Mientras lo hacía, la dama meditaba en silencio las decisiones que debía tomar. Sólo un camino parecía apuntar hacia su supervivencia: debía separarlos y alejarlos el uno del otro, borrar su pasado y ocultar su identidad al mundo y a sí mismos, por doloroso que ello pudiera resultar. No era posible mantenerlos juntos sin delatarse tarde o temprano. Aquél era un riesgo que no podía asumir a ningún precio. Y necesariamente, debía afron-tar aquel dilema antes del amanecer.
Aryami tomó a los dos bebés en sus brazos y los besó suavemente en la frente. Las manos diminutas acariciaron su rostro y sus dedos minúsculos palparon las lágrimas que cubrían sus mejillas mientras las miradas risueñas de ambos la escrutaban sin compren-der. Los estrechó de nuevo en sus brazos y los devolvió a la pequeña cuna que había im-provisado para ellos.
Tan pronto como los hubo dejado reposar, prendió la lumbre de un candil y tomó pluma y papel. El futuro de sus nietos estaba ahora en sus manos.
Inspiró profundamente y empezó a escribir. A lo lejos podía escuchar la lluvia que ya amainaba y los sonidos de la tormenta que se alejaban hacia el Norte tendiendo sobre Calcuta un infinito manto de estrellas.
Thomas Carter había creído que, al cumplir la cincuentena, la ciudad de Calcuta, su hogar durante los últimos treinta y tres años, ya no reservaría más sorpresas para él.
Al amanecer de aquel día de mayo de 1916, tras una de las tormentas más furiosas que recordaba fuera de la época del monzón, la sorpresa llegó a las puertas del orfelinato St. Patricks en forma de una cesta con un niño y una carta lacrada dirigida a su exclusiva atención personal.
La sorpresa venía por partida doble. En primer lugar, nadie se molestaba en abando-nar a un niño en Calcuta a las puertas de un orfelinato; había callejones, vertederos y pozos por toda la ciudad para hacerlo más cómodamente. Y, en segundo lugar, nadie escribía misivas de presentación como aquélla, firmadas y sin duda posible respecto a su autoría.
Carter examinó sus lentes al trasluz y exhaló el vaho de su aliento sobre los cristales para facilitar su limpieza con un pañuelo de algodón crudo y envejecido que empleaba para tal tarea no menos de veinticinco veces al día, treinta y cinco durante los meses del verano indio.
El niño descansaba abajo, en el dormitorio de Vendela, la enfermera jefe, bajo su atenta vigilancia, tras haber sido reconocido por el doctor Woodward, que fue arrancado del sueño poco antes del alba y a quien, a excepción de su deber hipocrático, no se le die-ron más explicaciones.
El niño estaba esencialmente sano. Mostraba ciertos signos de deshidratación, pero no parecía estar afectado por ninguna fiebre del amplio catálogo que acostumbraba a segar las vidas de miles de criaturas como aquélla y les negaba el derecho a alcanzar la edad necesaria para aprender a pronunciar el nombre de su madre. Todo cuanto venía con él era la medalla en forma de sol de oro que Carter sostenía entre sus dedos y aquella carta. Una carta que, si había de dar por verdadera, y le costaba encontrar una alternativa a esa posibilidad, le colocaba en una situación comprometida.
Carter guardó la medalla bajo llave en el cajón superior de su escritorio y tomó de nuevo la misiva, releyéndola por décima vez.
Apreciado Mr. Carter
Me veo obligada a solicitar su ayuda en las más penosas circunstancias, apelando a la amistad que me consta le unió a mi difunto marido durante más de diez años. Durante ese período, mi esposo no escatimó elogios para con su honestidad y la extraordinaria con-fianza que usted siempre le inspiró.
Por ello, hoy le ruego que atienda mi súplica, por extraña que pueda parecerle, con la mayor urgencia y, si cabe, con el mayor de los secretos.
