– Sin duda es excelente eso que está preparando -dijo Pedro-. Pero a Federico le haría mejor un buen bife asado.
– No tengo, señor -dijo Miguel.
– Que venga entonces a comer conmigo hoy. Y mañana le diré a la señora Cousinet que compre lo necesario. Compréndame, Miguel, Federico necesita una alimentación sana y sencilla para su convalecencia.
– En nuestra casa, en Portugal, cuando alguien se enferma le damos sopa de porotos secos para que se ponga bien -gruñó Miguel.
Herido en su amor propio, se había ensombrecido bruscamente. No sabía qué hacer con toda su ruda cocina portuguesa.
– En fin, como usted quiera, señor -contestó.
– ¿Y yo puedo ir a su casa con mi hermano? -preguntó Amalia que se había detenido en el umbral.
– Por supuesto que sí -dijo Pedro.
Y acordándose de que la señora Cousinet le había preparado, como todos los domingos, una comida fría, añadió:
– Yo voy a hacer los bifes.
– No, no, señor -exclamó Amalia-. Sé hacerlos muy bien. Mi mamá me enseñó. ¡Ya verá!
Los dos chicos se alegraron con esta fiesta inesperada. Miguel apagó el gas de la olla. Tenía un rostro castigado. Pedro se llevó a los chicos. Friquette trotaba al lado de Federico, con el hocico levantado, buscando su mirada, rozando la mano que colgaba. Un poco más lejos venía Baltasar. Éste se detuvo en el umbral de la casa, mientras que la perra se precipitaba en el interior.
Se instalaron en la cocina. Federico puso la mesa. Pedro sacó la carne de la heladera y cortó los bifes, guardando el más grueso para el chico. Amalia se puso el delantal de la señora Cousinet encima del vestido y trabajó, ligera y seria, con gestos de una asombrosa seguridad. Vigilaba las rebanadas de carne que chirriaban, añadía un hilo de aceite, un trozo de manteca, movía el mango de la sartén, abría los orificios de la nariz para aspirar el buen olor de la carne asada, daba vueltas el molinillo de la pimienta. Con el bife, Pedro decidió que no comería más. Había puesto una lata a calentar a bañomaría, luego de haber leído el modo de empleo en voz alta, con tono sentencioso.
– ¿Y si hacemos panqueques de postre? -sugirió Amalia, muy excitada.
– Yo sería incapaz -dijo Pedro.
– Yo podría -dijo ella-. Tengo la receta de mamá.
– ¡Entonces, vamos! -dijo Pedro.
Y añadió con ostentación:
– ¡Te doy carta blanca!
Esta fórmula misteriosa transportó a Federico.
– ¡Oh, sí! -gritó, saltando sobre la silla-. ¡Carta blanca! ¡Adelante!
Friquette ladró; Baltasar alargó el cuello, mientras observaba la escena de perfil, sin franquear el umbral, y Amalia se puso a reunir los ingredientes. La harina, los huevos, la leche, el azúcar… Sabía el lugar de cada cosa en la cocina. Sus manos volaban por encima de las hornallas. Su nariz estaba manchada de blanco. En tres minutos la pasta líquida estuvo lista en un gran bol.
– ¡Has hecho para un regimiento! -dijo Pedro.
– Pero, no, señor, ya va a ver -dijo Amalia.
– ¡Tengo hambre! -anunció Federico, con la mano sobre el estómago.
En el intervalo, los bifes habían llegado a su punto de cocción. Se sentaron a la mesa alegremente. La carne era tierna y jugosa. El cuchillo cortaba un terciopelo rosa, calcinado en la superficie. Los granos de maíz, harinosos y azucarados, se fundían sobre la lengua. Federico devoraba. Sentado ante aquellos dos rostros de niños, Pedro descubría en sí mismo un hambre que no necesitaba de alimento. Era tan agradable, tan descansado como mirar el jardín por la ventana abierta. Como terminó su bife antes que “los hombres”, Amalia se levantó para preparar los panqueques. Vertía la mezcla sobre la sartén, vigilaba su cambio de consistencia, daba vuelta la tortilla con una espátula, la espolvoreaba de azúcar. Federico quiso probar él también. Ella se negó a cederle su lugar, diciéndole que no tenía “mano”.
