– ¿Es tal vez la primera vez que vienes a París?
– No, señor -dijo Amalia-. Ya vinimos, hace mucho tiempo, con papá y mamá. Almorzamos en lo de los primos. ¿Está muy lejos la torre Eiffel?
– A dos pasos. Voy a llevarlos.
– ¡Sí, sí! -exclamó Federico-. ¿No es cierto que es la construcción más alta del mundo?
Pedro lo sacó de su error y manejando con lentitud se ubicó en la hilera de automóviles estacionados frente al Campo de Marte. Una oleada de turistas, con la máquina de fotos en bandolera, asediaban la torre. El asombro de los chicos, sus exclamaciones, sus preguntas entrecruzadas encantaron a Pedro como si la ciudad hubiera sido un regalo que les hacía.
– ¿Y Los Inválidos? -preguntó Amalia-. ¿Dónde está, señor? Allí esta enterrado Napoleón, ¿no es cierto?
Pedro, orgulloso, llevó a Federico y Amalia a Los Inválidos y les mostró, de lejos, la cúpula y los cañones. Desde allí volvieron hacia el Arco del Triunfo.
– ¡Qué grande que es! ¡Yo tendría miedo de vivir aquí! -decía Amalia.
– ¡A mí me gustaría! -dijo Federico-. ¡Está lleno de autos!
Hacía como si tuviera un volante entre las manos y gruñía, con los labios agitados por un ligero temblor:
– ¡Brrm! ¡Brrm!
Era evidente que corría las veinticuatro horas de Le Mans. Pedro se divertía con aquellos chistes infantiles. Hasta ese momento ignoraba hasta qué punto amaba esta ciudad, aquel cielo, los árboles, las piedras cargadas de historia.
De regreso a “ La Buissonnerie ”, Federico se lanzó hacia el jardín a buscar a su perra. No estaba por ninguna parte. Cuando le preguntaron a Miguel afirmó no haberla visto durante toda la mañana. La señora de Cousinet fue también evasiva. Federico, llorando, gemía:
– ¡Se perdió! ¡Estoy seguro de que se perdió! ¡Tendría que haberla atado, como el otro día!
La pena del chico conmovió a Pedro como si hubiera sido responsable de ella. Todo lo que afligía a Federico lo conmovía también a él.
– Cálmate -le dijo-. No puede estar muy lejos.
Y, en efecto, cuando se dirigía a su escritorio escuchó rascar y gemir detrás de la puerta, Friquette estaba allí, inquieta, enloquecida, enamorada. La señora de Cousinet, en un descuido, la había encerrado mientras limpiaba la casa. La perra se lanzó afuera. Federico la recibió, como si hubiera sido una bala elástica, en pleno pecho. Reía a través de las lágrimas. Otra vez se repitió la fiesta de ladridos y piruetas. Con los ojos todavía húmedos, Federico pidió a Pedro permiso para almorzar con él. Amalia intervino con una dura autoridad:
– No. Mi padre nos espera. Vas a almorzar en casa.
– ¿Por qué?
– ¡Porque sí!
Federico la siguió maldiciendo.
Pedro se levantaba de la mesa cuando el chico volvió corriendo.
– ¡Qué rápido hiciste! -dijo Pedro.
– ¡No me gustó! -dijo Federico.
– ¿Dónde está tu hermana?
– Lavando la vajilla. ¿Viene a jugar con el tren, señor?
– No -dijo Pedro-. Tengo que trabajar. Es necesario que aprendas a divertirte solo.
Federico, con los labios fruncidos de despecho, pasó a la sala de billar y cerró la puerta. Pedro tomó un diario, lo hojeó, pero su espíritu estaba en otro sitio: cerca del chico al que, por prudencia, había alejado. Luego de un momento, no aguantó más y fue a la sala de billar. Sin embargo se negó a participar del juego. Sentado en un mullido canapé inglés, retomó la lectura del diario, mientras Federico daba vueltas alrededor de la mesa. Era evidente que, desde hacía algunos días, el chico se interesaba menos en ese tren que lo había divertido tanto al principio. Mientras manipulaba el transformador seguía con ojo triste la carrera, cien veces repetida, de los convoyes. ¿Le faltaba perseverancia al punto de no poder encontrar placer sino en la novedad? ¿Los chicos de hoy eran más inestables, más exigentes que los de ayer? ¿Era una cuestión de carácter o de época? De pronto Federico decidió que había que introducir una variante en el circuito. Destornilló una gran parte de la vía férrea, la separó, y ante los rieles esparcidos no supo cómo juntarlos. Con aspecto de descontento ajustó un trozo a otro, al azar… Se equivocaba, gruñía contra la dificultad del montaje. Cuando iba a ponerse a llorar de rabia, Pedro intervino para ayudarlo. Federico lo dejó hacer, muy feliz de verse desembarazado de una tarea. Un sonido de voces atravesó la puerta: ¡el televisor!
