Se aupó de un salto hasta el andén y recorrió la cincuentena escasa de metros que le separaban de la torre del reloj con la sola compañía del eco de sus propios pasos y el ru-mor amenazador de la tormenta eléctrica. Rodeó la torre y se detuvo al pie de la gran esfe-ra, con sus agujas deformadas. No necesitaba reloj para intuir que el período que habían determinado sus compañeros para reunirse en aquel punto había prescrito ampliamente.
Se apoyó contra la pared de ladrillo ennegrecido de la torre y constató que su idea de separar al grupo en pos de una mayor eficacia en la búsqueda no parecía haber dado el fruto esperado. La única diferencia entre aquel instante y el momento en que había cruza-do el umbral de Jheeter's Gate es que ahora estaba solo; al igual que a Sheere, había perdi-do al resto de sus compañeros.
La tormenta lanzó un furioso rugido como si hubiese partido el cielo en dos de una dentellada. Ben decidió empezar a buscar a sus compañeros. Poco le importaba si necesitaba una semana o un mes para dar con su paradero; a la vista de las cartas servidas, aquélla era la única jugada que podía contemplar. Se dirigió al andén central, en dirección al ala trasera de Jheeter's Gate, donde se albergaban las antiguas oficinas, las salas de espera y la pequeña ciudadela de bazares, cafeterías y restaurantes carbonizados tras ape-nas unos minutos de vida útil. Fue entonces cuando divisó un manto brillante caído sobre el suelo en el interior de una de las zonas de espera. Su memoria le insinuó que la última vez que había visto aquel lugar, antes de adentrarse en los túneles, aquel pedazo de tela satinada no estaba allí. Apresuró el paso y, en su nervioso avance, no advirtió que alguien le esperaba en las sombras, inmóvil.
Ben se arrodilló frente al manto y extendió una mano furtiva hasta él. La tela estaba impregnada de un líquido oscuro y tibio, cuyo tacto le resultaba vagamente familiar y le producía una repulsión instintiva. Bajo el manto se adivinaban las formas de lo que a Ben se le antojó como las piezas sueltas de algún objeto. Extrajo la caja de cerillas que guarda-ba y se dispuso a encender una para examinar detenidamente el hallazgo, pero comprobó que sólo le quedaba un último fósforo. Resignado, lo guardó para mejor ocasión y forzó la vista, intentando recoger el mayor número de detalles en pos de una pista que diese luz sobre el paradero de alguno de sus amigos.
– Toda una experiencia, contemplar tu propia sangre derramada, ¿no es así, Ben? -dijo Jawahal a su espalda-. La sangre de tu madre, al igual que yo, no encuentra descan-so.
Ben sintió que el temblor se apoderaba de sus manos y se volvió lentamente. Jawahal reposaba sentado en el extremo de un banco de metal, un siniestro rey de las sombras en su trono erigido entre escombros y destrucción.
¿No vas a preguntarme dónde están tus amigos, Ben? -ofreció Jawahal-. Tal vez temas obtener una respuesta poco esperanzadora.
– ¿Me respondería si lo hiciera? -replicó Ben, inmóvil junto al manto ensangrenta-do.
– Tal vez -sonrió Jawahal.
Ben trató de no descansar su mirada en los ojos hipnóticos de Jawahal y, sobre todo, de alejar de su mente aquella absurda idea que alguien parecía gritar desde el interior de su cerebro intentando convencerle de que aquella sombra funesta con la que conversaba en un escenario robado del mismo infierno era su padre, o lo que quedaba de él.
– ¿Las dudas te asaltan, Ben? -Preguntó Jawahal, que parecía estar disfrutando de la conversación.
– Usted no es mi padre. Él nunca haría daño a Sheere -espetó Ben nerviosamente.
– ¿Quién te ha dicho que voy a hacerle daño? Ben enarcó las cejas y observó como Jawahal alargaba su mano enfundada en un guante y la impregnaba de la sangre que ya-cía a sus pies.Luego se llevó los dedos teñidos en sangre al rostro y la esparció sobre sus rasgos angulosos.
