– Es una perra, señor -dijo Amalia-. No tiene collar. Está perdida. O a lo mejor la abandonaron. Hace tres días que recorre Milly. Debe venir de lejos: ¡tiene las patas ensangrentadas!
– ¿Verdad que es linda, señor? -dijo Federico.
Como si hubiera adivinado que hablaban de ella, la perra se acercó aún más a los protectores chicos. Su boca abierta jadeaba débilmente. Imploraba la clemencia del recién llegado.
– Supongo que no van a quedarse con ella -dijo Pedro.
– ¡Oh, por favor, señor! -gimió Federico.
– ¿Qué dice tu padre?
– Si usted está de acuerdo, va a decir que sí.
– ¿Dónde está?
– Trabaja en la pared.
– ¿Cuándo recogieron a este animal?
– Ayer a la noche -dijo Amalia-. Tenía hambre. Devoró un plato lleno de sopa.
– Le pusimos Friquette -replicó Federico-. Ya conoce su nombre.
Gritó:
– ¡Friquette! ¡Friquette!
La perra dio vuelta la cabeza y le lamió la mano con un rápido lengüetazo. El chico se rió. Cuando se reía, se le fruncía la nariz y los ojos parecían dos botoncitos negros. Tenía las cejas anchas y muy arqueadas de María.
– ¡Primero el pato y ahora un perro! -dijo Pedro-. ¡Es demasiado! ¡Van a transformar la casa en una granja!
– ¡Sin embargo antes teníamos un perro, señor!
Esta sencilla palabra, “antes”, en la boca del chico, desarmó a Pedro. Toda su vida se dividía en dos períodos: antes y después. En efecto, en vida de Susana tenían un perro en la propiedad. Un soberbio boxer salvaje, con los músculos marcados, el hocico negro y corto, cariñoso y bestial a la vez. Lo llamaban Kubilai. Se murió de una crisis de uremia, un año antes que su ama. Susana sufrió mucho, pues ya estaba bastante caída. Ella misma soñaba, en los últimos tiempos, en reemplazar al boxer por otro perro más pequeño y cariñoso. Pedro se acercó a los chicos. La perra, aterrorizada, se sentó, levantó los ojos hacia el hombre del cual dependía su suerte e inclinando la cabeza sobre un lado le tendió una pata temblorosa. Sus movimientos eran de una delicadeza tal que Pedro, divertido, tomó la pata y la estrechó ligeramente. Federico y Amalia lo observaron esperanzados. Bajo sus miradas inocentes se sintió indefenso. Reprochándose su debilidad, descubrió el placer sutil de ceder ante los chicos.
– Es muy cachorra esta Friquette -gruñó.
Y con gesto distraído acarició a la perra, que era evidentemente una cruza de lebrel y fox-terrier.
Ya adoptada, Friquette hacía sus gracias, daba la pata, luego la otra, doblaba el cuello, entrecerraba los ojos de alegría.
– ¿Entonces podemos, señor…? -preguntó Federico con la expresión iluminada.
– Sí -dijo Pedro-. Pero ustedes tendrán que ocuparse de ella. No quiero verla en la casa.
Volvió al auto, dejando tras de sí una estela de gratitud.
La señora Cousinet ya se había ido. En la cocina lo esperaba la comida fría. Luego de la cena y de la lectura de los diarios, Pedro trepó a su habitación. En el momento de acostarse se acercó a la ventana. La luz brillaba, fiel, en el fondo del jardín. Miguel trabajaba en su pared. Esta presencia laboriosa, allí abajo, en la noche, le daba una rara impresión de bienestar y de seguridad. De pie, frente al espacio oscuro y murmurante, Pedro no se decidía a ir a la cama. Empezó a llover. Una lluvia espesa tamborileaba sobre el follaje. El olor de la tierra mojada entró en la habitación. Miguel no iba a poder seguir. En efecto, enseguida la luz se apagó. Seguramente el jardinero había vuelto a su casa. Los chicos ya se habían acostado. ¿Y la perra dónde dormiría?
Con ellos, sin duda, sobre un montón de trapos. Pedro imaginó el cuadro y deseó la sencilla alegría que había otorgado tan fácilmente.
