Al día siguiente, que era viernes, telefoneó desde París a Miguel para saber si el carpintero había cortado y entregado la hoja de aglomerado. Fue Federico el que le respondió: la hoja de aglomerado ya estaba en su lugar. Había sido necesario unir dos de ellas para llegar a las dimensiones necesarias.
– ¡Es formidable! -gritó Federico al otro extremo del teléfono-. ¡Hola! ¡Hola!… ¿Usted escucha, señor?
– No hables tan fuerte -dijo Pedro-. ¡Me rompes los oídos!
– ¿Cuándo va a venir, señor? ¡No podemos instalar los rieles sin usted! ¡No podemos hacer nada sin usted! ¡Lo esperamos!
– Trataré de volver un poco antes -prometió Pedro.
Su propia impaciencia lo divertía. Aprovechó de un momento en blanco entre dos citas para volver al negocio y comprar rollos de papel verde afelpado que imitaba el césped, rieles curvos y rectos suplementarios, un túnel, un puente metálico. Apenas había llegado al consultorio, lo llamó por teléfono Nicole. Un contratiempo: no podría verlo, la semana próxima, porque tenía que ir a Londres por algunos días. Esto no lo contrarió de ninguna manera.
Todo el sábado estuvo ocupado con el armado del papel afelpado y la fijación de los rieles según un esquema previamente establecido. Sentada en un rincón de la sala, con su muñeca al lado, Amalia observaba a los tres hombres que se afanaban alrededor del billar. De tanto en tanto Pedro se apartaba un paso para admirar el paisaje liliputiense. Luego regresaba al trabajo, se encarnizaba sobre los tornillitos, empujaba minúsculas aletas en sus ranuras, instalaba el transformador. Miguel, con sus gruesos dedos, no podía ser de ninguna ayuda en un trabajo tan minucioso. Se balanceaba, con la cara hosca, la mirada ausente. Luego de un momento gruñó:
– ¿Puedo irme, señor? ¿No me necesita para nada más?
– ¡Pero sí! -dijo Pedro, molesto-.Váyase, Miguel. ¡Tiene otras cosas que hacer!
Entonces Amalia, abandonando su muñeca, se acercó a la mesa y se puso ella también a observar los rieles. Con las cejas fruncidas, el labio inferior voluntarioso, manejaba los tornillos con la ligereza y la precisión de un relojero. Luego de cada operación se desplazaba lateralmente para dedicarse al riel siguiente. A un mismo tiempo seria y jubilosa, era visible que estaba en lo suyo. Federico se impacientaba y preguntaba cada diez minutos: “¿Y ahora lo podemos poner en marcha?”
Fue recién el domingo a la mañana que Pedro hizo caminar el primer convoy, delante de los chicos. El tren en miniatura serpenteaba a través de una pradera verde, pasaba debajo de un túnel, franqueaba un puente, cruzaba a otro tren que venía en sentido contrario. Federico accionaba los mecanismos según las indicaciones de Pedro. Algunas curvas eran demasiado cerradas. Unos vagones descarrilaron.
– ¡Un accidente! -aulló Federico en el colmo de la alegría.
Volvieron a enderezar los vagones, los engancharon a la locomotora. Pedro hizo rodar al convoy en marcha atrás y lo condujo sobre una vía del garaje para dejar enfilar al otro convoy. Estas maniobras exactas, destinadas a evitar los choques de vagones, lo divertían como un juego de destreza. Friquette había escalado una silla y allí, con el cuello extendido, observaba con una mezcla de temor y curiosidad esta máquina diabólica que corría en todo sentido sobre la mesa. A veces, un gruñido nervioso se escapaba de su garganta. Federico la hizo callar con un manotazo. Con los ojos agrandados por el asombro, Amalia exclamó:
– ¡Voy a buscar a mi padre! ¡Tiene que ver esto!
