Se instalaron en el escritorio para tomar el aperitivo. La lluvia paró. Un pálido sol entró por la ventana abierta. Un olor a bosque mojado se mezclaba al olor de los libros. Sentada en un sillón de cuero, las piernas cruzadas, un vaso en la mano, Nicole tomaba posesión de los lugares.
– Se está bien en tu casa -dijo ella-. ¡En el fondo, es el amor a tu casa, a tu jardín, lo que te convierte en un misántropo!
Reconoció que ella tenía razón. Ella lo interrogó todavía sobre su forma de vida en el campo, lamentó que no tuviera más a “aquella buena María” junto a él para librarlo de las preocupaciones domésticas, tuvo una palabra amable hacia Federico, al que había visto en el jardín:
– ¡Ahora tiene todo el aspecto de haberse repuesto por completo!
– No creo eso -dijo él-. Todavía está muy débil. ¡Tengo que vigilarlo de cerca!
Ella sonrió y habló de su crucero a Grecia, el mes próximo. De tanto en tanto, mientras charlaba, tocaba con la punta de los dedos un adorno sobre la mesa:
– ¡Qué hermoso es este cangrejo de bronce!… Y este pomo de caña, ¿es un objeto italiano?
A pesar de un enorme esfuerzo por separarse del pasado, Pedro sufría esta usurpación de su vida privada. Cada objeto que Nicole tocaba o siquiera miraba le recordaba a Susana. Naturalmente triunfante, con su peso, su calor, su exigencia, ella expulsaba de la casa el fantasma de aquella que había dispuesto todo, elegido todo aquí, desde el papel de las paredes hasta el picaporte de las puertas. Pedro debió obligarse a ser amable con aquella intrusa, a la que no podía reprochar sino su belleza y su vitalidad.
A la noche la llevó a cenar a un restaurante cercano de Barbizon, donde había reservado una mesa en el jardín. Aunque la noche todavía fuese clara, unas lamparitas adornadas de tela rosa brillaban en el centro de cada mantel, bajo el follaje. Había tanta gente aquel domingo que los mozos tenían dificultad para deslizarse entre los clientes. La cocina se perjudicaba con esta afluencia. Servicio lento y desordenado, salsas frías. Y un murmullo de feria turbando los oídos. A pesar de estos inconvenientes Nicole, imperturbable, estaba radiante. Para los postres ella sugirió panqueques. Sorprendido, no pudo negarse y dio la orden al maître d’hotel con una sonrisa interior.
– ¿No quieres mermelada con tus panqueques? -preguntó a Nicole con un tono juguetón.
– ¿Mermelada? -dijo ella riéndose. ¡Qué horror! No, por cierto… ¿Por qué mermelada?
– Por nada…
Los panqueques del restaurante eran mejores que los de Amalia. Sin poder resistirse, Pedro pensó en la cara golosa de Federico frente a los gruesos panqueques de su hermana. Luego, como sacado de un sueño, volvió a Nicole. Ahora que veía a la joven mujer en un terreno neutro, la encontraba otra vez atrayente. Tuvo ganas de quedarse siempre con ella entre los extraños. Pero habían convenido en que ella pasaría la noche en “ La Buissonnerie ”. Él confinó ese regreso en el círculo mágico de sus recuerdos. Todo pretexto le resultó bueno para retrasar la partida. Charló largo rato ante su taza de café. El restaurante se vaciaba. Fueron los últimos en irse.
En el dormitorio iluminado discretamente, el deseo de Pedro fue más fuerte que su disgusto. Ese cuerpo de mujer que tenía entre sus brazos no tenía nombre. Por primera vez hizo el amor en la cama donde Susana había muerto. En el momento del orgasmo, tuvo la impresión, al mismo tiempo, de un violento goce y de un crimen sin expiación. Lleno de dicha, con la carne debilitada y el cerebro lúcido, se dijo, para justificarse, que el olvido es la condición indispensable de la vida. No tenemos más que una tela a nuestra disposición para pintar en ella las diferentes etapas de nuestro destino. Es necesario, es sano, cubrir un color con otro. Siempre esta noción de salud que excluía la tentación de la nostalgia. Apretada contra él, Nicole buscaba sus labios. Ella estaba del lado de la curación. La abrazó sin prejuicios, se levantó y se acercó a la ventana. Abajo, en el fondo del jardín una débil luz. La lámpara de Miguel. Trabajaba en su pared. “Los chicos deben dormir desde hace un rato largo”, pensó Pedro. El recuerdo de su almuerzo con ellos le vino a la memoria y sonrió en el vacío. De pronto decidió que nunca volvería a invitar a Nicole a “ La Buissonnerie ”.
