– No -dijo-. Tengo que quedarme este verano en “ La Buissonnerie ”. La convalecencia de Federico puede ser delicada. El doctor Vigogne me lo ha repetido ayer.
– ¡No va a estar solo! Tiene a su padre…
– ¿Piensas que se puede contar con Miguel para cuidar a un chico enfermo? Cada día está más torpe, obstinado, taciturno…
– ¿Y esa buena mucama que reemplaza a María?
– ¿La señora Cousinet? A ella tampoco le tengo confianza. Y además, ella vuelve a su casa todas las noches y no vuelve hasta la mañana.
– ¡Entonces mándalo a una residencia para chicos, en la montaña! ¡Eso le hará mejor que quedarse en Milly!
La insistencia de Nicole lo molestó. Cuanto más le explicaba sus razones, menos parecía ella dispuesta a entenderlo.
– ¡Eso sería absurdo! -dijo-. El pobre chico se sentiría completamente perdido entre extraños. Tengo una responsabilidad sobre él. Si sobreviniera una complicación, no me lo perdonaría nunca. ¡Es raro que no te des cuenta!
Volvió, ya vestido, a la habitación. Ella se cubrió el busto con la sábana. Para atenuar la sequedad de su negativa, él dijo aún:
– Pero si todo va bien, me haré una escapada a Pyla para pasar algunos días contigo…
– Escucha, Pedro -dijo ella-. Gisele nos invitó juntos. No voy a ir a Pyla sin ti. ¡Eso es todo!
– ¿Qué vas a hacer, entonces?
– Tal vez un crucero a Grecia con Jacqueline Moulin. Me lo propuso la semana pasada.
– ¡Ah, bueno!
Verificó con agrado que ella parecía evidentemente decepcionada, pero en absoluto disgustada. Según su costumbre, no hacía un drama por cualquier cosa. Tenía una manera muy de ella, liviana y tranquila, de enfrentar las contrariedades. La compañía ideal, pensó, inclinándose para abrazarla. Ella volvió la cabeza y le acercó su mejilla.
– ¡Eres un tipo extraño! -le dijo-. Te crees fuerte y eres débil, egoísta y te deshaces de ternura frente a un chico enfermo, amante de la soledad y te rodeas de gente que no es nada tuyo.
Él rió:
– ¿Conoces algún carácter que no sea una suma de contradicciones?
– Sí, el mío. ¡Yo sé lo que quiero!
– ¿Y qué es lo que quieres!
– ¡En este momento, beber! Prepárame un whisky con agua mientras me levanto.
Se deslizó fuera de la cama con tal presteza que apenas tuvo tiempo de entrever su desnudez rubia y esbelta. Cinco minutos más tarde se le reunió, peinada, maquillada, en el living, donde la esperaba ante dos vasos servidos.
– ¿Cuándo sale el chico del hospital? -le preguntó ella.
– Pasado mañana.
– ¿Y cuándo me vas a invitar a “ La Buissonnerie ”?
Desconcertado, murmuró:
– No lo sé… El domingo que viene no es posible… Pero el otro sí puede ser… ¿Te conviene?
Ella bajó los párpados en señal de aceptación, los levantó y le lanzó una mirada cuyo fuego inteligente y malicioso lo turbó. Un momento pensó en quedarse con ella toda la noche. Luego la idea de su casa volvió a él, violenta y dulce. Volvió a sentir la necesidad de regresar enseguida a “ La Buissonnerie ” como un animal obediente al llamado de la selva. Miró su reloj: las once y veinte.
– ¿Tienes que irte? -dijo ella irónicamente.
Él protestó:
– Pero no, tengo tiempo.
Y decidió quedarse hasta la noche, menos por placer auténtico que por cortesía amorosa.