Se fue corriendo y volvió seguida por un Miguel con ojos opacos y suelas de plomo. Luego de una mirada al ferrocarril, dijo:
– Está muy bien… muy bien… Pero es tarde… Federico, Amalia, vengan. Hay que poner la mesa…
Un ruido de pelea guió a Pedro hacia la sala de billar. Recién había vuelto de París, luego de una jornada agotadora, y todavía no había visto a los chicos. Los encontró frente al tren. Amalia, radiante, manipulaba el transformador y guiaba a los convoyes, cada uno según su itinerario, con astucia y destreza, mientras que Federico, de pie detrás de ella, la amenazaba con el puño y gruñía:
– ¡Deja eso, idiota, o te daré una cachetada!
– ¿Qué ocurre? -preguntó Pedro.
– ¡No me deja jugar! -farfulló Federico-. Dice que no sé, que soy demasiado chico. El tren es mío, de todos modos. ¡Es mi regalo, es mi tren!
– Lo estropea todo, señor -dijo Amalia-. ¡Lo que le gustan son los accidentes!
Y volviéndose hacia Federico, añadió:
– ¡No es así como se hace! ¡No se enreda el transformador en todas las direcciones! ¡Lo vas a romper!
– Escucha, Amalia -dijo Pedro tranquilamente-. Por supuesto, eres grande y te desempeñas mejor que él. Pero hay que dejarlo. Si no no va a aprender nunca. Y además, el tren es un juego de varones…
Un fulgor de venganza iluminó los ojos de Amalia. De un golpe tiró los vagones que pasaban delante de ella.
– Bien, señor -dijo entre dientes.
Y abandonó la habitación, con la muñeca en los brazos. Poco después volvió y arrojó la muñeca en el hueco de un sillón, desdeñosamente. La figura de plástico quedó allí, con los ojos abiertos, las piernas separadas, los brazos tendidos hacia el vacío. Una vez logrado su efecto, Amalia volvió a salir haciendo volar su falda en un movimiento de femineidad ofendida. “¡Es el calco de su padre!”, pensó Pedro, dividido entre la irritación y la diversión. Federico enderezó los vagones con hipos de pena. Su enfermedad lo había vuelto por cierto más emotivo. Era necesario dirigirlo. Pedro le mostró, por décima vez, el funcionamiento del transformador:
– Gira el botón a la derecha, suavemente… No, así lo das vuelta a la izquierda…
Federico resoplaba, suspiraba, volvía a comenzar, con las cejas crispadas, los dedos torpes. Su torpeza, de la que era consciente, lo irritaba. Era visible que esperaba plantar todo allí. Para calmarlo, Pedro le limpió la cara con su pañuelo y anunció alegremente:
– ¿Sabes qué vamos a hacer? Mañana es sábado. Bueno, te voy a llevar a París a ese negocio donde tienen todo lo que se necesita para los trenes en miniatura.
– ¿Vamos a ir nosotros dos, usted y yo, o con Amalia?
– ¡Con Amalia, por supuesto! -dijo Pedro-. Debes ser amable con tu hermana. De esa manera ella será amable contigo.
Sin embargo, al día siguiente por la mañana, cuando Pedro anunció su intención a Amalia, ella respondió con tono agudo:
– Gracias, señor. Pero no quiero ir a París. Prefiero quedarme aquí con mi padre.
– ¿Dónde está tu padre?
– En Milly. Pero va a volver pronto.
– ¡Te vas a aburrir completamente sola!
– Nunca me aburro, señor.
Federico piafaba delante del auto. Sin duda lamentaba que su hermana no cambiara de idea.
– ¿Vamos entonces? -preguntó en un soplo.
Cuando se sentó en el auto, Friquette saltó y se ubicó con soberbia en el asiento trasero.
– ¡Ah no! -dijo Pedro-. ¡Tú no, Friquette! ¿Quieres bajar?
– ¿No podemos llevarla a París, señor? -imploró Federico.
Pedro se negó. Comprendiendo que estaba condenada, Friquette hizo un gesto de mártir, con las orejas caídas, el hocico humilde, y se deslizó al suelo.
– Tú te ocuparás de ella, Amalia -dijo Federico.
Sentada en cuclillas sobre el umbral de la casa del cuidador, Amalia se comía una uña.
– No -dijo-. Tengo otras cosas que hacer.
La misma fórmula de la que Pedro se había servido poco antes para mandar a Miguel a sus ocupaciones, mientras que él se quedaba a jugar a los chicos. ¿Lo habría dicho a propósito?