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El pasillo estaba desierto y apenas iluminado por un farol de gas de la antigua instalación del St. Patricks que había sobrevivido a las obras de remodelación de los últimos años. Corrió a las escaleras y descendió a toda prisa, cruzó las salas de comedores y salió al patio por la puerta lateral de las cocinas del orfanato justo a tiempo para ver có-mo aquella figura se perdía en el callejón oscuro que rodeaba la parte trasera del edificio, enterrada en una espesa niebla que parecía ascender de las rejillas del alcantarillado. Se apresuró hacia la niebla y se sumergió en ella.

El muchacho recorrió un centenar de metros a través de aquel túnel de vapor frío y flotante hasta llegar al amplio descampado que se extendía al norte del St. Patricks, una tierra baldía que servía de campo de chatarra y ciudadela de chabolas y escombros para los habitantes más desheredados del Norte de Calcuta. Sorteó los charcos cenagosos que plagaban el camino entre el retorcido laberinto de chozas de adobe incendiadas y deshabitadas y se internó en aquel lugar contra el que Thomas Carter siempre les había prevenido. Las voces de los niños provenían de algún lugar oculto entre las ruinas de aquella marisma de pobreza y suciedad.

Ben enfiló sus pasos hacia un estrecho corredor que se abría entre dos barracas derruidas y se detuvo en seco al comprobar que había encontrado lo que buscaba. Ante sus ojos se abría una planicie infinita y desierta de antiguas chabolas arrasadas y, en el centro de aquel escenario, la niebla azul parecía brotar como el aliento de un dragón invisible en la noche. El sonido de los niños brotaba a su vez del mismo punto, pero Ben ya no oía risas ni canciones infantiles, sino los terribles alaridos de pánico y terror de cientos de niños atrapados. Sintió que un viento frío le estrellaba con fuerza contra los muros de la chabola y que, de entre la niebla palpitante, surgía el estruendo furioso de una gran máquina de acero que hacía temblar el suelo bajo sus pies.

Cerró los ojos y miró de nuevo, creyendo ser víctima de una alucinación. De entre las tinieblas, emergía un tren de metal candente envuelto en llamas. Pudo contemplar los rostros de agonía de decenas de niños atrapados en su interior y la lluvia de fragmentos de fuego que salían desprendidos en todas direcciones formando una cascada de brasas. Sus ojos siguieron el recorrido del tren hasta la máquina, una majestuosa escultura de ace-ro que parecía fundirse lentamente, como una figura de cera lanzada a una hoguera. En la cabina, inmóvil entre las llamas, le contemplaba la figura que había visto en el patio, mos-trándole ahora los brazos abiertos en señal de bienvenida.

Sintió el calor de las llamas sobre su rostro y se llevó las manos a los oídos para enmascarar el enloquecedor aullido de los niños. El tren de fuego atravesó la llanura desolada y Ben comprobó con horror que se dirigía a toda velocidad hacia el edificio del St. Patricks, con la furia y la rabia de un proyectil incendiario. Corrió tras él, sorteando la lluvia de chispas y lágrimas de hierro fundido que caían a su alrededor, pero sus pies eran incapaces de igualar la velocidad creciente con que el tren se precipitaba sobre el orfanato, mientras teñía el cielo de escarlata a su paso. Se detuvo sin aliento y gritó con todas sus fuerzas para alertar a quienes dormían apaciblemente en el edificio, ajenos a la tragedia que se cernía sobre ellos. Desesperado, vio cómo el tren reducía la distancia que le separaba del St. Patricks por momentos y comprendió que, en cuestión de segundos, la máquina pulverizaría el edificio y lanzaría por los aires a sus habitantes. Cayó de rodillas y gritó por última vez contemplando con impotencia cómo el tren penetraba en el patio trasero del St. Patricks y se dirigía sin remedio al gran muro de la fachada posterior del edificio.

