– ¿Puedo leer yo ahora, señor?
Lo hizo, y el relato tomó un giro más comprensible. Era visible que ella se envanecía de leer mejor que su hermano. Hasta ponía distintas entonaciones en los diálogos. Aunque ella mereciera sus elogios, Pedro no le hizo ninguno para no humillar a Federico. Luego de ella, él mismo se apoderó del libro. Esta vez, mientras escuchaban, los dos chicos parecieron subyugados por los exitosos golpes de espada de D’Artagnan y la radiante aparición de Milady. Pedro leyó largo rato, sostenido por la atención maravillada de su auditorio y el encanto de sus propios recuerdos. Cuando se detuvo, juzgando que la sesión había durado demasiado, Federico le suplicó:
– ¡Otro poco, señor!
Conmovido se apresuró a seguir. Habiendo llegado a la última frase de un capítulo demasiado movido, decretó:
– ¡Terminado por esta noche! Van a leer el resto ustedes solos.
Entonces Federico preguntó si no podría “ver un poco de tele”. A pesar de su cara implorante, Pedro se negó:
– ¿Has visto la hora? Tu padre debe estar esperándolos.
– ¡Oh, no señor! -dijo Federico-, está junto a su pared.
– No es una razón para que se retrasen aquí. ¡Largo de aquí! ¡A la cama! ¡Además, no hay nada bueno en televisión!
Pedro se castigaba, enviando a los chicos. Pero era por disciplina. Por lo menos trataba de convencerse de eso. Ya era de noche. Encendió la luz que iluminaba el comienzo de la alameda, frente a la escalinata, y miró alejarse aquellas dos siluetas frágiles. Amalia caminaba con un paso calmo y regular, mientras que Federico saltaba a su lado, seguido por una Friquette que saltaba y brincaba. En cuanto a Baltasar, debía estar como de costumbre a esa hora, durmiendo en su jaula, con la cabeza debajo del ala.
El negocio, especializado en la venta de maquetas de trenes, no había cambiado desde la época en que Pedro iba con su padre. Al franquear el umbral, lo sorprendió constatar que la mayor parte de los clientes eran hombres de edad madura. Sin duda iban allí no para complacer a sus hijos sino para completar su colección personal. El rostro serio, con un catálogo en la mano, discutían de técnicas ferroviarias con los vendedores. Prudentemente, Pedro esperó su turno. Como en la época en que, de muchacho, soñaba frente a la instalación de las locomotoras. Por cierto que el material se había modernizado, los trenes de hoy tenían un diseño aerodinámico. Pero el placer de la contemplación era el mismo que en otra época. Ante esos juguetes, el chico que Pedro había sido se confundía con el chico que recientemente había entrado en su vida. Era precisamente a la edad de Federico, poco antes de la guerra, que había instalado su primer circuito en un rincón del cuarto de plancha, y la mucama se lamentaba porque debía saltar una conexión de vías para acceder a la mesa de planchar. Como había amado apasionadamente aquel juego Federico no podía permanecer insensible. La idea se le había ocurrido de improviso, mientras que trabajaba, aquel mediodía, en la dentadura de una cliente. El tiempo de verificar en la guía de teléfonos que el negocio existía todavía, y había saltado sobre su auto. Ahora gozaba por anticipado con la sorpresa de Federico, con su alegría. Comenzarían con un recorrido razonable, para seguir luego completándolo. Pensándolo bien el material le pareció insuficiente y lo completó según su fantasía. Salió con los brazos cargados de paquetes. De golpe se acordó de la existencia de Amalia: ella se sentiría defraudada si se le hacía un regalo a su hermano sin llevarle nada a ella. Entró en un negocio, compró una muñeca y volvió al auto.
