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– La maestra. Dice que Federico es haragán.

– ¡No, no soy haragán! -exclamó Federico-. Hago lo que puedo. Pero hay cosas que no entiendo.

– ¿Cuándo empiezan las vacaciones? -preguntó Pedro.

– Dentro de ocho días, señor -contestó Amalia.

– Bueno, Federico, tal vez sea necesario que tomes clases durante el verano -dijo Pedro.

– ¿Lecciones de qué? -preguntó Federico.

– De todo -dijo Amalia con un tono ácido.

Federico levantó los hombros y dio un codazo a su hermana.

– ¡Nadie te preguntó nada!

Pedro le tuvo lástima.

– Si lo deseas, podrás avanzar a pesar de tu retraso -dijo para cumplir con su conciencia.

Y echó una mirada sobre los cuadernos de Amalia. En ellos todo era prolijo, con buena caligrafía, con los títulos subrayados con regla y buenas notas en todos los ejercicios. De pie frente a Pedro, la chica esperaba su reacción con ansiedad. La felicitó y ella se puso ancha, con las mejillas sonrosadas, pero sin dejar su aire de seriedad, casi severo. Mientras que su hermano daba a menudo la impresión de estar en la luna, ella aun en los momentos de mayor alegría parecía también preocupada por los problemas escolares y domésticos.

– Pronto va a ser la hora del partido, señor -cuchicheó Federico.

– ¡Es cierto, iba a olvidarme! -exclamó Pedro levantándose de la mesa con un apuro simulado.

Los chicos lo siguieron al escritorio. Los tres se instalaron en hilera frente al aparato de televisión. Pedro en un sillón, Federico y Amalia sentados en el suelo. Friquette se estiró cerca del muchacho, el hocico sobre las patas, tratando de pasar inadvertida. En la pantalla había comenzado el partido, rápido y violento. Amalia no hablaba, aburrida, parecía, por ese remolino alrededor de la pelota. Pero Federico seguía el juego con pasión, animaba a unos y a otros, y en los momentos de mayor angustia saltaba y volvía a caer sobre la espalda. La espectacular entrada de un zaguero en el campo enemigo, con el golpe del tiro sobre el palo del arco, le arrancó un rugido de rabia. Su equipo preferido estaba siendo dominado. Gritaba indicaciones a los jugadores:

– ¡Vamos!… ¡Dribble! ¡Dribble!… ¡Oh, pero no! ¡Va a perder la pelota! ¡Qué espera para tirar!

Atrapado por la fiebre del partido, el mismo Pedro le dio la respuesta:

– Tendrían qué alternar el juego corto y el juego largo… Ahora llevan bien el ataque… No, eso es corner… ¡Buen juego!

– ¡Oh, sí, buen juego! -repetía Federico.

Su rostro moreno estaba iluminado por la negra llama de los ojos y el brillo carnívoro de los dientes. Volviendo un poco la cabeza, Pedro se apartó de la pantalla para poder observar mejor a sus pequeños vecinos. En los rasgos de los chicos pudo seguir las alternativas del juego. Luego de un momento constató que la exaltación de Federico se extinguía. El chico casi ni hablaba, limitándose a escuchar al comentarista de televisión. Encorvaba los hombros, inclinaba la cabeza. “Se cansó en la pileta”, pensó Pedro. Y sin esperar el fin del partido subió al baño para cambiarse. Tenía una cita con Nicole. Una vez más, al elegir una camisa lamentó que no estuviera tan bien planchada como en las épocas de María. El doblez del cuello no era prolijo, el tejido de las mangas se arrugaba. La señora de Cousinet no tenía, como María, el respeto por la ropa masculina. Al inspeccionar su guardarropa, Pedro eligió un traje de alpaca azul oscuro. Una corbata estampada en azul y gris completaría el conjunto armoniosamente. Cuando volvió al escritorio, los chicos estaban todavía sentados frente al televisor, mudos, fascinados. Habían cambiado de canal y asistían al combate de un grupo de terrícolas enloquecidos contra los invasores llegados de otro planeta. Indiferente a semejante cataclismo, Friquette descansaba, hinchada de placer, contra las rodillas de Federico. Pedro no se animó a despedirlos.

– Tengo que irme -dijo-. Pero ustedes pueden quedarse. Cuando terminen, apaguen el televisor y vuelvan a la casa, dejando bien cerradas todas las puertas.