Dejó abierta la ventana durante la noche. Acunado por el susurro de la lluvia, tuvo la ilusión de que los muros habían desaparecido y que descansaba bajo un árbol, en el centro del jardín. A punto de cerrar los ojos, advirtió que, desde su regreso a “ La Buissonnerie ”, no había pensado ni una sola vez en Nicole.
7
En tres movimientos, Pedro alcanzó la pelota y, manteniéndose en la superficie del agua, la arrojó con fuerza a Federico. Sorprendidos por la violencia del choque, los dos hermanos se la disputaron, sumergiéndose alrededor de la esfera flotante. Federico la tuvo antes y, sin aliento, volvió a arrojarla con los dos brazos. A pesar de su esfuerzo, la pelota no pasó de la mitad de la piscina. Los chicos y Pedro se zambulleron para tomarla, cada uno por su parte. Pero para favorecer a sus adversarios, Pedro simuló fallar y fue Amalia la que ganó. La orgullosa seriedad de la chica contrastaba con las risas locas del chico. Éste saltaba en su lugar, con el pelo mojado, la boca abierta por la risa. Miguel pasó por la alameda, empujando una carretilla llena de tierra. Según su costumbre, miraba con mala cara las diversiones de sus hijos. Como era domingo, Pedro disponía de todo su tiempo. Lo que lo divertía de este juego era el placer que experimentaban los otros dos. Hizo como si fuera a quitarle la pelota a Amalia. Ella se defendió con bravura y escapó, como una anguila morena, a su intento. Friquette, excitada por la agitación de los otros, corrió alrededor de la piscina, saltaba para evitar las salpicaduras, tomaba algunas gotas al vuelo, retrocedía hasta el borde como si fuera a zambullirse, ladraba, al mismo tiempo gozosa y asustada. Federico la tomó por las patas delanteras y la arrojó a la pileta. Con el hocico estirado nadó rápidamente hacia la escalera de salida. Luego de haber tocado tierra firme, se sacudió, resopló, estornudando. Luego volvió a la carga, contenta de haber tenido miedo. Sus ladridos respondían a las exclamaciones de los chicos. Pedro pensó que algunas semanas antes una escena como aquélla le hubiera resultado inconcebible. ¡Un perro en su piscina! Rió de su indulgencia, llamó a Federico y le acarició la cabeza con su mano mojada. Ella hizo una mueca cómica. Como era casi la una, decidió que el baño había durado bastante, salió del agua y fue a la ducha, en el vestuario. Federico y Amalia lo siguieron y los obligó a enjabonarse. Mientras se vestía, Federico salió, chorreando, de la cabina y tomó la toalla para secarse.
– Toma una limpia -dijo Pedro.
– ¡No, ésta está muy bien, señor! -afirmó Federico.
Poco después su hermana tardaba en la ducha, y entonces él gritó:
– ¡Apúrate! Tenemos que almorzar rápido si queremos ver el partido por televisión.
Y dándose vuelta hacia Pedro, preguntó:
– ¿Usted va a verlo, señor?
– Por supuesto -dijo Pedro.
– ¿No podríamos verlo con usted?
Desconcertado en un primer momento, Pedro pensó que Miguel tenía un aparato en blanco y negro muy pequeño, mientras que él mismo tenía otro en colores, con una pantalla grande.
– ¡Pero sí! Vengan los dos a casa -dijo.
Federico agradeció efusivamente. Para atemperar su entusiasmo, Pedro lo interrogó sobre sus estudios. El muchacho reconoció que, por ese lado, todo iba mal.
– Vas a traerme los cuadernos, enseguida -le dijo Pedro.
– ¿También puedo traerle los míos? -preguntó Amalia.
Como era buena alumna, saboreaba por anticipado los cumplidos que merecería su aplicación.
– De acuerdo -dijo Pedro.
Almorzó liviano, solo en la cocina. A pesar de que se apuró, los chicos llegaron antes de que terminara. Debían haber picoteado algo de comida. La perra entró detrás de ellos. Tímida, tolerada, con las orejas caídas, la cola baja y las patas en el aire, caminaba con la delicadeza de una sombra. Pedro tomó los cuadernos que le alcanzaba Federico y los hojeó con consternación. Hasta la escritura era defectuosa. En el margen había marcas, signos de exclamación en rojo.
– No es brillante -dijo Pedro.
– ¿Sabe qué dice la señorita Germaine, señor? -susurró Amalia.
– ¿Quién es la señorita Germaine? -preguntó Pedro.