– ¡Es Amalia! -exclamó Federico-. ¿Puedo ir a ver televisión con ella, señor?
– Si quieres… -dijo Pedro.
Federico se precipitó hacia el escritorio y Pedro se encontró completamente solo, como un tonto, y sonriendo por la situación, entre los rieles desarmados. Una vez que arregló el problema se reunió con los chicos. Amalia y Federico se habían sentado a horcajadas, cada uno en el brazo de un sillón. En la pantalla, dos señores muy serios discutían sobre los problemas del petróleo.
– ¿Les interesa lo que dicen? -preguntó Pedro dando vuelta un botón para bajar el sonido.
– No mucho -dijo Federico.
– ¿Entonces por qué los escuchan?
– ¡Es Amalia que no quiere cambiar de canal!
– Sería mejor que leyeras, Amalia -dijo Pedro.
– Yo leo, señor. Todas las noches en mi cama.
– Sí -gruñó Federico-, y no me dejas dormir.
– ¡Con eso de que la luz te molesta! -dijo Amalia-. Eres tú el que no me deja dormir moviéndote toda la noche. Usted sabe, señor, es sonámbulo. Algunas veces se levanta, atraviesa la habitación con los ojos abiertos, sin ver nada, y luego se vuelve a acostar. ¡Me da un miedo…!
– ¡Eso no es cierto! -aulló Federico con las pupilas desorbitadas-. ¡Es mentira! ¡Eres un escracho!…
Este insulto poco habitual pareció excitarlo. Lo repitió, al mismo tiempo espantado y orgulloso de su audacia:
– Eres un escracho.
– ¡Si te molesta es porque tengo razón! -replicó Amalia, imperturbable-. Usted puede preguntárselo a mi padre, señor.
Divertido por todo aquel alboroto, Pedro se acercó al televisor, apretó un botón y cambió de canal. En la pantalla estalló un disparo entre dos gangsters. Las detonaciones sonaban metálicas en la niebla. Los tiradores hacían gestos al apretar el gatillo. Una joven rubia, aterrorizada, se refugiaba bajo un pórtico. Instantáneamente Federico y Amalia olvidaron la pelea. Petrificados, ya no estaban en el escritorio, sino en algún lugar de Nueva York, mezclados en un arreglo de cuentas entre dos bandas rivales. Pedro los dejó entregados a su fascinación y salió al jardín a buscar a Miguel.
Lo encontró trabajando en la pared. Pedazo por pedazo, el jardinero ya había construido una gran parte. Esa larga muralla de ladrillos grises era siniestra como la empalizada de una prisión. Tanto, que si no hubiese estado blanqueada y cubierta de tejas hubiera tenido ese aspecto coercitivo. De pie frente al trabajo, Miguel verificaba el nivel con una plomada.
– Quería hablarle sobre el tema de los chicos -le dijo Pedro de improviso-. Están muy mal instalados en la casa. Ahora que son grandes les hace falta una habitación a cada uno. Pienso instalarlos en mi casa, en las habitaciones de huéspedes. No se usan desde hace años.
– Bien, señor -dijo Miguel arrojando un poco de cemento en la base de un ladrillo para encajarlo.
– Comerán con usted, salvo los domingos -prosiguió Pedro-, y dormirán en mi casa. Pediré a la señora Cousinet que prepare las habitaciones esta noche.
Se alejó del muro con el desagradable sentimiento de haber tirado al suelo a un hombre. Luego, volviendo sobre sus pasos, añadió:
– También pienso que habría que cambiar a los chicos de colegio. Federico necesita una instrucción más vigilada, más controlada. Me hablaron de un establecimiento serio, en Fontainebleau: el colegio Regnard. Es un pensionado de primer orden, donde los alumnos aprenden idiomas extranjeros, hacen deportes, consiguen buenas relaciones. Es muy difícil entrar allí. Sobre todo que ya es un poco tarde. Voy a ocuparme de esto el mismo lunes.