Eran los mejores clientes de la barraca. La rueda de compartimientos multicolores viraba siempre bajo el clic fatídico. Por fin, Amalia ganó. Le dieron a elegir entre un anillo de latón adornado con una piedra azul, un bolígrafo o un cortaplumas. Eligió el anillo. Al recibirlo de manos de la patrona, tuvo una expresión de unción casi religiosa. El anillo era demasiado grande. Pero quiso tenerlo en el dedo. En diez minutos se había transformado en una señorita. Lustró el anillo y, volviéndose hacia Pedro, murmuró:
– Gracias, señor, pero hemos gastado mucho dinero.
Para calmar sus escrúpulos, le aseguró que el anillo valía diez veces más. En el stand de tiro al blanco, quiso probar su propia destreza y dio en el blanco con facilidad. Federico exclamó que era genial. Pedro sintió su amor propio tan satisfecho que se asombró. Luego, llevando a Federico aparte, le enseñó a manejar el fusil. Pero las balas del chico se perdían fuera del blanco. Entonces Pedro empuñó de nuevo la carabina y apuntó a las pipas blancas levantadas sobre un fondo de tela negra. Cada vez Federico le indicaba el objetivo:
– Aquélla… Ahora la de la derecha… ¡La de la izquierda!
Una tras otra las pipas volaron en pedazos.
– El señor es un buen tirador -dijo el patrón del stand, con aire frío.
Se había formado un grupo detrás de Pedro. Se divertía como si hubiese tenido la edad de sus jóvenes compañeros. Aquí, los premios eran mejores que en la lotería: una máquina de fotos, dos botellas de espumante, un par de gemelos y hasta un pato vivo. Al fin de la partida, eligió el pato. El patrón se lo llevó sosteniéndolo por las patas atadas. Era un bicho de pico largo y chato, de plumaje marrón verdoso, con los ojos redondos y asustados.
– ¡Qué lindo es! -exclamó Amalia.
Contento con su hazaña, Pedro tomó el pato en sus brazos en el centro de un círculo de espectadores entusiasmados. Algunos lo empujaban ya para llegar al mostrador y probar suerte. Preguntó al patrón:
– ¿Es macho o hembra?
– Macho -dijo el patrón.
– ¿Qué va a hacer con él? -preguntó Amalia.
– Dárselo a la señora Cousinet para su corral -dijo Pedro riéndose-. ¡Estoy seguro de que estará muy contenta!
El pato lanzó tres gritos sonoros agitándose en los brazos de Pedro. ¿Aprobaría la decisión? Amalia le acarició la cabeza con el filo de la uña. Su anillito relumbró. La chica se llevó el anillo a los labios, con gesto nervioso. Era hora de volver. Pedro se dirigió al coche. Con el pato apretado contra el pecho, hendía la multitud a largos pasos. Federico y Amalia trotaban a su lado. Sentía su admiración sobre los hombros como un manto real. En el auto, pasó el ave a la chica que lo puso sobre sus rodillas.
– ¡Dámelo, Amalia! -suplicó Federico.
– No -dijo ella-, eres demasiado pequeño. ¡No sabrías tenerlo!
– ¡Siempre lo mismo contigo!
– ¡No se van a pelear por un pato! -gruñó Pedro.
Instantáneamente los dos hermanos se calmaron.