El niño que me veo obligada a entregarle ha perdido a sus padres a manos de un asesino que juró matar a ambos y acabar igualmente con su descendencia. No puedo ni creo oportuno revelarle los motivos que le llevaron a cometer tal acto. Bastará con decirle que el hallazgo del niño debe ser mantenido en secreto y que bajo ningún concepto debe usted dar parte del mismo a la policía o a las autoridades británicas, puesto que el asesino dispone de conexiones en ambos organismos que no tardarían en llevarle hasta él.
Por motivos obvios, no puedo criar al niño a mi lado sin exponerle a sufrir el mismo destino que acabó con sus padres. Por ello le ruego que se haga cargo de él, le dé un nom-bre y le eduque en los rectos principios de su institución para hacer de él el día de mañana una persona tan honrada y honesta como lo fueron sus padres.
Soy consciente de que el niño no podrá conocer jamás su pasado, pero es de vital importancia que así sea.
No dispongo de mucho tiempo para brindarle más detalles y me veo de nuevo en la obligación de recordarle la amistad y la confianza que tuvo usted en mi esposo para legiti-mar mi petición.
Le suplico que, al término de la lectura de esta misiva, la destruya, así como cualquier signo que pudiera delatar el hallazgo del niño. Siento no poder efectuar esta petición en persona, pero la gravedad de la situación me lo impide.
En la confianza de que sabrá tomar la decisión adecuada, reciba mi eterna gratitud.
Aryami Bosé.
Una llamada a su puerta le arrancó de la lectura. Carter se quitó los lentes, dobló cuidadosamente la carta y la depositó en el cajón de su escritorio, que cerró con llave.
– Adelante -indicó.
Vendela, la enfermera jefe del St. Patricks, se asomó a su despacho con su sempiterno semblante adusto y oficioso. Su mirada no respiraba buenos augurios.
– Hay un caballero abajo que desea verle-anunció escuetamente.
Carter frunció el ceño.
– ¿De qué se trata?
– No me ha querido dar detalles -respondió la enfermera, pero su expresión pare-cía insinuar claramente que su instinto olfateaba que tales detalles, de haberlos, resultaban vagamente sospechosos.
Tras una pausa, Vendela entró en el despacho y cerró la puerta a su espalda.
– Creo que se trata de lo del niño -dijo la enfermera con cierta inquietud-. No le he dicho nada.
– ¿Ha hablado con alguien más? -inquirió Carter.
Vendela negó silenciosamente. Carter asintió y guardó la llave de su escritorio en el bolsillo de su pantalón.
– Puedo decirle que no está aquí en este momento -apuntó Vendela.
Carter consideró la opción por un instante y determinó que, si las sospechas de Vendela apuntaban en la dirección correcta (y solían hacerlo), aquello no haría más que reforzar la apariencia de que el St. Patricks tenía algo que ocultar. La decisión se fraguó al instante.
– No. Le recibiré, Vendela. Hágale pasar y asegúrese de que nadie del personal habla con él. Discreción absoluta sobre este asunto. ¿De acuerdo?
– Comprendido.
Carter escuchó alejarse por el pasillo los pasos de Vendela mientras limpiaba de nuevo sus lentes y comprobaba que la lluvia volvía a golpear en los cristales de su venta-na con impertinencia.
El hombre vestía una larga capa negra y su cabeza estaba envuelta en un turbante sobre el que se apreciaba un medallón oscuro que emulaba la silueta de una serpiente. Sus estudiados ademanes sugerían los de un próspero comerciante del Norte de Calcuta y sus rasgos parecían vagamente hindúes, aunque su piel reflejaba una palidez enfermiza, la piel de alguien a quien nunca alcanzaran los rayos del sol. El mestizaje de razas nacido de Calcuta había fundido en sus calles a bengalíes, armenios, judíos, anglosajones, chinos, musulmanes e innumerables grupos llegados hasta el campo de Kali en busca de fortuna o refugio. Aquel rostro hubiera podido pertenecer a cualquiera de esas etnias y a ninguna.