– Una noche, hace muchos años, Ben -dijo Jawahal-, la mujer cuya sangre fue de-rramada aquí mismo fue mi esposa y la madre de mis hijos, uno de los cuales se llamaba como tú. Es curioso pensar cómo los recuerdos se convierten a veces en pesadillas. Aún la añoro. ¿Te sorprende? ¿Quién crees que es tu padre, ese hombre que vive en mis recuer-dos o esta sombra sin vida que tienes frente a tí? ¿Qué te hace creer que existe alguna diferencia entre ambos?
– La diferencia es obvia -replicó Ben-. Mi padre era un buen hombre. Usted no es más que un asesino.
Jawahal bajó la cabeza y asintió lentamente. Ben le dio la espalda.
– Nuestro tiempo se agota -dijo Jawahal-. Es hora de que nos enfrentemos a nuestro destino. Cada cual al suyo. Ahora ya somos todos adultos, ¿no es así? ¿Sabes cuál es el significado de la madurez, Ben? Deja que tu padre te lo explique. Madurar no es más que el proceso de descubrir que todo aquello que creías cuando eras joven es falso y que, a su vez, todo cuanto rechazabas creer en tu juventud resulta ser cierto. ¿Cuándo piensas madurar tú, hijo mío?
– No creo que me interese su filosofía -Insinuó con desprecio Ben.
– El tiempo te la recordará, hijo.
Ben se volvió a contemplar a Jawahal con odio.
– ¿Qué es lo que quiere? -exigió Ben.
– Quiero cumplir una promesa, la promesa que mantiene viva mi llama.
– ¿Cuál es? -preguntó Ben-. ¿Cometer un crimen? ¿Ésa es su hazaña de despedi-da?
Jawahal entornó los ojos pacientemente.
– La diferencia entre un crimen y una hazaña suele depender de la perspectiva del observador, Ben. Mi promesa no es otra que la de encontrar un nuevo hogar para mi alma. Y ese hogar me lo proporcionaréis vosotros, Ben. Mis hijos. Ben apretó los dientes y sintió que la sangre le hervía en las sienes.
– Usted no es mi padre -dijo serenamente-. Y si alguna vez lo fue, me avergüenzo de ello.
Jawahal sonrió paternalmente.
– Hay dos cosas en la vida que no puedes elegir, Ben. La primera son tus enemigos. La segunda, tu familia. A veces la diferencia entre unos y otra es difícil de apreciar, pero el tiempo te enseña que, al fin y al cabo, tus cartas siempre podrían haber sido peores. La vida, hijo mío, es como la primera partida de ajedrez. Cuando empiezas a entender cómo se mueven las piezas, ya has perdido.
Ben se lanzó súbitamente contra Jawahal con toda la fuerza de su rabia contenida. Jawahal permaneció inmóvil en el extremo del banco y, cuando Ben atravesó su imagen, la silueta se desvaneció en el aire en una escultura de humo. Ben se precipitó contra el suelo y sintió que uno de los tornillos oxidados que asomaban bajo el banco le abría un corte en la frente.
– Una de las cosas que aprenderás pronto -dijo la voz de Jawahal a su espalda- es que, antes de combatir a tu enemigo, debes saber cómo piensa.
Ben se limpió la sangre que le caía por el rostro y se volvió en busca de aquella voz en la penumbra. La silueta de Jawahal se recortaba claramente sentada en el extremo opuesto del mismo banco. Por unos segundos el muchacho experimentó la desconcertante sensación de haber intentado atravesar un espejo y haber sido víctima de un enrevesado truco de geometría bizantina.
– Nada es lo que parece -dijo Jawahal-. Ya deberías haberlo advertido en los túneles. Cuando diseñé este lugar, me guardé varias sorpresas que sólo yo conozco, ¿Te gustan las matemáticas, Ben? La matemática es la religión de las gentes con cerebro, por eso tiene tan pocos adeptos. Es una lástima que ni tú ni tus ingenuos compañeros vayáis a salir jamás de aquí, porque podrías revelar al mundo algunos de los misterios que oculta esta estructura. Con un poco de suerte, obtendríais a cambio las mismas burlas, envidias y desprecios que coleccionó quien los inventó.
– El odio le ha cegado, le cegó hace mucho tiempo.
– Lo único que el odio ha hecho conmigo -replicó Jawahal- es abrirme los ojos. Y ahora más vale que abras bien los tuyos porque, aunque me tomas por un simple asesino, vas a comprobar que tú dispondrás de una oportunidad para salvarte y salvar a tus amigos. Algo que yo nunca tuve.