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– No es necesario, señor -dijo Miguel con voz sorda dejando sus herramientas de albañil-. Mis chicos no lo necesitan. Quiero que Federico sea como yo, un jardinero, y que Amalia se ubique como su madre. ¡Cuando tratan de trepar, las personas se rompen el cuello!

– ¡Pero eso es absurdo! Amalia tiene disposición para el estudio. Y Federico las tendrá también, estoy seguro. Sería criminal dejarlos en su condición. Ya que tenemos los medios para ayudarlos a progresar, tenemos el deber de hacerlo.

– María y yo éramos felices de ser lo que éramos. No mirábamos más arriba.

– ¡Y yo le aseguro que si María estuviera aquí, me hubiera dado la razón! ¡Quería demasiado a sus chicos como para no sacrificarlo todo a su felicidad, a sus logros!

Miguel parecía anonadado. Se enjugó las manos en la delantera de su jardinero y gruñó:

– Puede ser… No sé… ¡Pero debe ser caro ese pensionado!

– Usted no se preocupe. Es normal que yo me haga cargo de esa clase de gastos.

– No, no es normal, señor.

– ¿Por qué?

– No son sus hijos.

– Por supuesto. Pero les tengo afecto, usted lo sabe.

– ¿Porque perdieron a su madre?

– Porque los dos tienen cualidades del corazón y del espíritu que mi mujer apreciaba y, a mi vez, yo aprecio.

– Entonces es por eso que usted nos ofrece una limosna.

La mirada de Miguel se había vuelto dura y negra como el azabache. Pedro tuvo súbitamente la impresión de que este hombre lo detestaba por su benevolencia. Fue una revelación. Ya Miguel encogía los hombros.

– ¿Dónde dice que queda esa escuela? -preguntó.

– En Fontainebleau. Puedo ir a buscarlos todos los viernes para el fin de semana.

Miguel sacudió su pesada cabeza con el movimiento de los caballos cuando se sacuden a las moscas:

– ¿Y serán felices allí?

– Muy felices, estoy convencido -afirmó Pedro con fuerza.

A cada palabra ganaba terreno. Se dijo que debía actuar así, con rapidez y brutalidad, para poder mover aquella masa. Su única preocupación era el futuro de los chicos.

– ¿Ya habló con ellos? -preguntó Miguel.

– Todavía no.

Miguel recogió un ladrillo del suelo y lo ubicó en la pared. La discusión había terminado. Pedro volvió a la casa. De paso se detuvo para contemplar un macizo de rosas recién abiertas. Las conocía bien, y sin embargo cada año su eclosión lo sorprendía. Amarillo pálido, rosadas en los bordes, siempre semejantes y siempre distintas, eran las preferidas de Susana.

* *

Pedro salió de su habitación en puntas de pie, atravesó el hall y se acercó a la habitación de huéspedes donde descansaba por primera vez Amalia. Entreabriendo la puerta escuchó, en la noche, el respirar parejo de la niña. Federico dormía en la habitación vecina. Abriendo una hoja de la puerta, Pedro descubrió el lecho demasiado grande, con el chico que se agitaba sobre las sábanas, a medias levantadas, en una pose de nadador. La luz que venía de la escalera le permitía adivinar el afiche de la corrida en la pared, los autos en miniatura desparramados sobre la alfombra y, a los pies del chico dormido, sobre la colcha, a Friquette, que levantó el hocico para reconocer al intruso. No ladró, agitó la cola y, llena de bienestar, dejó caer la cabeza sobre la pierna de Federico. Estaba por fin en su hogar.

Con precauciones de ladrón, Pedro volvió a cerrar la puerta y volvió a su habitación. ¿Cómo dormir con aquellos sueños de chico al alcance de la mirada? Acostado en su cama creía oír, a través del murmullo del follaje del jardín, una doble respiración infantil. En un momento pensó en Miguel, solo en su casa, de pronto despoblada. ¿No lo había lastimado en su afecto y en su orgullo al insistir en llevar a Federico y Amalia bajo su techo? ¿Tenía derecho a apoderarse de aquellos dos jóvenes seres bajo el pretexto de que su padre no se ocupaba de ellos? Esta idea lo atormentó el tiempo de un suspiro. Luego la rechazó con fuerza: sus escrúpulos eran absurdos. Por una especie de deformación intelectual, otorgaba a su jardinero una sensibilidad de la que el pobre hombre era totalmente incapaz. Según lo que se veía, la ausencia de sus hijos dejaba a Miguel indiferente. Pedro se lo repitió para satisfacer su conciencia, apagó la lámpara de cabecera y cerró los ojos en la oscuridad con el sentimiento de haber contribuido, con una decisión sensata, a la felicidad de los chicos y a la suya propia.