Ben se preparó para lo peor, pero no podía imaginar lo que sus ojos iban a presenciar en apenas unas décimas de segundo. La máquina enloquecida y envuelta en un tornado de llamas se estrelló contra el muro desvelando un fantasma de fuegos fatuos y todo el tren se hundió a través de la pared de adoquines rojos como una serpiente de vapor, desintegrándose en el aire y llevándose consigo el terrible aullido de los niños y el ensor-decedor rugido de la máquina.

Dos segundos después, la oscuridad nocturna volvía a ser absoluta y la silueta incólume del orfanato se recortaba en las luces lejanas de la ciudad blanca y el Maidán centenares de metros al Sur. La niebla se introdujo en los resquicios de la pared y al poco no quedaba a la vista evidencia alguna del espectáculo que acababa de presenciar. Ben se acercó lentamente hasta el muro y posó la palma de su mano sobre la superficie intacta. Una sacudida eléctrica le recorrió el brazo y le lanzó al suelo, y Ben pudo ver cómo la huella negra y humeante de su mano había quedado grabada en la pared.

Cuando se levantó del suelo, comprobó que el pulso le latía aceleradamente y que las manos le temblaban. Respiró profundamente y se secó las lágrimas que el fuego le había arrancado. Lentamente, cuando consideró que había recuperado la serenidad, o parte de ella, rodeó el edificio y se dirigió de vuelta a la puerta de las cocinas. Empleando el truco que Roshan le había enseñado para burlar el pestillo interno, la abrió con cautela y cruzó las cocinas y el corredor de la planta baja en la oscuridad hasta la escalera. El orfanato seguía sumido en el más profundo de los silencios y Ben comprendió que nadie más que él había escuchado el estruendo del tren.

Volvió al dormitorio. Sus compañeros seguían durmiendo y no había señal del cristal astillado en la ventana. Recorrió la habitación y se tendió en su lecho, ladeado. Tomó de nuevo el reloj de la mesilla y consultó la hora. Ben hubiera jurado que había estado fuera del edificio durante casi veinte minutos. El reloj indicaba la misma hora que había mostrado cuando lo había consultado al despertar. Se llevó la esfera al oído y escuchó el tintineo regular del mecanismo. El muchacho devolvió el reloj a su lugar y trató de orde-nar sus pensamientos. Empezaba a dudar de lo que había presenciado o creído ver. Tal vez no se había movido de aquella habitación y había soñado el episodio completo. Las profundas respiraciones a su alrededor y el cristal intacto parecían avalar esa suposición. O quizá empezaba a ser víctima de su propia imaginación. Confundido, cerró los ojos y trató inútilmente de conciliar el sueño con la esperanza de que, si fingía dormirse, tal vez su cuerpo se dejaría llevar por el engaño.

Al alba, cuando el Sol apenas se había insinuado sobre la ciudad gris, el sector mu-sulmán al Este de Calcuta, saltó del lecho y corrió hasta el patio trasero para examinar a la luz del día el muro de la fachada. No había rastros del tren. Ben estaba por concluir que todo había sido un sueño, de intensidad poco común pero sueño en definitiva, cuando una pequeña mancha oscura en la pared llamó su atención por el rabillo del ojo. Se acercó a ella y reconoció la palma de su mano claramente delineada sobre la pared de adoquines arcillosos. Suspiró y se apresuró de vuelta al dormitorio a despertar a Ian que, por prime-ra vez en semanas, había conseguido abandonarse en los brazos de Morfeo, liberado por una vez de su hábito de insomne contumaz.

A la luz del día, el embrujo del Palacio de la Medianoche palidecía y su condición de caserón nostálgico de mejores tiempos se evidenciaba sin piedad. Con todo, las palabras de Ben amortiguaron el efecto de contacto con la realidad que la contemplación de su es-cenario favorito hubiera podido provocar en los miembros de la Chowbar Society sin los adornos ni el misterio de las noches de Calcuta. Todos le habían escuchado con respetuoso silencio y con expresiones que iban desde el asombro a la incredulidad.