9
– Ya vas a ver, es una historia apasionante -dijo Pedro.
Dubitativo, Federico hojeaba los dos volúmenes que Pedro había comprado para él en una pequeña librería de Milly.
– No tiene ninguna figura -terminó por murmurar, decepcionado.
– ¡Ellas te vendrán a la cabeza solas cuando comiences a leer!
– ¡Yo sé qué es, Los tres mosqueteros! -dijo Amalia-. ¿Ocurre en la antigüedad, no es cierto, señor?
– Sí -dijo Pedro.
– ¿Habla de algunos alborotos? -pregunte Federico.
– Y otras cosas más -concedió Pedro, sonriendo.
Y añadió:
– Vas a leernos el primer capítulo en voz alta para entrenarte.
Federico hizo una mueca. La lectura era su punto débil. Pedro, que acababa de cenar, llevó a los chicos a su escritorio. Todavía el día estaba claro, a pesar de la hora. Un crepúsculo de verano, cálido y transparente. Federico se sentó en el suelo, en cuclillas, y abrió el primer volumen sobre sus rodillas. Enseguida se le adosó Friquette, con las patas de adelante rígidas, el cuerpo oblicuo, apoyando todo el hombro de su amo. Amalia se había ubicado, encogida, en una silla baja. Instalándose en su sillón, Pedro lanzó:
– ¡Muy bien, Federico, tú! ¡Te escuchamos!
Mientras que Federico leía el comienzo de la novela, con una voz monocorde, deteniéndose en las palabras complicadas, Pedro volvía a verse niño, descubriendo el mundo heroico y tumultuoso de Alejandro Dumas. Algunas frases despertaban en él lejanas resonancias. La descripción de D’Artagnan lo enterneció retrospectivamente: “Rostro alargado y moreno. Los pómulos sobresalientes, signo de astucia. Los músculos maxilares enormemente desarrollados, índice infalible por el cual se reconocía a un gascón, aun sin birrete, y nuestro joven llevaba un birrete adornado con una pluma”. Escrutando a Federico, Pedro descubría en aquella fisonomía aplicada los signos del entusiasmo que había experimentado alrededor de cuarenta años atrás. Le hubiera gustado, a través de aquel pequeño extraño, revivir su propia infancia. Pero Federico parecía apenas consciente de lo que leía. Las cejas contraídas por el esfuerzo, cortaba las frases sin tener en cuenta su sentido. Cada tanto Pedro le corregía una falta. Pero lo animaba también: “Sigue. Ya ves que estas leyendo mejor”. En realidad estaba consternado. “¿No era yo más adelantado a su edad?”, se preguntaba. Y se trasladó a la época de su primera pasión por los libros. Su habitación de niño se abrió hacia él, con sus juguetes, su olor, su lámpara de pie de metal, y la página brillantemente iluminada, cuyas líneas seguía con el dedo. El mundo, entonces, hervía de personajes imaginarios más cercanos a él que sus propios padres. D’Artagnan daba el brazo al capitán Nemo, Miguel Strogoff cabalgaba junto a Ivanhoe. ¡Los sueños de Federico estaban tan alejados de los suyos! Era absolutamente necesario afinar el espíritu de aquel chico, despertarlo a los valores eternos de la cultura, sustraerlo a la fascinación de la televisión y de las historietas. Merecía otro destino que aquel que se le preparaba a la sombra de su padre. Luego de cuatro páginas, Federico manifestó su cansancio con un bostezo. Amalia le arrancó el libro de las manos: