– No trates de huir de mí, Sheere. Muy pronto, tú y yo seremos un solo ser. Yo no soy tu enemigo. Soy tu futuro. Cruza a mi lado o, de lo contrario, esto es lo que sucederá contigo.
Jawahal tomó del suelo los restos de una copa de cristal rota, los rodeó con sus dedos y presionó con fuerza. El cristal se fundió bajo su puño y derramó entre los dedos gruesas gotas de vidrio líquido que cayeron sobre la superficie del vagón formando un espejo de llamas entre los escombros. Jawahal soltó a Sheere y la dejó caer a escasos centímetros del cristal humeante.
– Ahora, haz lo que te he dicho.
Seth se arrodilló frente a lo que parecía una lámina brillante sobre el suelo en la sección central de la estación y la palpó con la yema de los dedos. El líquido estaba tibio, era espeso y tenía la textura del aceite derramado.
– Ian, ven a ver esto -llamó Seth. El joven se acercó y se arrodilló junto a él. Seth le mostró sus dedos impregnados en aquella sustancia viscosa. Ian humedeció la punta de su dedo índice y, tras comprobar la consistencia frotándola con el pulgar, olfateó la sus-tancia.
– Es sangre -dictaminó el aspirante a médico.
Seth palideció súbitamente y se limpió los dedos en la pernera del pantalón con impaciencia.
– ¿Isobel? -preguntó Seth apartándose del charco y reprimiendo las náuseas que ascendían desde la boca de su estómago.
– No lo sé -respondió Ian desconcertado-. Es reciente o eso parece.
Ian se incorporó y miró alrededor de la amplia mancha oscura.
– No hay marcas alrededor. Ni huellas -murmuró.
Seth le miró, sin comprender el alcance de aquella apreciación.
– Quien quiera que haya perdido toda esa sangre no podría ir muy lejos sin dejar un rastro -explicó Ian-, aunque lo hubiesen arrastrado. No tiene sentido.
Seth sopesó la teoría de su amigo y rodeó los restos de sangre, corroborando la observación de que no había marcas o señales que partiesen de él en varios metros a la redonda. Ambos amigos se reunieron de nuevo e intercambiaron una mirada de extrañe-za. Repentinamente, una sombra de incertidumbre asomó en los ojos de Ian y Seth cazó al vuelo la idea que acababa de cruzar la mente de su amigo. Despacio, ambos alzaron la cabeza y miraron en dirección a la bóveda que se elevaba en la oscuridad.
Ian y Seth escrutaron las sombras superiores de la gran sala y su mirada se detuvo sobre la estructura de una gran araña de cristal que pendía de su centro. Desde uno de los extremos, una soga blanca sujetaba un cuerpo envuelto en un manto brillante que se balanceaba lentamente en el vacío. Ambos tragaron saliva.
– ¿Está muerto? -preguntó tímidamente Seth.
Ian mantuvo la mirada fija en el macabro hallazgo y se encogió de hombros.
– ¿No deberíamos avisar a los demás? -apuntó Seth nerviosamente.
– Tan pronto como averigüemos quién es replicó Ian-. Si la sangre es suya, y todo parece indicar que así es, puede que aún viva. Vamos a descolgarlo.
Seth entornó los Ojos. Había esperado que algo semejante sucediese tan pronto como habían cruzado el puente, pero el constatar que su predicción era cierta reforzó la náusea que le bailaba en la garganta. El muchacho respiró profundamente y optó por no meditar más al respecto.
– De acuerdo- convino Seth, resignado-. ¿Cómo?
Ian examinó la parte superior de la sala y advirtió que existía una plataforma metáli-ca que rodeaba su perímetro a unos quince metros de altura. Desde allí partía un estrecho conducto hasta la araña de cristal, apenas una pasarela, probablemente destinada al man-tenimiento y limpieza de la estructura.
– Subiremos hasta ese pasillo y lo descolgaremos -señaló Ian.
– Uno de nosotros tendría que quedarse aquí para atenderlo -precisó Seth-, y creo que tendrías que ser tú.
Ian observó detenidamente a su compañero. -¿Estás seguro de que quieres subir solo?
– Me muero de ganas… -replicó Seth-. Espera aquí. Y no te muevas.
Ian asintió y vio partir a Seth en dirección a las escalinatas que ascendían al nivel superior de Jheeter's Gate. Tan pronto como las sombras engulleron a su compañero y el sonido de sus pasos se alejó escaleras arriba, examinó la oscuridad a su alrededor.
Las brisas que escapaban de los túneles siseaban en sus oídos y arrastraban pequeños fragmentos de escombros sobre el suelo. Ian alzó de nuevo la vista y trató de reconocer aquella figura que giraba suspendida sin conseguirlo. La sola idea de que pudiera tratarse de Isobel, Siraj o Sheere no osaba insinuarse en su mente. De súbito, un reflejo fugaz pareció iluminar la superficie del charco a sus pies, pero cuando lan bajó la mirada, ya no había nada.
Jawahal arrastró a Sheere a través del pasadizo fantasmal que formaba aquel tren detenido en el túnel hasta el vagón de cabeza, que precedía a la locomotora. Una intensa lumbre anaranjada asomaba bajo las compuertas del vagón y el rumor furioso de una caldera rugía en su interior. Sheere sintió que la temperatura crecía vertiginosamente a su alrededor y que todos los poros de su piel se abrían al contacto del aire ardiente y abrasador que exhalaba aquel lugar.
– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó Sheere, alarmada.
Jawahal cerró sus dedos sobre su brazo como un grillete y tiró de ella con fuerza.
– La máquina del fuego -respondió Jawahal abriendo la puerta y empujando a la muchacha al interior-. Ésta es mi casa y mi cárcel. Pero muy pronto todo eso cambiará gracias a ti, Sheere. Después de todos estos años, nos hemos reunido de nuevo. ¿No es eso lo que siempre has deseado?
Sheere se protegió el rostro de la bocanada de calor mordiente que le asaltó súbitamente y observó entre sus dedos el interior de aquel vagón. Una gigantesca maquinaria formada por grandes calderas metálicas unidas a un interminable alambique de tuberías y válvulas rugía frente a ella amenazando con estallar por los aires. De entre las junturas de aquel monstruoso ingenio exhalaban furiosos escapes de vapor y gas, que adquirían el intenso tinte cobrizo que revestía las paredes del vagón. Sobre una plancha de metal que sostenía todo un juego de llaves de presión y manómetros, Sheere reconoció una figura labrada en el hierro que representaba un águila alzándose majestuosamente de entre las llamas. Bajo la efigie del ave Sheere advirtió unas palabras grabadas en un alfabeto que desconocía.
– El Pájaro de Fuego -dijo Jawahal junto a ella- “mi alter ego”.
– Mi padre construyó esta máquina… -murmuró Sheere-. Usted no tiene ningún derecho a utilizarla. No es más que un ladrón y un asesino.
Jawahal la observó pensativo y se relamió los labios.
– ¿Qué mundo hemos construido donde ya ni los ignorantes pueden ser felices? -preguntó Jawahal-. Despierta, Sheere.
Sheere se volvió a contemplar con desprecio a Jawahal.
– Usted le mató… -dijo dirigiéndole una intensa mirada de odio.
Los labios de Jawahal se encogieron en una mueca silenciosa y grotesca. Segundos más tarde, Sheere comprendió que se estaba riendo. Mientras lo hacía, Jawahal la empujó suavemente contra la pared ardiente del vagón y la señaló con un dedo acusador.