8
Un pesado calor bajaba del cielo gris, lleno de nubes. Sentado en su escritorio, con las ventanas abiertas al jardín, Pedro aprovechaba la mañana del domingo para escribir algunas cartas. Había descuidado su correspondencia durante la enfermedad de Federico. Hacía una semana que el chico había vuelto del hospital, y la vida retomaba por fin su ritmo habitual. Quince días de enérgico tratamiento habían detenido la infección. Según los últimos análisis, el líquido cefalorraquídeo era perfectamente normal. Y por suerte los médicos no habían encontrado en el chico ninguna de las secuelas que temían. Ahora sólo quedaba vigilar su convalecencia. La señora Cousinet y Amalia se ocupaban de él durante la ausencia de Pedro. Las llamaba desde París a menudo para tener novedades. El día anterior había confirmado a los Harteville que, a pesar de lamentarlo mucho, su programa de trabajo no le permitiría encontrarse con ellos en agosto en Pyla. En realidad estaba contento de aquella decisión. ¿Por qué buscar la felicidad fuera de “ La Buissonnerie ”? Cuando reflexionaba sobre los temores que había conocido mientras Federico estuvo internado en el hospital, tenía la impresión de emerger él mismo de una enfermedad que lo hubiera mantenido alejado mucho tiempo del mundo. De golpe el universo, alrededor, encontraba su color y su necesidad. Con la pluma en suspenso, se olvidaba de escribir para respirar el olor del jardín antes de la lluvia. Los moscardones daban vueltas sobre su cabeza. Los cazó con un revés de la mano. Una simple alegría se apoderó de él, sostenida por el piar de los pájaros y el murmullo de la cortadora de pasto. Golpearon la puerta. Era Amalia. Tenía vacaciones desde hacía quince días. Se deslizó en la habitación y murmuró con timidez.
– Pronto va a ser mediodía, señor. ¿Se va a bañar?
– No -dijo Pedro-. Le daría mucha pena a Federico si nos viera en la piscina mientras que él no puede ni acercarse al agua. Esperemos que se mejore del todo. Además, no hace nada de sol.
– Bien, señor -dijo Amalia.
La contrariedad le apretaba la boca. Era visible que estaba celosa del exceso de atenciones que rodeaban a su hermano. ¡Desde que aquél había vuelto, todo era para él!
– ¿Qué hace Federico? -preguntó Pedro.
– No hace nada, señor. Está tirado en una reposera cerca de la piscina.
Pedro se levantó y salió. No había visto todavía al chico esa mañana. Amalia le pisaba los talones. Llegaron juntos a la piscina. Federico estaba allí, en efecto, estirado bajo un parasol. A su lado, Friquette descansaba sobre el césped con dignidad. Olvidándose que era una bastarda, asumía voluntariamente poses hieráticas muy rebuscadas, como si hubiera visto a los lebreles de los dibujos medievales. Su compañero, el pato Baltasar, se paseaba a dos pasos de allí, con las patas tiesas, la cola agitada por pequeños movimientos horizontales. El chico quiso levantarse, pero Pedro se lo impidió. Estudiaba con una mirada penetrante aquella cara demacrada por la enfermedad, aquellos ojos ojerosos y brillantes, aquel cuello frágil, y era como si estuviera contando las piezas de un tesoro que hubiera estado a punto de perder y que un milagro le hubiera conservado.
– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.
– Bien, señor.
– ¿Qué estás leyendo?
Federico le mostró su libro. Una historieta de ciencia ficción. Pedro se acordó de cómo le gustaban las historias de esa clase a los diez años. Sin embargo se acordaba de haber leído también algunas obras más serias. Hubiera deseado que el chico se interesara también por una literatura infantil de nivel elevado.
– ¿No te gustaría leer un libro de verdad? -le preguntó.
– No -dijo Federico-. Esta historia es formidable, ¿sabe?
Irradiaba entusiasmo. Pedro se enterneció. La sola visión del chico lo inclinaba a una gran indulgencia.
– ¿Cuándo voy a poder bañarme otra vez? -preguntó Federico.
– ¡El año que viene, cuando te hayas curado! -le dijo Amalia con tono agrio.
– ¿Pero qué estás diciendo, Amalia? -dijo Pedro.
Y dirigiéndose a Federico, añadió:
– Dentro de dos o tres semanas estarás en condiciones y listo para una zambullida. Vamos a preguntárselo al doctor Paternostro. ¿Tienes mejor apetito, al menos?
– ¡Oh, sí, señor! Como bien. Al mediodía papá nos va a preparar una comida portuguesa. Una sopa de porotos secos con cebolla, tocino, trozos de chorizo…
Pedro frunció las cejas y gruñó: “¡Muy bien, muy bien!”, y se dirigió con paso resuelto hacia la casa del cuidador. Federico, Amalia y Friquette lo siguieron. Miguel trabajaba frente a la cocina, en un poderoso olor de porotos, tocino y cebollas.