Isobel había caído de bruces sobre la superficie carbonizada del vagón y notó una profunda punzada de dolor en el vientre. Un objeto le había abierto un corte de varios centímetros. Gimió. El terror se apoderó de ella totalmente al percibir unas manos que la aferraban y trataban de darle la vuelta. Gritó y se enfrentó al rostro sucio y exhausto de lo que parecía ser un muchacho todavía mas asustado que ella.
– Soy yo, Isobel -murmuró Siraj-. No tengas miedo.
Por primera vez en su vida, Isobel dejó que sus lágrimas fluyesen sin freno frente a Siraj y abrazó el cuerpo huesudo y débil de su amigo.
Ben y sus compañeros se detuvieron al pie del reloj, con sus agujas caídas, que se alzaba en el andén principal de Jheeter"s Gate. A su alrededor se desplegaba un amplio e insondable escenario de sombras y luces angulosas que entraban desde la claraboya de acero y cristal, y que dejaban entrever los rastros de lo que algún día había sido la más suntuosa estación de tren jamás soñada, una catedral de hierro erigida al dios del ferroca-rril.
Al contemplarla desde allí, los cinco muchachos pudieron imaginar el semblante que Jheete’rs Gate había lucido antes de la tragedia. Una majestuosa bóveda luminosa tendida por arcos invisibles que parecían suspendidos del cielo y cubrían hileras e hileras de andenes alineados en curva, en forma de ondas dibujadas por una moneda en un estanque. Grandes carteles que anunciaban las salidas y llegadas de los trenes. Lujosos quioscos de metal labrado y relieves victorianos. Escalinatas palaciegas que ascendían por conductos de acero y cristal hacia los niveles superiores y creaban pasillos suspendidos en el aire. Las multitudes deambulando por sus salas y abordando largos expresos que habrían de llevarlos a todos los puntos del país… De todo aquel esplendor apenas quedaba más que un oscuro reflejo truncado, convertido en el amago de antesala al infierno que sus túneles parecían prometer.
Ian se fijó en las agujas del reloj, deformadas por las llamas, y trató de imaginar la magnitud del incendio. Seth se unió a él, ambos evitaron comentarios.
– Deberíamos separarnos en grupos de dos para esta búsqueda. El lugar es inmenso- Indicó Ben.
– No creo que sea una buena idea -replicó Seth, que no podía borrar de su mente la imagen del puente derrumbándose sobre las aguas.
Aunque lo hiciéramos así, solamente somos cinco. -apuntó Ian. -¿Quién irá solo?
– Yo -repuso Ben. Los demás le observaron con una mezcla de alivio y preocupación.
– Sigue sin parecerme una buena idea -repitió Seth.
– Ben tiene razón -apoyó Michael-. Por lo que hemos visto hasta ahora, poco importa si somos cinco o cincuenta.
– Hombre de pocas palabras, pero siempre llenas de ánimo -comentó Roshan.
– Michael -sugirió Ben-, tú y Roshan podéis registrar los niveles. Ian y Seth se ocuparán de este nivel.
Nadie parecía dispuesto a discutir el reparto de destinos. Tan poco apetecible parecía uno como otro.
– Y tú, -¿dónde piensas buscar? -. -preguntó Ian, intuyendo la respuesta.
– En los túneles.
– Con una condición -Indicó Seth, tratando de imponer el sentido común.
Ben asintió.
– Sin heroísmos ni estupideces -explicó Seth-. El primero que vea un indicio de algo se para, marca el lugar y vuelve a buscar al resto.
– Suena razonable -convino Ian.
Michael y Roshan asintieron de buen grado.
– ¿Ben? -solicitó Ian.
– De acuerdo -murmuró Ben.
– No lo hemos oído -insistió Seth.
– Prometido -dijo Ben-. Nos encontraremos aquí en media hora.
– El cielo te oiga -dijo Seth.
En la memoria de Sheere las últimas horas se transformaron en apenas unos segundos, durante los que su mente parecía haber sucumbido a los efectos de una poderosa droga que había nublado sus sentidos y la había precipitado a un abismo sin fondo. Recordaba vagamente sus esfuerzos vanos por zafarse de la presión implacable de aquella silueta ígnea que la había arrastrado a través de una interminable retícula de conductos, más oscuros que la noche cerrada. Recordaba también, como una escena extraída de un episodio lejano y confuso, el rostro de Ben debatiéndose en el suelo de una casa cuyos contornos le resultaban familiares, aunque ignoraba cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Tal vez una hora, una semana o un mes.
