Salió del escritorio, se puso su impermeable y fue hasta el fondo del jardín, al garaje, pequeño edificio del mismo estilo que la casa, con sus paredes encaladas, invadidas por la hiedra, y su techo de viejas tejas musgosas. En el camino se encontró con Miguel que empujaba una carretilla llena de hojas secas y de ramas. El jardinero no dio vuelta la cabeza hacia él. Brusco, llevaba el duelo del árbol.
A su vuelta de París, a la tarde, Pedro guardó su auto, cerró las puertas corredizas del garaje y fue a enfrentarse con el vacío frente a la escalinata. El hueco del honcón estaba lleno de tierra y recubierto de grava nueva. La casa, privada de su centinela con ramas, parecía más cercana, más abierta. Sin embargo, un tronco gris pesaba en el pecho de Pedro. “¡Quizás no hubiera debido hacerlo…!”, se preocupaba. Los hijos de María y Miguel estaban allí, pensativos, como frente a una tumba. Amalia, de doce años, y Federico, de diez, con la cabeza baja. Al volver de la escuela habían ido al lugar para darse cuenta del efecto. Por lo general nunca se aventuraban tan cerca de la casa grande. María había salido a la escalinata para recibir al señor. Tenía un rostro iluminado por el optimismo y la bienvenida. A través de ella era toda “ La Buissonnerie ” que se alegraba de la llegada de Pedro. La chiquita dijo con voz menuda:
– ¡Oh, pobre tilo!
Sin dar a Pedro tiempo para que respondiera, María se precipitó sobre sus chicos y exclamó:
– ¿Qué hacen aquí, los dos juntos? ¿Me hacen el favor de volver a la casa?
Los chicos se fueron corriendo. María tomó el abrigo de Pedro y le dio las últimas novedades: los podadores se habían llevado el árbol al pajar. La señora Cousinet que había “venido a ver”, como vecina, pensaba que hubieran debido cortar el árbol desde hacía mucho tiempo. ¡Y la señora Cousinet no era de esas mujeres que disfrazan sus sentimientos para agradar! María le había comprado algunos huevos para la tortilla de queso. Eran muy frescos. La señora Cousinet alimentaba a sus gallinas con grano. En aquello residía la diferencia. Pedro pasó a su escritorio para leer la correspondencia, que lo esperaba sobre un velador. Poco después María anunció que el señor estaba servido. Se sentó a la mesa en el comedor, con un libro abierto cerca de su plato. Las Máximas de La Rochefoucauld. Las sabía de memoria, pero cada vez que volvía a sumergirse en esa filosofía lúcida, cruel y sana, experimentaba un nuevo placer. Un agresivo olor a manteca fundida se expandió en el aire. Ya con apetito, Pedro desplegó la servilleta y se sirvió un vaso de vino. Al lado del vaso, en una vasija de greda, había un ramo de primaveras recién cortadas. Esta atención de María lo conmovió. Cuando trajo la tortilla de queso, le dijo, con una mirada a las flores:
– Gracias, María. ¡Son muy lindas!
Ella enrojeció de placer y balbuceó:
– ¿No es cierto, señor? ¡A la señora le gustaban mucho!
2
Luego de acompañar a su paciente hasta la puerta, Pedro volvió hacia la secretaria sentada a su mesita, en la antecámara, y echó un vistazo al libro de citas: el señor Dumézieux y su puente, la señora Kast y su prótesis… En menos de una hora habría terminado. Le causaba fastidio volver a su casa. A menudo Milly-la-Forêt le parecía en el fin del mundo. Pero nunca aceptó abandonar “ La Buissonnerie ” para establecerse en París. En verdad, experimentaba una necesidad física de hundirse cada tarde en la paz de la vieja morada provinciana. Desde la desaparición de Susana le parecía hasta que se había ligado a aquellas paredes impregnadas de su recuerdo. Soñó con una conversación silenciosa con ella. Su espíritu flotaba. Una sonrisa triste afloró a sus labios. La secretaria lo observaba. Abrió la puerta del salón. El señor Dumézieux se levantó. Pedro lo llevó a su consultorio. Luego que su ayudante instaló al señor Dumézieux en el sillón, experimentó un ligero aturdimiento y endureció los hombros. Soportaba una jornada de trabajo en los brazos. Con el espejo en la mano, se inclinó sobre la boca abierta. Su sonda tocó delicadamente el diente sensible. El señor Dumézieux se estremeció. Pedro tomó una radiografía e hizo que la revelara su ayudante. Sonó el teléfono interno. Molesto, descolgó el aparato. ¿Por qué lo molestaban? Había dado órdenes muy precisas. La secretaria balbuceó que se trataba de la vecina del señor, en Milly, la señora Cousinet, que quería hablarle con urgencia. Aceptó la comunicación. En el receptor, una voz ahogada:
– ¡Ah, señor Jouanest! ¡Ha ocurrido una gran desgracia! ¡La pobre María fue atropellada por un automóvil!
– ¿Qué? -exclamó-. ¿Es grave?
– ¡Sí, señor, muy grave! ¡La llevaron al hospital…! ¡Murió en la sala de operaciones…! ¡Estoy aquí, con Miguel…! ¡Está como loco…!!No sé qué hacer…!
Pedro crispó los dedos en el receptor. Un velo blanco se corrió dentro de su cabeza. La muerte de María se le apareció como la quiebra de su universo. La luz que lo rodeaba ya no era la misma. Aturdido por el golpe, con el aliento cortado, guardaba silencio.
– ¡Hola! ¡Hola! Señor, ¿me escucha? -dijo la señora Cousinet.
– Sí, sí, ¡es terrible! -dijo por fin-. ¿Desde dónde me habla?
– Desde el hospital de Corbeil.
– Está bien. Ya voy para allí.
Volvió al lado de su paciente que, mientras tanto, se había enjuagado la boca. Su primera idea fue no cambiar para nada su programa. Atendería al señor Dumézieux, a la señora Kast y saldría enseguida. Aunque llegara media hora más temprano o más tarde, el destino de María estaba jugado. Pero no podía concentrar su atención. Mientras sus manos trabajaban maquinalmente, se sintió en el lugar del drama. No había pedido detalles sobre las circunstancias del accidente. Lo importante no era la hora, el lugar, las responsabilidades, sino el hecho mismo en su brutalidad absurda. De pronto se acordó de que había invitado a los Harteville para el fin de semana. Habían planeado juntos un partido de golf para el domingo, en Fontainebleau. La alegría de María cuando le anunció la visita de los Harteville. A ella le gustaba ayudarlo a recibir. La vio discutiendo el menú, con excitación y eficiencia. Ante este recuerdo banal, su garganta se contrajo. Lo quisiera o no, ese duelo ancilar se convertía en un duelo familiar. Se sorprendió considerando todos los desarreglos de orden doméstico que la desaparición de María llevaría a su vida. No terminaba de enumerarlos en su cabeza. Cuanto más avanzaba en su trabajo sobre la dentadura del señor Dumézieux, menos ganas tenía de llevar la operación hasta el final. Bruscamente, renunció a realizar el molde del puente. Lo terminaría en una cita posterior. Luego de acompañar al señor Dumézieux, pidió a su colaborador, Marco Véry, que lo reemplazara con la señora Kast: se trataba de una simple visita de control.
– Tengo que irme ahora mismo -le dijo-. María, la esposa de mi jardinero, ha sido víctima de un accidente. Murió… ¡Es espantoso!
Marco Véry, un joven operador rosado y atlético, se compadeció de su confusión. Pedro le agradeció y cortó. Junto a él se sentía al mismo tiempo respaldado por un profesional de calidad y desorientado por la diferencia de generación. Si a veces podía olvidarse de que tenía cincuenta y tres años, sólo de ver a Véry recordaba su edad. Encontraba bien obligarse a hacer un cuarto de hora diario de gimnasia todas las mañanas, a seguir un régimen, a suprimir el alcohol y los cigarrillos, la usura del alma estaba allí, acentuada por la noción de su soledad. Inopinadamente se dijo que ese consultorio de dentista, que había arreglado y equipado con grandes gastos, con su casa, era todo lo que lo ataba todavía a la vida. Pidió a la señora Kast que lo disculpara, le presentó a su colaborador, pasó a ver al mecánico para cerciorarse de que la prótesis estaría lista a tiempo para el señor Dumas, se sacó el delantal, se puso el saco y desdeñando el ascensor, bajó la escalera como una tromba.