Ben y sus labios dibujaron lentamente una sonrisa de incredulidad.

– Mi abuela me ha pedido que la espere aquí. Ben señaló la puerta.

– ¿Aquí? -preguntó-. -¿Precisamente aquí?

Sheere asintió, sin comprender.

– Verás -empezó Ben, gesticulando con las manos-, siento decírtelo pero, bueno, pensaba que no sería necesario comentarlo. Estas cosas no son buenas para la imagen del centro pero no me dejas opción: hay un problema de desprendimientos. En la fachada.

La joven le miró, atónita.

– ¿Desprendimientos?

Ben asintió gravemente.

– Efectivamente -corroboró con semblante consternado-. Algo lamentable. Aquí, en este mismo punto en que te hallas, no hará hoy ni un mes en que Mrs. Potts, nuestra anciana cocinera a la que Dios guarde muchos años, recibió el impacto de un fragmento de ladrillo caído desde el altillo del segundo piso.

Sheere rió.

– No me parece que ese infortunado incidente sea motivo de chanza, si me permites la observación -dijo Ben con seriedad glacial.

– No creo nada de lo que me has dicho. Ni eres ayudante del rector, ni tienes veinti-trés años ni la cocinera sufrió una lluvia de ladrillos hace un mes. -Desafió Sheere-. Eres un embustero y no has pronunciado ni una sola palabra cierta desde que has empezado a hablar.

Ben sopesó cuidadosamente la situación. La primera parte de su estratagema, tal como era previsible, hacía aguas y se imponía un giro prudente pero ladino a su discurso.

Bueno, admito que tal vez me haya dejado llevar por la imaginación, pero no todo lo que he dicho era falso.

– Ah, ¿no?

– No te he mentido respecto a mi nombre. Me llamo Ben. Y lo de ofrecerte nuestra hospitalidad también es cierto.

Sheere sonrió ampliamente.

– Me gustaría aceptarla, Ben, pero debo esperar aquí. En serio.

Ben se frotó las manos y adoptó un aire de flemática resignación.

– Bien. Esperaré contigo -anunció solemnemente-. Si ha de caer algún adoquín, que me caiga a mí.

Sheere se encogió de hombros con indiferencia y asintió, su mirada se dirigió de nue-vo a la puerta. Un largo minuto de silencio transcurrió sin que ninguno de los dos se moviese ni despegase los labios.

– Una noche calurosa -comentó Ben.

– Sheere se volvió y le dedicó una mirada vagamente hostil.

– ¿Vas a quedarte ahí toda la noche?

– Hagamos un pacto. Ven a tomar un vaso de deliciosa limonada helada conmigo y luego te dejaré en paz -ofreció Ben.

– No puedo, Ben. De verdad.

– Estaremos sólo a veinte metros de aquí -añadió Ben. Podemos poner un cascabel en la puerta.

– ¿Es tan importante para ti? -preguntó Sheere.

Ben asintió.

– Es mi última semana en este lugar. He pasado toda mi vida aquí y dentro de cinco días volveré a estar solo. Solo de verdad. No sé si podré pasar otra noche como ésta, entre amigos -dijo Ben-.Tú no sabes lo que es eso.

Sheere le observó un largo instante.

– Sí que lo sé -dijo ella finalmente-. Llévame hasta esa limonada.

Una vez Bankim le hubo dejado a solas en su despacho, no sin cierto reparo, Carter se sirvió una pequeña copa de brandy y ofreció otro tanto a su visitante. Aryami declinó la invitación y esperó a que Carter tomase asiento en su butaca de espaldas a la ventana bajo la cual los muchachos celebraban su fiesta ajenos al silencio glacial que flotaba en aquella habitación. Carter humedeció los labios en el licor y dirigió una mirada inquisitiva a la anciana. El tiempo no había mermado un ápice la autoridad de sus rasgos y todavía podía advertirse en sus ojos el fuego interno que recordaba en la que había sido esposa de su mejor amigo, en una época que ahora se revelaba demasiado lejana. Ambos se miraron largamente en silencio.

– La escucho -dijo finalmente Carter.

– Hace dieciséis años me vi obligada a confiarle la vida de un muchacho, Mr. Carter -empezó Aryami en voz baja pero firme-. Fue una de las decisiones más difíciles de mi vida y me consta que durante estos años no defraudó usted la confianza que deposité en sus manos. En este tiempo nunca quise interferir en la vida del muchacho, consciente de que no estaría mejor en ningún lugar que aquí, bajo su protección. Nunca tuve la oportu-nidad de agradecerle lo que hizo por el muchacho.

– Me limité a cumplir con mi obligación -repuso Carter-. Pero no creo que sea ése el tema del que ha venido a hablarme hoy, de madrugada.

– Me gustaría poder decir que lo es, pero no es así -dijo Aryami-. He venido aquí porque la vida del muchacho está en peligro.

– Ben.

– Ése es el nombre que usted le dio. Cuanto sabe y cuanto es se lo debe a usted, Mr. Carter -dijo Aryami-. Pero hay algo de lo que ni usted ni yo podremos protegerle durante más tiempo: el pasado.

Las agujas del reloj de Thomas Carter se unieron en la vertical de la medianoche. Carter apuró el brandy que se había servido y dirigió una mirada desde la ventana hacia el patio. Ben hablaba con una muchacha a la que no conocía.

– Como le he dicho antes, la escucho -reiteró Carter.

Aryami se incorporó y, cruzando sus manos, inició su relato…

«Durante dieciséis años he recorrido este país en busca de refugios pasajeros y escondites. Hace dos semanas, cuando me detuve durante apenas un mes en el domicilio de unos familiares a restablecerme de una enfermedad, recibí una carta en mi residencia provisional en Delhi. Nadie sabía ni podía saber que mi nieta y yo estábamos allí. Cuando la abrí, comprobé que contenía una hoja de papel en blanco, sin una sola letra sobre ella. Pensé que se trataba de un error o tal vez de una broma, hasta que examiné el sobre, llevaba el matasellos de la oficina postal de Calcuta. La tinta del sello estaba borrosa y resultaba difícil apreciar parte de lo que figuraba en él, pero fui capaz de descifrar la fecha. Era el 25 de mayo de 1916.

Guardé la carta que según todo indicaba había tardado dieciséis años en cruzar la India hasta la puerta de aquella casa en un lugar al que sólo yo tengo acceso, y no volví a examinarla hasta aquella misma noche. Mi vista cansada no me había jugado una mala pasada: la fecha era la misma que había creído entrever en aquel sello desdibujado, pero algo había cambiado. La cuartilla que horas antes estaba en blanco contenía una frase, escrita en tinta roja y fresca, tanto que la caligrafía se esparcía sobre el papel poroso al simple roce de los dedos. “Ya no son niños, anciana. He vuelto a por lo que es mío. Apártate de mi camino.” Ésas eran las palabras que leí en aquella carta antes de lanzarla al fuego.