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– ¿Y tú, Friquette, no vas a buscarlo? -dijo.

Friquette fue hasta él con premura. En ese momento, habiendo cumplido ya con su ronda ritual, lo invitaba, mediante saltitos, a seguirla hasta la casa del cuidador. La grava de la alameda central crujía agradablemente bajos los pies de Pedro. Miraba, a derecha e izquierda, en el medio de los canteros, los macizos de rosas poliantas, cuyo emplazamiento había decidido Susana junto con Miguel. Cada tanto, la perra se detenía y agitaba la cola para incitarlo a caminar más rápido. Todo aquello formaba parte de un ceremonial cuyo sentido era precisamente la repetición.

Encontró a Miguel en la cocina. Con la lima en la mano, trataba de reparar una vieja cerradura.

– La descubrí en el granero -dijo-. Si consigo arreglarla, la pondré en el portón, en lugar de aquella que hay ahora y que se traba a cada rato.

– Sería mejor llamar a un cerrajero -dijo Pedro.

– No, no, señor. Déjeme hacerlo. Ya verá.

La cocina olía a sopa de puerros. En la repisa de la chimenea, ocupaba un lugar de privilegio la foto de María y Miguel. Ella con el vestido blanco de casamiento, él en traje negro, duro como de cartón, el cuello almidonado, la corbata bulbosa y una flor de azahar en el ojal. Ellos miraban en línea recta hacia adelante, sin sonreír, como si ya supieran que su dicha duraría poco.

– ¿Dónde están los chicos? -preguntó Pedro.

– Amalia fue a buscar pan. Y Federico está en la cama. Vomitó todo el paté que comimos al mediodía.

Pedro se dirigió hacia la habitación de los chicos. Acurrucado bajo sus cobertores, Federico temblaba, jadeaba. Tenía la frente ardiendo, el pulso agitado. Miguel, que había seguido a Pedro sin dejar la cerradura, añadió:

– Amalia le dio una tisana. Como la última vez que tuvo problemas gástricos.

Pedro no hizo ningún comentario. La rusticidad de su jardinero lo confundía. Este hombre vivía con un siglo de retraso.

– ¿Tiene un termómetro? -preguntó.

– Sí -dijo Miguel-. ¡Pero no sé dónde lo puso Amalia!

– ¡Estoy mal! ¡Estoy mal! -gemía Federico con las cejas fruncidas.

– ¿Dónde te duele? -le preguntó Pedro.

– La cabeza.

Pedro le tomó la cabeza y trató de masajearla suavemente, lo cual hizo que el chico gritara de dolor:

– ¡Ay! ¡No puedo más!

– Devolvió, quiere decir que está mal del estómago -dijo Miguel.

– ¿Dónde está la señora de Cousinet?

– Hoy no vino. Está en Nemours, con su hija.

Pedro inspeccionó la habitación con sus dos canutas gemelas, los juguetes (los de Amalia en un rincón, los de Federico en otro), los cuadernos sobre la mesa y, en la pared, un afiche de colores de una corrida portuguesa. Volvió a tomar el pulso al chico. Ciento veinte, pensó. En esos momentos, con la cara convulsionada y brillante de sudor, Federico balbució, con voz entrecortada:

– Mamá… ¿Dónde está mamá?… Quiero ver a mi mamá… Hay olas en la piscina… Y tiburones… ¡Llena de tiburones!

– ¿Qué es lo que dice? -murmuró Miguel.

– Está delirando -dijo Pedro-. Tiene por lo menos 40°.

Mientras tanto Amalia, que había vuelto de sus correrías, había entrado en la habitación y, de pie ante la cama, miraba a su hermano con curiosidad. Golosa de pronto, participaba del espectáculo. Pedro le pidió el termómetro. Ella se lo dio enseguida. Federico lloró mientras le tomaban la temperatura. Tenía 40°2. El temor de Pedro se acrecentó. Sin embargo, no había que enloquecer. Los chicos muchas veces tienen accesos de fiebre de esa clase.

– Hay que llamar al doctor Larivière -dijo.

Y volvió a la cocina para llamar al médico. Aquél se había ido ya a sus visitas por el pueblo. Entonces Pedro llamó al doctor Paternostro, un joven practicante, recién llegado a Milly. Cuando se comunicó con él, le describió en pocas palabras los síntomas que había constatado.

Diez minutos más tarde, el doctor Paternostro, pequeño, agudo y rubio, estaba junto al chico. Lo examinó con mucha atención y delicadeza. Federico tenía náuseas, se quejaba de la cabeza, temblaba, castañeteaba los dientes, divagaba dulcemente y, con la nuca rígida, no podía apoyar el mentón sobre el pecho. Delante del chico el doctor sonrió, bromeando:

– ¡Te vamos a curar enseguida, muchachito!

