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– Ben, no lo hagas -dijo Ian, Jawahal le dirigió una mirada maliciosa.

– Ben. Estoy esperando. No creo que nadie te ofrezca un trato más generoso en toda la ciudad de Calcuta. Siete vidas y sólo una posibilidad de error.

– ¿Cómo sé que no miente? -preguntó Ben. Jawahal alzó un largo dedo índice y negó lentamente frente al rostro de Ben.

– Mentir es una de las pocas cosas que no hago, Ben. Y lo sabes. Ahora decídete o, si no tienes valor para afrontar el juego y demostrar que tus amigos te son tan caros como nos quieres hacer creer, dilo claramente y le pasaremos el turno a otro con más agallas.

Ben sostuvo la mirada de Jawahal y asintió finalmente.

– Ben, no -repitió Ian.

– Dile a tu amigo que se calle, Ben -indicó Jawahal-, o lo haré yo.

Ben dirigió una mirada suplicante a Ian. -No lo hagas más difícil, Ian.

– Ian tiene razón, Ben -dijo Isobel-. Si nos quiere matar, que lo haga él. No te dejes engañar.

Ben alzó una mano pidiendo silencio y se encaró a Jawahal.

– ¿Tengo su palabra? Jawahal le miró largamente y, por fin, asintió. -No perdamos más tiempo -concluyó Ben dirigiéndose hacia la hilera de cajas que le aguardaban.

Ben contempló detenidamente las siete cajas de madera pintadas en diferentes colores y trató de imaginar en cuál de ellas Jawahal podía haber ocultado la serpiente. Intentar descifrar la mentalidad con la cual habían sido dispuestas era como tratar de reconstruir un puzzle sin conocer la imagen que componía. El áspid podía estar oculto en una de las cajas del extremo o en las del centro, en una de las pintadas en colores vivos o la que lucía una brillante capa negra. Cualquier suposición era superflua y Ben descubrió que su mente se quedaba en blanco ante la decisión que había de tomar inmediatamente.

– La primera es la más difícil-susurró Jawahal-. Escoge sin pensar.

Ben examinó su mirada insondable y no apreció en ella más que el reflejo de su rostro pálido y asustado. Contó mentalmente hasta tres, cerró los ojos e introdujo la mano en una de las cajas bruscamente. Los dos segundos que siguieron se hicieron interminables, mientras Ben esperaba sentir el contacto rugoso de un cuerpo escamoso y la punzada letal de los colmillos del áspid. Nada de eso sucedió; tras aquel lapso de espera agónica, sus dedos palparon una placa de madera y Jawahal le ofreció una sonrisa deportiva.

– Buena elección. El negro. El color del futuro. Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre que había escrito sobre ella. Siraj. Dirigió una mirada inquisitiva a Jawahal y éste asintió. El crujido de las esposas que sujetaban al endeble muchacho se escuchó claramente.

– Siraj -ordenó Ben-. Baja de este tren y aléjate.

Siraj se frotó las muñecas doloridas y miró a sus compañeros, abatido.

– No pienso irme de aquí -replicó.

– Haz lo que Ben te ha dicho, Siraj -Indicó Ian tratando de contener el tono de su voz. Siraj negó.

Isobel le sonrió débilmente. -Siraj, vete de aquí -suplicó la muchacha-. Hazlo por mí. Siraj dudó, desconcertado.

– No tenemos toda la noche -dijo Jawahal-. Te vas o te quedas. Sólo los tontos desprecian la suerte. Y esta noche tú has agotado tu reserva de suerte para el resto de tu vida.

– ¡Siraj! -ordenó Ben, terminante-. Lárgate ahora. Ayúdame un poco.

Síraj dirigió una mirada desesperada a Ben, pero su amigo no cedió un milímetro en su expresión severa e imperativa. Finalmente, asintió cabizbajo y se dirigió hacia la compuerta del vagón.

– No te detengas hasta llegar al río -indicó Jawahal-, o te arrepentirás.

– No lo hará -respondió Ben por él.

– Os esperaré gimió Siraj desde el escalón del vagón,

– Hasta pronto, Siraj -dijo Ben-. Márchate ya. Los pasos del muchacho se alejaron por el túnel y Jawahal alzó las cejas señalando que el juego continuaba.

– He cumplido mi promesa, Ben. Ahora te toca a ti. Hay menos cajas. Es más fácil elegir. Decídete rápido y otro de tus amigos salvará su vida.