Los panqueques que ella sirvió por fin eran demasiado gruesos, apenas cocidos en el interior, pero quemados en los bordes. Pedro decretó a pesar de todo que estaban suculentos. Los chicos los untaron con mermelada de fresas, los enrollaron y los cortaron en grandes pedazos que se comieron con glotonería. Insistieron en que Pedro hiciera otro tanto. Hubiera querido conformarse con una sola porción, pero por complacer a Amalia se contuvo y tendió una vez más su plato. La chica disfrutaba en su papel de madre de familia. Sin embargo, cuando Pedro le dijo: “Serías una perfecta ama de casa”, ella se enojó:
– No quiero ser un ama de casa.
– ¡Es cierto, quieres ser dentista! -dijo Pedro.
– Sí.
– ¿Y tú, Federico?
– Quiero hacer salvataje en la montaña o… o piloto de helicóptero…
– Para ser piloto de helicóptero hay que ser muy fuerte en matemáticas -cortó Amalia-. ¿Y tú ni siquiera sabes cuánto son nueve veces nueve!
– ¡Eso no es cierto! Tuve aprobado la última vez…
Peleaban, olvidándose de la presencia de Pedro, y éste se sentía orgulloso de su nueva libertad en su compañía. Friquette recibió los restos de la comida y un panqueque estropeado que devoró en dos golpes de lengua. Baltasar recibió un poco de maíz en una tacita. Luego del almuerzo los chicos pidieron permiso para ver televisión. Se negó: Nicole vendría a las cinco. Ella ya conocía “ La Buissonnerie ”, pues había venido muchas veces con unos amigos. Hoy era la primera vez que la recibiría sola. Era un acontecimiento importante.
Amalia lavó la vajilla en un abrir y cerrar de ojos y la ordenó en el armario. Como una perfecta ama de casa, borraba tras ella las huellas de su paso. María no lo hubiera hecho mejor. Cuando terminó, Pedro mandó de vuelta a los chicos y, refugiándose en su escritorio, tomó un libro al azar: Consideraciones sobre Francia, de José de Maistre. Un tratado rápido y virulento contra la república atea y en favor de la realeza de derecho divino. Luego tomó Las Veladas de San Petersburgo. Sumergido en la lectura, Pedro esperaba a Nicole sin impaciencia.
Puntual, a las cinco, atravesó la verja del jardín en su autito rojo geranio. Parados en el borde del camino principal, Federico, Amalia y Friquette la vieron pasar.
Al recibirla Pedro sintió una molestia que no había previsto. Ella, por el contrario, parecía muy a gusto en ese mundo cerrado que no era el suyo. El jardín, la casa, todo le agradaba.
– ¡Qué paraíso de frescura! -dijo ella-. ¡He tenido tanto calor en el camino, con esa tormenta que no se decide a estallar! ¿Sabes qué me gustaría? ¡Tirarme a la pileta!
No pudo oponerse a su deseo, la llevó al vestuario y se desvistió él también, sin ganas. Cuando ella apareció a la luz del sol, moldeada por su traje de baño negro, la carne rubia y firme, la sonrisa restallante, los cabellos aprisionados por un gorro, la cabeza achicada a causa de ello entre los hombros anchos, se sintió al mismo tiempo penetrado de admiración y como perturbado por una presencia demasiado maciza, demasiado deportiva y demasiado sana. Ella se hundió en una brusca decisión de todos sus músculos. Su estilo crawl era liviano y rápido. Moviéndose de un lado a otro, su cuerpo hendía el agua con la decisión de un animal acuático. Pedro se le reunió y nadó en su mejor estilo, pero sin lograr superarla. Habiendo hecho cuatro veces el largo de la pileta, ella siguió sobre la espalda, moviendo los brazos de adelante hacia atrás. Con la cara mojada, la boca entreabierta, ella entrecerraba los ojos, de cara al cielo gris y bajo. Un resplandor rasgó el horizonte. Algunas gotas de agua salpicaron la superficie del agua. Y bruscamente, las nubes estallaron en una catarata. Golpeados por la lluvia, Pedro y Nicole salieron de la piscina riéndose y se refugiaron en el vestuario. Desde el umbral de la cabaña, Pedro vio a Federico y a Amalia que se deslizaban bajo las ráfagas de lluvia. Habían estado espiando desde lejos, detrás de los arbustos, a los grandes que se bañaban. Ahora volvían corriendo a la casa del cuidador. Friquette los precedía, con sus saltos elásticos. Solamente Baltasar no se apuraba, feliz de aquella ducha celestial. Pedro sonrió ante esa procesión cómica a través de la confusión del diluvio. Los truenos resonaban, los árboles se estremecían, el agua crepitaba furiosamente sobre el techo del vestuario. Luego de haberse secado y vuelto a vestir, Pedro y Nicole se apresuraron, juntos, hacia la casa grande, protegiéndose la cabeza con las toallas.