Pero cuando se encontró con Pedro y Miguel en la cocina, su rostro tomó una expresión de alarma.

– ¿Entonces? -preguntó Pedro.

– Pienso que estamos frente a una meningitis -dijo el médico-. No abundan mucho en esta época…

Pedro esperaba el diagnóstico, pero el oírlo enunciar tan tranquilamente, a dos pasos del enfermo, lo rebeló.

– ¿Usted piensa de verdad…? -balbució.

– No puedo afirmar nada antes de haber practicado una punción lumbar -respondió el doctor Paternostro-. Pero los signos de la enfermedad son muy claros. Hay que llevarlo inmediatamente al hospital.

Aturdido por el golpe, Pedro miró a Miguel. El jardinero, con la boca abierta, tenía aspecto de no comprender. Detrás de él Amalia, espantada, se comía la uña del pulgar.

– Conozco personalmente al profesor Mauclair, en el Hospital de Niños de París -dijo Pedro-. Seguramente hará lo posible para recibir al chico en su servicio.

– No podemos correr el riesgo de llevarlo hasta París -dijo el doctor Paternostro-. Se ha esperado demasiado. Ahora, cada minuto cuenta. Créame, lo atenderán muy bien en Corbeil. Voy a llamar una ambulancia.

Los sucesos se encadenaron con una rapidez tal que Pedro, a pesar de su voluntad de conservarse lúcido, creía vivir el desarrollo incoherente de un sueño. Dos hombres de delantal blanco llegaron a la casa. Federico se fue, leve, como una pluma, sobre una camilla. El médico, Pedro y Miguel lo acompañaban, mientras que Amalia se quedó en la casa, llorando. Pedro hizo que Miguel subiera a su lado en el auto y siguió a la ambulancia. El sonido trágico de la sirena abría camino. El girar de la señal luminosa lastimaba sus ojos a intervalos regulares.

Al llegar, ya de noche, al patio del hospital, tuvo la impresión de retroceder algunos meses atrás. María acababa de morir. Él iba a inclinarse ante su cuerpo, en la morgue. Al observar a Miguel de reojo, adivinó que los dos habían pensado lo mismo en el mismo momento.

Ya el doctor Paternostro, que había llegado en su auto particular, conversaba con el médico de guardia. Los enfermeros se afanaban. El enfermo fue aislado de inmediato en una habitación. Gracias a su condición de dentista, Pedro fue admitido junto a Federico, mientras que Miguel se aburría en el corredor. Asistió a la punción lumbar. Federico, postrado, apenas si reaccionó a la penetración de la aguja. Pero la miserable contracción del rostro del chico, el débil estertor que se escapaba de su boca, resultaron intolerables a Pedro. Habituado por su profesión al espectáculo del dolor, no podía soportar la vista de aquello. Tal vez porque se tratara de una carne demasiado tierna, de un alma demasiado fresca… Esto era una injusticia de Dios. Pidió al médico de guardia que avisara al jefe de servicio, el doctor Vigogne, el que llegó poco después y aprobó todas las iniciativas tomadas en su ausencia. Se imponía un tratamiento con antibióticos. Con las venas canalizadas, hasta que se tuviera el resultado del análisis de laboratorio hecho con el líquido cefalorraquídeo, Federico, curiosamente, parecía más tranquilo. Pedro interrogó a los médicos acerca de las complicaciones que podían llegar a producirse. Hablaron de septicemia a meningococos, de secuelas sensoriales, tales como la sordera o una atrofia óptica tardía. Sin embargo, tenían esperanzas. El enfermo había sido tomado a tiempo. La acción enérgica de los antibióticos normalmente debía parar la infección. Pedro miró al chico que yacía frente a él, con los tubos en los brazos, con unas gruesas vendas, y por arriba de su cabeza, el frasco desde el cual bajaba, a través de un tubo, el líquido salvador. Un pequeño cadáver bajo un aparato monstruoso. Todo estaba en orden. No había más que esperar. No era la primera vez que Pedro experimentaba aquel sentimiento de impotencia trágica frente a la enfermedad. Ya con su mujer… Federico había sido el preferido de Susana. Ella lo había visto nacer. ¡Que no pudiera estar junto a él, esta noche, frente al horror del sufrimiento del chico! ¿Y si Federico se moría? Como Susana, como María… Sufrió el choque helado de esta idea y la rechazó con todas sus fuerzas. El doctor Vigogne daba sus últimas instrucciones al enfermero de la noche. Pedro agradeció a los médicos, dejó la habitación y tranquilizó como pudo a Miguel, que esperaba en un rincón, con la resignada paciencia de los simples.