– ¿Y nuestro pato? -preguntó incidentalmente- ¿Se encuentra bien entre sus pensionistas?
– Su pato se lo han quedado los chicos -respondió la señora Cousinet-. Le han construido un lugar con dos rejas viejas.
Pedro no manifestó ninguna sorpresa. Poco le importaba que el pato estuviera en lo de la señora Cousinet o en la casa del jardinero. Lamentó sin embargo que Federico y Amalia no le hubieran pedido permiso para adoptarlo. Él hubiera accedido de buen grado. “Me tienen miedo”, se preocupó. Este pensamiento lo turbó. ¿Cómo había podido despreocuparse tanto tiempo de aquellos dos chicos que vivían tan cerca de él? ¿Era porque sabía que eran felices con su madre que él no los veía nunca?
De pronto tuvo la impresión de haber perdido una corteza de protección y estar expuesto, por primera vez, a la intemperie. Era tarde para el trabajo. Sin embargo detuvo el auto, al salir, frente a la casa del jardinero. Los chicos ya estaban en el colegio. Miguel debía estar trabajando en el jardín. A menos que estuviera en la pared. Pedro contorneó el pabellón y descubrió detrás, en su jaula de rejas, al pato que se pavoneaba entre una escudilla llena de agua y otra llena de pan mojado. Perfectamente a gusto en su nuevo dominio, el ave inclinó la cabeza. Todos los matices de verde y de azul brillaron sobre su cuello curvado. Consideró al visitante con ojos asustados y lanzó un graznido perentorio. Pedro volvió sobre sus pasos y subió al auto.
Al llegar al consultorio, encontró a su secretaria nerviosa. Era tan tarde que tres pacientes esperaban ya en el consultorio. Otra, la señora Nicole Devege, había llamado suplicando que “la deslizara entre dos citas” porque sufría un verdadero suplicio. La secretaria creía haber hecho bien ofreciéndole que viniera esa mañana sin hora. Pedro frunció las cejas. Al escuchar pronunciar el nombre de Nicole había sentido un sobresalto. Tomado desprevenido, era incapaz de saber si esta visita inesperada lo complacía o lo molestaba. Cuando abrió, por cuarta vez, la puerta del salón, vio a Nicole sentada entre otros clientes y hojeando un diario. Con una inclinación de cabeza le pidió que lo siguiera. Ella se levantó. Alta, rubia, de ojos azules, con el rostro alargado y leonino, daba una impresión de extraordinaria salud, de equilibrio y de fuerza. Sus treinta y nueve años tenían el brillo de la extrema juventud. Llevaba un tailleur color arena y una pulsera ancha de oro en la muñeca. No se acordaba de que era tan hermosa. Una vez instalada en el sillón, hizo salir al asistente y preguntó:
– ¿Por qué no me hablaste a mi casa?
– Pero sí que lo hice: esta misma mañana. Ya te habías ido. Entonces llamé aquí.
– ¿Te duele un diente?
– Sí.
– ¿De otra forma no me hubieras hablado?
Ella lo desafió:
– Sí, pero dentro de dos o tres días.
– ¿Por qué esa demora?
– Quería primero deshacerme de algunas obligaciones.
Él hizo una pausa, vaciló y siguió en un tono de reproche amistoso:
– Te escribí dos veces a Nueva York.
– Sí, y no te contesté. ¡Sabes que me horroriza escribir!
– ¡Raro en una redactora!
– ¿Me quieres?
Encogió los hombros:
– No.
Era sincero. Inclinado sobre ella, examinó su dentadura y la encontró en buen estado.
– No veo más que una pequeña caries en el cuello de un molar -dijo-. ¿Estás contenta con tu viaje?
– Mucho en lo profesional. En otros aspectos, para nada. Nueva York ha cambiado mucho. Ahora no podría vivir allí.
Abrió la boca. Le dio una inyección para insensibilizarla y se puso a trabajar con delicadeza. A la segunda aplicación, ella se sobresaltó y él apartó la mano.