6
El programa, al final de la velada, era muy pobre: unos cantantes de tercera categoría, haciendo muecas y sin voz, sobre un fondo multicolor de calidoscopio. Pedro apagó el televisor, ubicado en una mesa baja al fondo del escritorio. Durante la enfermedad de Susana habían instalado el aparato en el dormitorio para distraerla. Entonces asistían juntos al espectáculo, ella estirada en su cama, él sentado a su lado, en un sillón. A veces ella le tomaba la mano, como con temor de que la abandonara. Recordó el contacto sobre la piel de aquellos dedos débiles y afiebrados, su presión inquieta. Hoy estaba solo, en el escritorio, frente a la pantalla oscurecida. Sin nadie con quien intercambiar impresiones. De golpe volvió a pensar en Nicole. ¿Por qué no lo había llamado? ¿No hubiera debido llamarla él mismo? Tuvo un impulso hacia aquella mujer como hacia una vida de otro tono, franca, simple y clara; luego todo volvió a convertirse en cenizas en su cabeza. Respiró profundamente, tomó un libro ilustrado sobre la vida y la obra de Arcimboldo y lo abrió sobre la mesa. Lo apasionaba -no sabía demasiado por qué- la personalidad de aquel artista italiano del siglo XVI, lleno de fantasía, que pintaba rostros formados con frutas, flores, legumbres y caracoles, y arrastraba a su último protector, el emperador Rodolfo II de Augsburgo, cada vez más lejos en el culto de la extravagancia. Al cabo de una hora, con los ojos fatigados, dejó el libro y subió la escalera crujiente. Seguramente lo esperaba una nueva noche de insomnio. Ya en su habitación se desvistió y echó una mirada por la ventana, hacia el jardín oscuro. En los confines de la propiedad, cerca de la verja, detrás de los arbustos, brillaba una luz blanca, inmóvil. Intrigado, se puso una robe sobre el piyama, volvió a bajar la escalera y salió. El cielo estrellado refulgía sobre su cabeza. Un aire fresco le lavó el rostro. La grava de la alameda crujía bajo las suelas livianas de sus chinelas. ¿Qué significaba aquella claridad insólita? ¿Se trataba de un descarado vagabundo que hubiera encendido una linterna o del faro de un tractor detenido en el campo vecino? Al acercarse a la verja Pedro reconoció a Miguel, que, con sus herramientas de albañil en la mano, trabajaba en la pared, al resplandor de una lámpara móvil a la que un reflector duplicaba en luminosidad. Ya había puesto los cimientos de la primera hilera, y, trepado a un andamio hecho de una plancha y dos tensores, disponía los ladrillos sobre el lecho de cemento fresco. Iluminado desde abajo, tenía un rostro de teatro, con los rizos color carbón. Su sombra escalaba los árboles, recortada como en un decorado. Apenas real, parecía listo a desaparecer, como un genio de la noche sorprendido en alguna ceremonia ritual.
– ¿Qué ocurre, Miguel? -dijo Pedro-. ¿Ahora también trabaja de noche?
– No puedo dormir, señor. Entonces adelanto el trabajo. Y después, durante el día, me espera el jardín. Para la noche está bien. Esto me entretiene. ¡Fíjese, ya se ve cómo va a quedar una vez que esté terminado y con el revoque!
Pedro lo felicitó pero le reprochó su exageración:
– ¿Por qué se exige de esta manera? ¡Tenemos tiempo de sobra! ¡Es absurdo! ¡Vaya a descansar!
– Enseguida, señor. Quiero terminar este pedazo mientras que el cemento está todavía fresco.
Pedro lo dejó con su idea fija. Adivinaba que esa pared se había convertido, para Miguel, en una segunda razón de existir. Todo hombre, en el naufragio, debe aferrarse a algo. ¿A su consultorio de dentista? Volvió sobre sus pasos, respirando a pleno pulmón el aire del campo dormido.
Al atravesar el vestíbulo, deslizó una mirada a través de la puerta entreabierta sobre el salón, donde todo estaba fijado en lo absoluto del recuerdo. Desde la muerte de María no había ni siquiera un ramo de flores para animar ese decorado de necrópolis.
De regreso a su habitación, leyó todavía algunas páginas del libro sin llegar a fijar su atención. El pensamiento de Miguel ante su pared no lo abandonaba. Volvió a la ventana: la luz seguía allí.
A las doce y media, luego de haber dudado un largo tiempo, tomó una pastilla para dormir y se acostó. Lo cubrió una sombra difusa. Perdió conciencia con un sentimiento de gratitud hacia la bienhechora farmacopea. Su reloj marcaba las tres y cuarto cuando se despertó, como golpeado por un llamado venido desde el exterior. Todavía aturdido por el pesado sueño, se levantó y se dirigió hacia las persianas. Esta vez la luz había desaparecido. Todo era negro y calmo hasta el fin del mundo. Apaciguado, Pedro volvió a la cama y cerró los ojos sobre la visión de un conjunto de piedras grises, unidas por las rebabas de cemento.
La señora era el informativo del lugar. Todas las mañanas, mientras Pedro tomaba el desayuno, ella le contaba cosas acerca de los vecinos: los Marcoux habían comprado un nuevo tractor, Marcel Plisson había vuelto borracho ayer a la noche y su mujer lo había amenazado con abandonarlo, el perro de los Palouzy había ladrado toda la noche. Como era viuda vivía sola, a dos pasos de “ La Buissonnerie ”, con una pensión escasa y lo que ganaba trabajando en las casas. Pero desde que Pedro la empleara todo el día, había decidido no trabajar en otras casas. Como de costumbre, había llevado los huevos de su corral, recién puestos. Pedro comía uno, lentamente, con delectación.