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Federico bajó del coche renegando y ató a Friquette a una cuerda que colgaba del tronco de un árbol. Inclinada sobre ella, la acarició y la abrazó murmurándole:

– Sé buena, mi Friquette. Vas a cuidar la casa. ¡Volveremos enseguida! -Friquette tendía la pata y gemía para que tuvieran lástima de ella.

– ¡Es una artista consagrada tu Friquette! -dijo Pedro riéndose.

Y reunió en una mirada emocionada al chico y a la perra, quienes se comprendían tan bien. ¡Qué bullente sensibilidad la de ese chico! ¡Cómo se parecía a María! Por fin Federico, separándose bruscamente, corrió hacia el auto y se instaló a su vez en el asiento trasero.

Tomaron la ruta con alegría, dejando detrás de ellos a una Friquette atada al poste del sacrificio y a una Amalia aferrada a su orgullo.

El sábado por la mañana Pedro no trabajaba, pero su colaborador atendía las urgencias. En lugar de ir directamente al negocio, pasó primero por la calle Francisco 1º, donde estaba el consultorio. El chico quedó maravillado por todos esos mecanismos de precisión. En la blanca habitación brillaban unas herramientas misteriosas, y él se creyó, dijo, en la habitación de una nave espacial. Pedro apreció su asombro. Le explicó el funcionamiento de todos los aparatos, lo llevó a lo del protesista, le presentó a su asistente y a Marco Véry:

– Ya les hablé de Federico, que me tuvo tan preocupado cuando estaba enfermo. Y bueno, aquí está. ¿No es verdad que tiene buena cara para ser un convaleciente?

Y adivinó en los rostros una respuesta a la ternura que él mismo sentía. Hizo que el chico se sentara en el sillón, tomó un espejo, una sonda y dijo:

– Aprovecharé para examinarte los dientes.

– ¡Me va a lastimar! -gimió Federico.

– Pero no. Abre bien la boca.

La dentadura de Federico era de una regularidad y de una solidez perfectas, pero de una prolijidad dudosa.

– Dime, tú -gruñó Pedro-, ¿te lavas los dientes todos los días?

– No lo sé, señor -balbuceó Federico.

– ¿Tal vez lo hagas una vez por semana?

– Sí, tal vez.

– Entonces, cuando seas grande como yo, ¡no vas a tener dientes!

Con los ojos desorbitados, las manos sobre las rodillas, Federico recibió el veredicto sin pestañear. La época en que sería “grande” estaba tan lejos que no estaba dispuesto a inquietarse ahora. Las mangas de su saco, que no era de su medida, descubrían sus muñecas delgadas y huesudas.

– Enjuágate la boca -dijo Pedro.

Federico llevó a sus labios el vasito lleno de agua perfumada, la pasó de una mejilla a la otra, la escupió y dijo:

– ¡Esto es requetebueno!

Luego acompañó a Pedro a su escritorio y, sentado en una silla, lo escuchó dictar unas cartas al grabador para su secretaria. Esta extraña ceremonia pareció impresionarlo vivamente. Tenía el mismo rostro cautivado que frente al aparato de televisión.

Después de haber dado sus instrucciones al grabador para la última carta, Pedro acercó subrepticiamente el micrófono a Federico. Sin atemorizarse, el chico exclamó:

– ¡Todo esto es lindísimo! ¡Es una lástima que Amalia no pueda verlo!

Una vez grabada esta declaración, Pedro rebobinó la cinta y se la hizo oír. Al escuchar su propia voz que salía del aparato, Federico se asombró, dudó, se alegró. Miraba de hito en hito el aparato misterioso y a Pedro, que permanecía impasible. Los ojos del chico brillaban con la felicidad del descubrimiento. Quiso hablar otra vez por el micrófono. Pero Pedro le recordó que tenían que pasar por el negocio de los trenes en miniatura. Instantáneamente Federico saltó de un placer a otro. Olvidado del grabador, no pensaba más que en los trenes.

– ¡Oh, sí, vamos enseguida, señor!

Se retorcía de impaciencia. En el negocio, cayó en éxtasis frente a una locomotora de modelo antiguo, con su alta chimenea y sus rutilantes cobres. Pero era una pieza de colección y no se vendía. Pedro se conformó con comprar algunas vías curvas y pasos a nivel, que les resultaban indispensables.