– Sí, señor -dijo Amalia-. Gracias, señor. Yo me voy a ocupar de todo.

Con un dedo Pedro acarició la mejilla de Amalia y pasó la mano por los cabellos de Federico con una brusca ternura. El chico levantó hacia él una mirada de gratitud. Pedro salió del escritorio dejando tras él una casa habitada.

* *

No era la primera vez que pasaba la noche en la casa de Nicole y sin embargo, al despertarse poco antes del amanecer, se sintió de pronto desterrado en esa habitación extraña de color amarillo, cuyos contornos adivinaba en la penumbra. Por un instante su pasado amoroso le llenó la cabeza. Se hundió en esa sensación del tiempo trastornado. Sin saber exactamente dónde estaba, se inclinó sobre su compañera y tuvo enseguida la información. No tenía ni el perfume ni la respiración ni el irradiamiento carnal de Susana. Y sin embargo, la deseaba. Nicole abrió los ojos, se estiró, se acercó a él. Hicieron el amor sin decir una palabra, metódicamente. Luego ella volvió a dormirse. Él no. Escuchaba los ruidos matinales en la calle. Le faltaba el campo. Cuando Nicole se despertó, era tan tarde que ella se precipitó a preparar el desayuno. La mucama no llegaba hasta las diez. Bebieron té frente a frente, unidos por el recuerdo de los placeres de la noche.

– ¿Volverás a “ La Bouissonnerie ”? -preguntó ella.

Vaciló un segundo y dijo riéndose:

– ¡A menos que me ofrezcas tu hospitalidad por una noche más!

Sin decir una palabra Nicole bajó la cabeza en señal de aquiescencia. Pedro le tomó la mano por encima de la mesa y depositó un beso sobre aquellos dedos largos y fuertes, con uñas almendradas. Sabía que disfrutaba de esa simplicidad. Era la mujer del mañana, equilibrada, dispuesta y fuerte. Decidieron comer juntos en el restaurante y volver a la noche a la habitación amarillo pajizo.

En el consultorio Pedro recibió al nuevo mecánico, que le había sido recomendado por un colega. Un hombre joven, muy calificado en cuanto a prótesis fijas y accesorios. Era el cuarto que veía. Tenía buenas referencias. Lo contrató. Poco después, tomó otra resolución importante: los Harteville lo habían invitado, junto con Nicole, a pasar el mes de agosto en su propiedad del Pyla. Nicole había aceptado entusiasmada. De este modo, la pareja se veía reconocida, consagrada, a los ojos de todos los amigos. Pedro se imaginaba un tranquilo bienestar. Telefoneó a Giselle Harteville para indicarle la fecha probable de su llegada. Cuanto más pensaba en ello, más se alegraba con la perspectiva de esos días de descanso, cerca de Nicole, en una atmósfera de cordialidad y de refinamiento. Necesitaba descanso. Los baños en las olas violentas, las largas caminatas en los médanos, azotado por el viento, el poder probar ostras bien frescas, arrojadas por el mar… Nicole vino a buscarlo al consultorio a las siete. Llevaba el traje color arena que a él le gustaba. Él había reservado una mesa en un restaurante del bosque de Boulogne.

*
* *

Al atravesar la entrada de “ La Boussonnerie ”, Pedro fue recibido por los saltos de alegría de Friquette. Hacía dos días que no lo veía. ¡Era demasiado! Corrió saltando, al lado del coche, hasta el garaje. Cuando él bajó, manifestó su alegría haciendo círculos a su alrededor, las patas dobladas por la velocidad, el cuerpo plegado y desplegado en una flexible carrera de lebrel. Al pasar, asustaba al pato, al que habían bautizado Baltasar, que enseguida había pasado a vivir fuera de su encierro y había extendido sus dominios a todo el jardín. Ante cada golpe del hocico, Baltasar arrojaba un grito corto y gutural, hacía como si se fuera, volvía a caer, desorientado, en el césped, y proseguía su camino con un balanceo cómico de la cola. Era evidente que no tenía miedo. Parecía que el juego lo divertía mucho. Sin embargo, a la larga, perseguido por Friquette, voló pesadamente hasta la piscina y se posó en el agua. Friquette, estupefacta, se plantó en el borde con una actitud de acecho y ladró. Pedro estalló de risa al ver a Baltasar sobrevolar, casi un rey, con el cuello derecho, el pico tenso, en el estanque azul reservado a los humanos.