Cuando recobró la consciencia de su propio cuerpo y de las magulladuras que la lu-cha había dejado en él, Sheere comprendió que llevaba ya despierta unos segundos y que el escenario que la rodeaba no formaba parte de su pesadilla. Se encontraba en el interior de una estancia larga y profunda, flanqueada por dos hileras de ventanales a través de los cuales se aventuraba cierta claridad lejana que permitía adivinar los restos de lo que pare-cía, un estrecho salón. Los esqueletos destrozados de tres pequeñas lámparas de cristal pendían del techo igual que arbustos secos. Los restos de un espejo astillado brillaban en la penumbra tras un mostrador que sugería el aspecto de un bar de lujo. Un bar de lujo, sin embargo, devorado por una furia incendiaria inmisericorde.
Trató de incorporarse y, al tiempo que comprobaba que la cadena que le sujetaba las muñecas a la espalda estaba trabada en una estrecha tubería, comprendió instintivamente dónde se hallaba: en el interior de un tren varado en las galerías subterráneas de Jheeter's Gate. La oscura certidumbre de su paradero dejó caer sobre ella una lluvia de agua helada que la despertó del sopor y el aturdimiento que pesaban sobre su mente.
Forzó la vista y trató de encontrar, entre la masa oscura de mesas caídas y restos del incendio, alguna herramienta que pudiera servirle para liberarse de sus ataduras. El interior del vagón devastado no parecía contener más que vestigios carbonizados e inservibles que habían sobrevivido milagrosamente. Forcejeó exasperada sin obtener más resultado que un endurecimiento en las ataduras que la retenían.
Dos metros frente a ella, una masa negra que había tomado desde el principio por una pila de escombros se volvió repentinamente, con la celeridad de un gran felino que hubiera permanecido inmóvil. Una sonrisa luminosa se encendió sobre un rostro invisible en la sombra. Su corazón dio un vuelco y la figura se acercó hasta un palmo escaso de su rostro. Los ojos de Jawahal resplandecieron como brasas al viento y Sheere percibió el hedor ácido y penetrante de la gasolina quemada.
– Bienvenida a lo que queda de mi hogar, Sheere -murmuró Jawahal fríamente-. ¿Es así como te llamas, no?
Sheere asintió, paralizada por el terror que le inspiraba aquella presencia.
– No debes temer nada de mí -dijo Jawahal. Sheere reprimió las lágrimas que pug-naban por escapar a su control; no pensaba rendirse tan pronto. Cerró los ojos con fuerza y respiró entrecortadamente.
– Mírame cuando te hablo -dijo Jawahal en un tono que le heló la sangre.
Sheere abrió los ojos lentamente y comprobó con horror que la mano de Jawahal se acercaba a su rostro. Sus largos dedos, protegidos por un guante negro, acariciaron su me-jilla y le apartaron los mechones de cabello que caían sobre su frente con suma delicadeza. Los ojos de su secuestrador parecieron palidecer por un segundo.
– Te pareces tanto a ella… -susurró Jawahal. Repentinamente, la mano se retiró al igual que un animal asustado, y Jawahal se incorporó. Sheere notó que las ligaduras a su espalda cedían y sus manos quedaban libres.
– Levántate y sígueme -ordenó.
Sheere obedeció dócilmente y dejó que Jawahal abriera el paso. En cuanto la oscura silueta se hubo adelantado un par de metros entre los escombros del vagón, echó a correr en dirección opuesta tan rápidamente como sus músculos entumecidos se lo permitieron. La muchacha atravesó el vagón atropelladamente y se lanzó contra la puerta que separaba los coches del convoy y los conectaba a través de una pequeña plataforma al aire libre. Posó su mano sobre la manilla de acero ennegrecido y presionó con fuerza. El metal cedió como arcilla de moldear y Sheere contempló atónita cómo se convertía en cinco afilados dedos que la asieron por la muñeca. Lentamente, la lámina de la puerta se dobló sobre sí misma y adquirió la forma de una estatua brillante de cuyo rostro liso emergieron los rasgos de Jawahal. Sus rodillas flaquearon y cayó postrada frente a él. Jawahal la alzó en el aire y la muchacha leyó la ira contenida en sus ojos.