Ben posó sus ojos sobre la caja contigua a la que había elegido en primer lugar. Era tan buena como cualquier otra. Lentamente, extendió la mano hasta ella y se detuvo a un centímetro de la trampilla.

– ¿Seguro, Ben? -preguntó Jawahal. Ben le miró, exasperado. -Piénsalo dos veces. Tu primera elección ha sido perfecta; no lo vayas a estropear ahora.

Ben le ofreció una sonrisa despectiva y, sin apartar sus ojos de los de Jawahal, introdujo la mano en la caja que había escogido. Las pupilas de Jawahal se contrajeron como las de un felino hambriento.

Ben extrajo la tablilla y leyó el nombre. -Seth -Indicó-. Sal de aquí. Las esposas de Seth se abrieron al instante y el muchacho se incorporó nervioso.

– Esto no me gusta, Ben -dijo.

– A mí me gusta menos que a ti -replicó Ben-. Sal ahí afuera y asegúrate de que Siraj no se pierde.

Seth asintió gravemente, consciente de que cualquier otra alternativa en lugar de seguir las instrucciones de Ben pondría en peligro la vida de todos. Seth dirigió una mirada de despedida a sus amigos y se encaminó hacia la puerta. Una vez allí, se volvió y miró de nuevo a los miembros de la Chowbar Society.

– Vamos a salir de ésta, ¿de acuerdo? Sus amigos asintieron con tanta voluntad como la ley de las probabilidades parecía recomendar.

– En cuanto a usted -dijo Seth señalando a Jawahal-, no es más que un montón de estiércol.

Jawahal se relamió los labios y asintió. -¿Es fácil ser un héroe cuando sales por piernas y abandonas a tus amigos a una muerte segura, verdad, Seth? Puedes insultarme de nuevo si lo deseas, chico. No te voy a hacer nada. Seguramente te ayudará a dormir mejor cuando recuerdes esta noche y varios de los que están aquí sirvan de alimento a los gusanos. Siempre podrás explicarle a la gente que tú, el valiente Seth, insultaste al villano, ¿no es así? Pero, en el fondo, tú y yo sabremos la verdad, ¿eh, Seth?

El rostro de Seth se encendió de ira y una mirada de odio ciego asomó a sus ojos. El muchacho empezó a caminar en dirección a Jawahal, pero Ben se interpuso violentamente en su camino y le detuvo.

– Por favor, Seth -le murmuró al oído-. Vete ahora. Por favor.

Seth dirigió una última mirada a Ben y asintió, apretándole fuertemente el brazo. Ben esperó a que el muchacho hubiese descendido del vagón y se encaró de nuevo a Jawahal.

– Esto no estaba en el trato-recriminó Ben-. No pienso continuar si no promete dejar de martirizar a mis amigos.

– Lo harás te guste o no. No tienes otra alternativa. Pero, como muestra de buena voluntad, me guardaré mis comentarios sobre tus amigos. Y ahora, continúa.

Ben observó las cinco cajas restantes y situó la mirada sobre la que se encontraba en el extremo derecho. Sin más preámbulos, introdujo la mano en ella y palpó en su interior. Una nueva tablilla. Ben respiró profundamente y escuchó el suspiró de alivio de sus amigos.

– Un ángel vela por ti, Ben -dijo Jawahal. Ben examinó el rectángulo de madera.

– Isobel.

– La dama tiene suerte -dijo Jawahal.

– Cállese -murmuró Ben, harto ya de los comentarios con que Jawahal se complacía en apostillar cada nuevo paso de aquel macabro juego.

– Isobel -dijo Ben-, hasta pronto. Isobel se Incorporó y cruzó frente a sus compañeros con la mirada baja y arrastrando cada paso como si sus pies estuviesen cosidos al suelo.

– ¿No tienes una última palabra para Michael, Isobel? -preguntó Jawahal.

– Déjelo ya -afirmó Ben-. ¿Qué es lo que espera sacar de todo esto?

– Elige otra caja -replicó Jawahal-. Así verás lo que espero sacar.

Isobel descendió del vagón y Ben barajó mentalmente las cuatro cajas restantes.

– ¿Lo tienes ya, Ben? -preguntó Jawahal. Ben asintió y se situó frente a la caja pintada de rojo.

– El rojo. El color de la pasión -comentó Jawahal-. Y del fuego. Adelante, Ben. Creo que hoy es tu noche.