Cuando estuvieron con sus paquetes sobre la vereda, Pedro decidió:

– ¡Ahora, volvamos!

Una vez en el torbellino de los automóviles, sobre la autopista, manejó con más prudencia que de costumbre. La presencia de Federico en el asiento de atrás le daba una impresión de exaltadora responsabilidad y fuerza.

Al llegar a “ La Buissonnerie ”, encontró a Miguel y a Amalia ocupados en arrancar los yuyos, en el prado.

Friquette, todavía atada, ladraba quejosamente. Federico se precipitó a desatarla. Volvió con la perra, que saltaba mordiéndole los talones, las pantorrillas, las manos, en la alegría del reencuentro. Luego, hundiéndose en el auto, sacó los paquetes y gritó:

– ¡Mira! ¡Tenemos más trucos para el tren!

– ¿Crees que me importa? -dijo Amalia.

Se comía a su hermano con los ojos de ganas. Luego de haber cumplido, con ladridos y piruetas, con sus deberes de bienvenida, Friquette se puso a perseguir, según su costumbre, al pato Baltasar. Apoyado sobre el mango de su escardador, Miguel, con rostro que parecía esculpido en madera, no decía palabra. La señora de Cousinet salió de la casa y preguntó si el señor había almorzado.

– No -dijo él-. ¿Por qué?

– Son las dos menos cuarto, señor -dijo la señora Cousinet-. No sabía qué tenía que hacer.

Él entró al comedor. La mesa estaba preparada para un cubierto.

– Federico y Amalia van a almorzar conmigo -dijo Pedro.

– Amalia ya almorzó con su padre, al mediodía -dijo la señora Cousinet.

– Entonces añada un cubierto para que coma Federico.

La señora Cousinet plegó los labios y obedeció. Federico se ubicó enfrente de Pedro. Cuando les servía, la señora Cousinet tenía un aire estirado, como si hubiera desaprobado la intimidad excesiva del señor con los hijos del jardinero. Sin duda su respeto por las jerarquías sociales se oponía a tales encabalgamientos. Indiferente a su humor, Pedro la felicitó por su asado con zanahorias y ella se distendió un poco. Amalia apareció a los postres y aceptó probar la ensalada de frutas; Pedro le tuvo lástima.

– Sabes que examiné los dientes de Federico -le dijo-, y pienso llevarte el próximo sábado a París para examinar los tuyos.

Ella enrojeció y sus ojos se llenaron de lágrimas. Hiciera lo que hiciera, siempre su lugar era el segundo después de su hermano. Pero esa humillación de buscarla en segundo término valía más que nada.

– Gracias, señor -murmuró.

La señora de Cousinet, encorsetada en sus principios, levantaba la mesa.

10

El sábado siguiente, de acuerdo a su promesa, Pedro llevó a Amalia y a Federico a París. Al examinar la dentadura de la niña la encontró tan sana como la de su hermano. Pero sus incisivos centrales superiores se encabalgaban imperceptiblemente. Hubiera sido necesario un aparato para corregir aquel ligero defecto. Pedro ya había hablado a Miguel de esto y había chocado con un rechazo categórico. Para el jardinero se trataba de una coquetería malsana: “¡Si Dios la hizo así, ella debe quedarse así!”. La misma Amalia, a la que Pedro, por un prurito de conciencia, le había señalado esta imperfección, reaccionó como su padre:

– No, señor, no quiero. Me gusta más quedarme así.

– ¡Es una estupidez! -dijo Pedro-. Más tarde lo lamentarás. ¡Eres linda y lo serías más todavía!

Ella enrojeció, se enderezó en el sillón y murmuró:

– ¡No quiero ser linda!

Pero era indudable que aquel cumplido indirecto la había desinflado. Se había puesto su mejor vestido, color ciruela con dibujos rosados, para ir a la ciudad. Cuando se vio en la calle, entre Federico y Pedro, su rostro se abrió. Hacía un lindo día. Todo París estaba de vacaciones. Los paseantes, con vestimentas veraniegas, se detenían perezosamente en las veredas. Las carrocerías de los automóviles eran otros tantos espejos que reflejaban en los ojos el brillo fulgurante del sol. Delante del embelesamiento mudo de la chica, Pedro preguntó: