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– Quédate ahí y no te muevas -ordenó.

Sheere observó a Jawahal acercarse a la palpitante maquinaria del Pájaro de Fuego y vio que posaba las palmas de las manos sobre el metal ardiente de las calderas. Sus manos se adhirieron a la plancha y Sheere pudo oler el hedor a piel chamuscada entre el espeluz-nante sonido que producía la carne al quemarse. Jawahal entreabrió lentamente los labios y las nubes de vapor que flotaban en el vagón parecieron adentrarse en sus entrañas. Luego se volvió y sonrió ante el rostro horrorizado de la joven.

– ¿Te asusta jugar con fuego? Entonces jugaremos a otra cosa. No podemos decep-cionar a tus amigos.

Sin esperar réplica, Jawahal se apartó de las calderas y se dirigió hasta el extremo del vagón, donde cogió un gran cesto de mimbre con el que se acercó a Sheere sosteniendo una inquietante sonrisa en los labios.

– ¿Sabes cuál es el animal que más se parece al hombre? -preguntó amablemente Jawahal.

Sheere negó.

– Veo que la educación que te ha proporcionado tu abuela es más pobre de lo que cabría suponer. La ausencia de un padre es irreparable…

Abrió el cesto e introdujo el puño en el interior. Sus ojos despidieron un brillo mali-cioso. Cuando lo extrajo, sostenía en sus manos el cuerpo sinuoso y brillante de una ser-piente. Un áspid.

– Éste es el animal más parecido al hombre. Se arrastra y cambia de piel a conveniencia. Roba y se come las crías de otras especies en sus propios nidos, pero es incapaz de enfrentarse a ellos en una lucha limpia. Su especialidad, con todo, es aprovechar la menor oportunidad para asestar su picadura letal. Sólo tiene veneno para una mordedura y necesita horas para rehacerse, pero aquel que lleva su marca está condenado a una muerte lenta y segura. Mientras el veneno penetra por las venas, el corazón de la víctima late cada vez más despacio, hasta detenerse. Incluso esta pequeña bestia, en su mezquindad, dispone de un cierto gusto por la poesía. Como el hombre. Aunque ella, a diferencia de éste, nunca mordería a sus semejantes. Un fallo. ¿No crees? Tal vez por eso hayan acabado sirviendo de divertimiento callejero de faquires y curiosos.

Todavía no está a la altura del rey de la creación.

Jawahal acercó el reptil a Sheere y la muchacha se apretó contra la pared. Jawahal sonrió complacido ante la mirada de terror que advirtió en sus ojos.

– Siempre tememos a lo que más se nos parece. Pero no te preocupes la tranquilizó Jawahal-. no es para ti.

Jawahal tomó una pequeña caja de madera roja e introdujo la serpiente en su interior. Sheere respiró con más calma una vez que el reptil estuvo fuera de su campo de visión.

¿Qué piensa hacer con ella?

– Como he dicho, es para llevar a cabo un pequeño juego -explicó Jawahal-. Esta noche tenemos invitados y debemos procurarles toda suerte de entretenimientos.

– ¿Qué invitados? -preguntó Sheere, rogando que Jawahal no confirmase sus peores temores.

– Una cuestión superflua, querida Sheere. Reserva tus preguntas para los verdaderos interrogantes, como por ejemplo, ¿verán nuestros amigos la luz del día?, o, ¿cuánto tarda el beso de nuestra pequeña amiga en templar un corazón sano y joven, rebosante de la salud de los dieciséis años? La retórica nos enseña que eso son preguntas con sentido y estructura. Si no sabes expresarte, Sheere, no sabes pensar. Y si no sabes pensar, estás per-dida.

– Esas palabras pertenecen a mi padre -acusó Sheere-. Él las escribió.

– Entonces veo que ambos leemos los mismos libros -replicó Jawahal-. ¿Qué me-jor principio para una amistad eterna, querida Sheere?

Sheere asistió en silencio al pequeño discurso de Jawahal sin apartar la vista de la caja de madera roja que cobijaba al áspid, imaginando su cuerpo escamoso retorciéndose en el interior. Jawahal alzó las cejas.

– Bien -concluyó-, ahora deberás disculparme si me ausento unos momentos para ultimar el recibimiento de nuestros huéspedes. Ten paciencia y espérame. Valdrá la pena.

Acto seguido, Jawahal asió de nuevo a Sheere y la condujo hasta un minúsculo cubículo al que se accedía por una estrecha puerta practicada en uno de los muros del túnel y que en otro momento había hecho las veces de cuarto para cobijar las clavijas de seguridad del cambio de vías. Empujó a la muchacha al interior y depositó la caja roja a sus pies. Sheere le miró suplicante, pero Jawahal cerró la puerta frente a ella y la dejó en la más absoluta de las oscuridades.

– Sáqueme de aquí, por favor -suplicó Sheere.

– Te sacaré muy pronto, Sheere -susurró la voz de Jawahal al otro lado de la puerta-. Y entonces nadie nos separará.

¿Qué quiere hacer conmigo?

– Voy a vivir dentro de ti, Sheere. En tu mente, en tu alma y en tu cuerpo -respondió Jawahal-. Antes de que amanezca, tus labios serán los mios y tus ojos verán lo que yo vea. Mañana serás inmortal, Sheere. ¿Quién podría pedir más?

Sheere gimió en la oscuridad.

– ¿Por qué hace usted todo esto? -suplicó la muchacha.

Jawahal guardó silencio unos instantes.

– Porque te quiero, Sheere… -respondió-. Y ya conoces el dicho: siempre matamos aquello que más amamos.

Tras una interminable espera, Seth apareció finalmente al pie de la plataforma que rodeaba la parte superior de la sala. Ian suspiró aliviado.

¿Dónde te habías metido? -exigió Ian. Su voz rebotó en la sala, formando un extra-ño diálogo con su propio eco. Sus escasas esperanzas de pasar desapercibidos durante el registro se estaban esfumando a toda prisa.

– No es fácil llegar hasta aquí -voceó Seth-. Este lugar es el peor nido de corredo-res y pasillos oscuros, quitando las pirámides de Egipto. Da gracias que no me haya perdi-do.

Ian asintió e indicó a Seth que se dirigiera al conducto que se internaba en el corazón de la araña de cristal. Seth recorrió la plataforma y se detuvo a su inicio.

– ¿Algo va mal? -preguntó Ian observando a su compañero situado a unos diez metros sobre él.

Seth negó en silencio y siguió caminando sobre la estrecha pasarela hasta detenerse de nuevo a dos metros del cuerpo que pendía de la soga. Se aproximó lentamente hasta el borde y se inclinó a examinar el cuerpo. Ian observó que el rostro de su compañero se desencajaba.

– ¿Seth? ¿Qué ocurre, Seth? Los cinco segundos siguientes transcurrieron avelocidad vertiginosa e Ian no pudo sino asistir al terrible espectáculo que se desplegaba ante sus ojos y registrar cada uno de sus detalles sin disponer de tiempo para reaccionar. Seth se a-rrodilló para desatar la soga que sujetaba el cuerpo, pero, al asirla, la cuerda se enroscó entre sus piernas como una serpiente y el cuerpo inerte se precipitó en el vacío. Ian con-templó que la cuerda que había sostenido el cuerpo tiraba de su amigo con una violenta sacudida y le arrastraba hacia las tinieblas de la bóveda, como a un títere indefenso. Seth, sujeto por la pierna, forcejeaba inútilmente y gritaba pidiendo ayuda mientras su cuerpo se elevaba en vertical a escalofriante velocidad y desaparecía de la vista.

Mientras eso sucedía, el cuerpo que había caído al vacío se precipitó sobre el charco de sangre. Ian observó que, bajo el manto brillante que lo envolvía, apenas quedaban los restos de un esqueleto cuyos huesos estallaron al impactar con el suelo y se disolvieron en polvo; el manto cubrió la mancha oscura y la absorbió. Ian reaccionó y se aproximó a él. Al examinarlo, reconoció aquel manto que había creído ver tantas ocasiones en el St. Patricks durante sus noches de insomnio, vistiendo a aquella dama de luz que visitaba a su amigo Ben en sueños.

Alzó de nuevo la mirada en busca de algún rastro de su amigo Seth, pero la oscuri-dad impenetrable lo había devorado y no quedaba más vestigio de su presencia que el eco moribundo de sus gritos recorriendo los recovecos de la bóveda catedralicia.

– ¿Has oído eso? -preguntó Roshan deteniéndose a escuchar los gritos que parecían provenir de las entrañas de la gigantesca estructura.