– ¡Me haces daño! -gimió ella.
– No te muevas.
De nuevo acostó la cabeza. Vista de cerca, la piel de su rostro, apenas maquillada, era de una gran tersura. Minúsculas arrugas rodeaban sus párpados. Los ojos, que ella entrecerraba de temor, tenían una luminosidad felina. Cuando había terminado su intervención, ella lanzó un suspiro de alivio y dijo:
– ¿Te parece que era necesario?
– Indispensable. ¿No me dijiste al llegar que te dolía?
– No tanto como para ir a ver a un dentista que no fueras tú -confesó ella sonriendo.
Esta sonrisa terminó de desconcertarlo. D‹ pronto se preguntó por qué vacilaba en continuar sus relaciones con una mujer tan atractiva. Pero ¿acaso no era ella la que, cansada de su relación se había alejado?
– Llevas un traje muy lindo -dijo él.
– Lo compré en Nueva York. Y tú, ¿dónde te metes? Jacqueline Moulin me dijo que te estabas volviendo cada vez más salvaje. Parece que no ves a nadie. ¡La ermita de Milly-la-Forêt!
Se había levantado. Él la miraba, de pie, restallante de color, junto al equipo dental de agresivo acero. Jeringa, bisturí electrónico, torno ultrasónico, turbina, salivadera y tablillas de vidrio cargadas de mil instrumentos, ¡qué decorado para un diálogo amoroso! El asistente entró, volvió a salir. Pedro y Nicole continuaron mirándose en silencio, y un mismo deseo de reír subió a sus ojos.
– ¿Estás libre esta noche, a la hora de la comida? -preguntó él finalmente.
– Sí.
– Paso a buscarte por tu casa a las ocho.
Durante el resto del día pensó, intermitentemente, en esa cita próxima, a veces para esperar de ella un gran placer, a veces para arrepentirse de haber tenido tal idea. Antes de partir avisó por teléfono a la señora Cousinet para que no lo esperara.
A las ocho fue la misma Nicole quien le abrió la puerta. Maquillada juvenilmente, lucía a la vez amistosa y deseable. La llevó a un restaurante. Los vecinos de mesa los miraban a hurtadillas. Era evidente que hasta las mujeres admiraban a Nicole. Ella le hablaba con sencillez, con libertad, como un camarada, con una pizca de sensualidad en la sonrisa. Él apreciaba la naturalidad de su reencuentro. De golpe ella dejó de ser la reemplazante de Susana para afirmarse como un ser aparte, que merecía atención. Luego del postre, comprendió que pasaría la noche con ella.
Al día siguiente fue directamente desde la casa de Nicole a su consultorio. El día fue un torbellino, entre la sucesión de pacientes y una discusión con el mecánico, que quería dejarlo para establecerse por su cuenta. A las siete de la tarde, extenuado, superado, tomó la ruta para volver a Milly. Se sentía impaciente por hundirse en su baño de verdor y de silencio. Sin embargo aquella noche junto a Nicole había vuelto a sentir naturalmente la complicidad de otros tiempos en la búsqueda del placer. Los unía una especie de amistad voluptuosa, sin que ninguno de los dos invadiera la vida del otro. Se encontraban para amarse, se separaban para vivir. La sencillez de este contrato satisfacía a Pedro, quien, de esta manera, no sentía remordimientos. Sin embargo, se preguntaba de dónde provenía esa sensación de disgusto que lo atacaba de a ratos, mientras que su auto avanzaba por la ruta. Al acercarse a Milly, le pareció que alguien lo esperaba.
La puerta estaba abierta. Al pasar frente a la casa del cuidador, vio a Federico y a Amalia sentados en un escalón. Tenían un perro contra las piernas. Un perro ordinario de pelo corto, color marrón, con pechera y polainas blancas. Las patas eran delgadas, tenía un hocico afilado y ojos asustados. Pedro detuvo el automóvil, bajó y preguntó:
– ¿De dónde salió este perro?