Los recuerdos de su infancia lo persiguieron hasta la noche. Como si la compra del tren hubiera puesto en movimiento el mecanismo de su memoria profunda. Él, que casi nunca pensaba en sus padres, ese día no podía desligarse de ellos. Había perdido a su padre a los doce años. Un hombre bueno y recto que participaba de los juegos de su hijo, con el cigarrillo colgando de un extremo de la boca, el ojo izquierdo semicerrado. Juntos, miraban correr los vagones por los rieles. Su padre fumaba demasiado. Su madre se lo reprochaba a menudo. Cuando renunció al cigarrillo era demasiado tarde. Su tos ronca, su delgadez, su pupila dilatada. Minada por la pena, la madre de Pedro no había sobrevivido mucho a su marido. Tal vez hubiera sucumbido al abuso de los tranquilizantes. Luego Pedro había vivido en la casa de su tía Matilde, la hermana de su madre, que se había ocupado de él hasta el fin de sus estudios. Una mujer dulce y suave, que, según su propia expresión, le dejaba “la brida en el cuello”. Ella también había muerto. Pero mucho tiempo después, cuando acababa de abrir su consultorio de dentista. Todos esos fantasmas mantenían alrededor de él una atmósfera de tierno pesar, de la que desconfiaba como de una invitación de sucumbir frente a las dificultades de la existencia.
Cuando llegó a “ La Buissonnerie ”, Miguel y los chicos habían terminado de cenar. Amalia ordenaba la vajilla. Federico, sentado ante la mesa de la cocina, descifraba Los tres mosqueteros. Había recuperado el color y había crecido luego de su enfermedad. Cuando vio los paquetes sus ojos se avivaron:
– ¿Qué es esto, señor?
Y con dedos impacientes desató los hilos, apartó los papeles. Al descubrir el tren lanzó un clamor de alegría salvaje. Pedro se dijo que había adivinado. También había comprado maquetas de una estación, del hangar, de casas en miniatura para unir y armar un conjunto, para rodear la vía férrea. Todo gustó a Federico. Se arrojó contra el pecho de Pedro, que le rodeó la cabeza con las manos. Amalia miró largamente a su muñeca, la dio vuelta, la volvió a mirar y agradeció con tono mesurado. Friquette, aunque no había recibido nada, ladró para manifestar su alegría.
– Los mima demasiado, señor -dijo Miguel-. No era necesario.
No era una simple fórmula de cortesía. Había un reproche en su voz. Pedro desdeñó responderle. Con Miguel, tenía la costumbre de ese hablar abrupto. En otra época usaba a María como intermediaria para transmitir sus instrucciones al jardinero. Ella explicaba todo a su marido en portugués. Ahora que ella no estaba allí, Pedro tenía la impresión de que un desierto lo separaba de aquel hombre, amurallado en su incomprensión original. Ya Federico empalmaba las vías sobre los mosaicos de la cocina.
– Aquí no -dijo Miguel-. Les caminaríamos encima.
– ¿Dónde entonces? -preguntó Federico.
– En tu habitación.
– ¡Allí no hay lugar! -dijo Amalia.
Pedro fue a la habitación de los chicos y verificó que, en efecto, el espacio entre las dos camas y la puerta era demasiado exiguo como para alojar un circuito conveniente.
– ¿Y entonces qué? ¿No voy a poder jugar nunca con mi tren? -se apenó Federico.
– Sí, dijo Pedro-. Tengo una idea. Vamos a instalar el tren en la sala de billar, al lado de mi escritorio.
– Pero eso no es posible, señor -dijo Miguel-. Si usted hace eso, nunca va a poder jugar al billar.
– ¡Hace un siglo que no juego, Miguel!
– ¡Igual!
– ¡Me consolaré jugando al tren! -dijo Pedro riéndose-. Además, el tapete de la mesa de billar tiene algunos desgarrones. Lo vamos a recubrir con una hoja de aglomerado y dispondremos encima todos los juguetes.
– ¡Oh, sí, será lindísimo, señor! -exclamó Federico.
– Venga conmigo, Miguel -exclamó Pedro-. Vamos a tomar enseguida las medidas de la hoja de aglomerado. Usted la encargará mañana en lo de Mauricet. Que él la corte delante de usted.
Todo el grupo se dirigió en procesión hacia la casa. Friquette cerraba la marcha. La sala de billares, sin uso desde hacía mucho tiempo, olía a humedad. Con un metro en la mano, Miguel calculó las dimensiones de la futura superficie de maniobras ferroviarias. Era evidente que no había comprado suficientes accesorios para armarla. Pedro no se puso a cenar sino después de haber arreglado todos los problemas relativos al nuevo destino del aposento.