11

A su regreso de París, Pedro llamó a Miguel y le anunció que había telefoneado ese mismo mediodía al colegio Regnard, para informarse sobre la posibilidad de inscribir en él a Federico y a Amalia. Para tener las cosas de su lado, había pedido la recomendación de sus amigos Parcellier, cuyos dos hijos iban al mismo establecimiento.

– Tengo que ir a presentar a Amalia y Federico mañana al director -dijo-. Les hará un pequeño examen, y estoy seguro de que saldrán bien.

Miguel asintió con la cabeza. Pero Pedro tuvo la impresión de que el jardinero no había comprendido bien la importancia del acontecimiento. Sin perder más tiempo en explicaciones, llamó a los chicos para ponerlos al corriente de las últimas decisiones en relación con sus estudios. Amalia experimentó una vanidosa alegría al saber que iba a entrar en una escuela tan distinguida. Confiando en el entusiasmo de su hermana, Federico también se alegró del cambio. Cuando Pedro les dijo que todos los alumnos del colegio llevaban uniforme, su mirada se encendió:

– ¿Un uniforme de verdad? ¿Como los soldados?

Pedro lo sacó de su error, pero Federico igualmente quedó persuadido de que una nueva vida, destellante y viril, se abría ante él. Desde el día anterior, considerando que el peligro había pasado, el médico lo había autorizado a bañarse otra vez. El día había sido caluroso. A pesar de la hora, Pedro propuso “darse un remojón” en la pileta. Los chicos lo siguieron con gritos de alegría. Los tres jugaron a la pelota en el agua, mientras que Miguel cortaba el césped del prado cercano. El rítmico sonido no molestaba a sus expansiones.

Luego de la cena, que comieron con su padre, Federico y Amalia volvieron a encontrarse con Pedro para ver televisión en el escritorio. El tiempo de digerir algunas imágenes y Pedro mandó a los chicos a la cama. Un cuarto de hora más tarde él también subió para desearles buenas noches. El beso de las buenas noches, ¿a quién resultaba más necesario? ¿A ellos o a él? Se lo preguntó al abrazarlos uno tras otro, cada uno en su cama, rodeados de sus juguetes, con el mismo apetito en la mirada. Friquette, insolentemente instalada contra Federico, sobre la colcha, tenía derecho también ella a la última caricia de la jornada. Apoyado en un codo, Federico murmuró:

– ¡Cuando esté pupilo en el colegio no lo voy a ver más que los sábados y domingos!

– Sí -dijo Pedro-, pero tendrás tan buenos compañeros en el colegio que la semana pasará muy rápido.

– ¿Y quién se ocupará de mi Friquette?

– Yo.

– ¡Pero usted se va todo el día!

– Bueno, ella va a esperarme. Cuidará la casa. ¡No va a ser desdichada!

– ¿Y con quién va a dormir?

– Conmigo, por supuesto. ¡Sabes muy bien que forma parte de la familia!

Federico cerró los ojos con alegría. Su sueño había comenzado ya. Pedro apagó la luz y salió de la habitación.

El día siguiente por la mañana hizo subir a Federico y Amalia al auto para llevarlos a Fontainebleau. Desde el día anterior había tomado todas las previsiones para desocuparse a mediodía. Por un momento pensó en llevar a Miguel, pero temió que el jardinero produjera una mala impresión por su rudeza y su simplicidad en el director de un establecimiento de tan alto nivel. Al orientar el espejo retrovisor, vio a Amalia y a Federico, sentados uno junto al otro sobre el asiento trasero. Vestida con su inevitable vestido color ciruela con dibujos en rosa, la niña parecía tensa ante la perspectiva del examen. El chico, en cambio, estirado en su asiento, estaba visiblemente inconsciente de lo que sucedería. La mirada fija sobre la ruta que se abría ante él, debía pensar en historias de cowboys, rodeadas de globos parlantes.