Al volver a “ La Buissonnerie ” consultó algunos libros de medicina. Estos confirmaron las indicaciones de los doctores Paternostro y Vigogne. Mañana se sabría si se trataba realmente de una meningitis cerebroespinal a meningococos. Incapaz de dormir, Pedro se paró, como era su costumbre, ante la ventana abierta, frente al jardín, esperando de la noche, del silencio del follaje, un socorro que su razón le negaba. De pronto decidió que este campo al que tanto amaba perdería todo su valor si Federico desaparecía. Este sentimiento de dependencia de un chico era para él tan nuevo que tuvo la impresión fugaz de no coincidir con su personaje. Desdoblado, desorientado, trató en vano de recuperar el manejo de los acontecimientos. Desde la muerte de Susana, el preferirse a todos y a todo se había convertido para él en una regla de vida necesaria y cómoda. Mientras que de pronto el solo pensar en Federico enfermo echaba por tierra esta feliz filosofía. Perdía el gusto por sí mismo. El temor por el futuro le quitaba hasta la noción del presente.
Durante largo rato dio vueltas, amenazado por la inquietud, roído por la impaciencia. De pronto, al volver a pasar frente a la ventana, vio la luz móvil que acababa de encenderse, a la izquierda, en el fondo del jardín. Miguel había retomado su trabajo en la pared. Como si no pasara nada. Sin duda no tenía una clara noción del peligro que corría su hijo. Con el cerebro entorpecido, era incapaz de imaginar o de prever. Pedro estaba solo en la casa, en el mundo, para cuidar del chico enfermo. Tenía la confusa sensación de que mientras permaneciera en vela, con los ojos abiertos, Federico no correría ningún riesgo. Cuando por fin, deshecho de cansancio, se acostó y dormitó un poco, tuvo la sensación de culpa de un centinela que se duerme en su puesto.
Al día siguiente, al despertar, se vistió en un momento, rechazó el desayuno y, buscando a Miguel de paso, se fue derechamente hacia el hospital.
Como el día anterior, Miguel no pudo acercarse a su hijo. Pedro lo hizo sentar, mudo, obstinado, en una pequeña sala de espera, se puso un guardapolvo blanco y entró en la habitación del enfermo. Federico respiraba entrecortadamente, con una mueca de dolor que le empujaba los labios hacia abajo. Abrió los ojos, vio a Pedro inclinado sobre su cama, pareció reconocerlo, sonrió débilmente, murmuró mamá y cerró los ojos para volver a caer al mundo nauseoso del sufrimiento. Según la enfermera la fiebre había bajado un poco, el pulso y la respiración eran más lentos, los dolores de cabeza se apaciguaban. El doctor Vigogne anunció que, según el análisis del líquido cefalorraquídeo, se trataba de una meningitis cerebroespinal. En cuanto a las consecuencias, les dijo que no podría pronunciarse antes de veinticuatro horas, durante las cuales el chico seguiría canalizado. La enfermedad era muy contagiosa, había que tomar precauciones en todas las personas de su alrededor, prescribirles un tratamiento de sulfamidas y avisar en la escuela del riesgo de epidemia. Luego de la visita, Miguel, puesto al corriente de la situación, pareció consternado a causa de todo el movimiento del cual su hijo era responsable. Al dejar el hospital, sacó un pañuelo de su bolsillo, se sonó violentamente, un orificio de la nariz después del otro, se enjugó los ojos y murmuró:
– ¿Pero cómo hizo para pescarse esto?
Pedro le explicó pacientemente que la enfermedad se trasmitía directamente, por contacto con otro enfermo. Miguel movió su pesada cabeza con aire de disgusto y farfulló:
– ¡Por lo menos hubiera tenido cuidado! ¡Toda esta inquietud, señor! ¡Si María hubiera estado aquí, todo esto no hubiera ocurrido!
– ¡Sí, Miguel, exactamente de la misma manera!
Llevó a Miguel a la casa, contó los últimos acontecimientos a la señora Cousinet, que se lamentó de haber estado ausente el día anterior, consoló a Amalia asegurándole que su hermano iba a ponerse mejor, le recomendó que siguiera las prescripciones del doctor, la mandó a buscar los medicamentos para todos y volvió a irse a París sin haber podido apaciguar su propia, íntima, inquietud.
En el consultorio, la sucesión de pacientes y la diversidad de las intervenciones en todas aquellas bocas abiertas no pudieron hacer que se olvidara ni un solo instante de su principal preocupación. Durante el día telefoneó tres veces al hospital. El estado se mantenía estacionario. Aunque era indiferente a los misterios de la religión, pidió un milagro. Envidió a los creyentes que encuentran en su oración la fuerza para esperar, y en caso de fracasar, la sabiduría de aceptar. Los minutos se arrastraban, una dentadura tras otra. A las cinco Nicole llamó a Pedro desde su oficina para proponerle que pasaran la velada juntos: había podido liberarse de una cena aburrida. Se negó, alegando algunas obligaciones: ella no hubiera comprendido que renunciara a verla porque el hijo del jardinero estaba enfermo. A las seis y cuarto, dejando los últimos pacientes a un colaborador, volvió a su casa.
Estaba tan apurado que en dos oportunidades tuvo que cruzar a otro auto pasándolo por la izquierda. La segunda vez, la sensación de haber escapado por escaso margen a un accidente lo asustó un poco. “No tengo derecho”, pensó de pronto. “Ellos me necesitan. ¿Qué harían si yo desapareciera?” Esta extraña idea lo acompañó hasta el patio del hospital. En el hall se encontró con el doctor Vigogne, que salía. Alto y ventrudo, con una pequeña barba en punta, el médico tenía esa noche un aire de confianza.
– Creo que todo va a terminar bien -dijo.
Pedro respiró profundamente para contener dentro de sí el estallido de una alegría tumultuosa. La gratitud lo elevaba del lugar. Pero no era al doctor Vigogne a quien tenía ganas de agradecer. ¿A quién entonces?
Los días siguientes la mejoría se fue confirmando. Cada noche, al volver de París, Pedro pasaba por el hospital. Experimentaba un delicado placer al cambiar algunas palabras con Federico, quien, en cada visita, parecía menos diáfano, más fuerte, más alegre. Al dejarlo se repetía: “¡Salvado! ¡Salvado!”, con una ingenua sorpresa. Algo bien inaccesible, indefinido, le devolvía la razón de vivir. Hasta le parecía que esta prueba lo había enriquecido. ¿Acaso se trataba de lo que algunos llamaban instinto paternal?
– No te comprendo, Pedro -dijo Nicole-. Desde el momento en que está fuera de peligro, nada te impide ir a Pyla en el mes de agosto.
Ella descansaba todavía en la cama, mientras que él se vestía en el baño, cuya puerta había quedado abierta. La veía reflejarse en el espejo del lavabo, apoyada sobre un codo, los senos desnudos, los cabellos despeinados, con aquella expresión de apacible satisfacción animal en el rostro que siempre tenía después del amor. Aun ahora que su deseo estaba saciado, la encontraba hermosa en su verdad de mujer abundante y colmada. Pero también sabía que, a pesar de lo que los unía, no cedería en la discusión.