El colegio Regnard tenía sus cuatro edificios de dos plantas en medio de un parque sombreado y bien organizado. Los alumnos estaban de vacaciones, y la gran propiedad parecía abandonada. El director recibió a los visitantes en su oficina con mucha cortesía. Sin embargo, al saber que Amalia y Federico eran los hijos de un empleado de Pedro, experimentó una ligera sorpresa. Su rostro imberbe pareció tomar un gesto ácido. Para presionar su decisión, Pedro dijo con fuerza:
– Sigo muy de cerca a estos chicos. Hace algunos meses que perdieron a su madre, que también estaba a mi servicio desde hacía diez años. He decidido ayudarlos al máximo en sus estudios…
Mientras hablaba adivinaba la emoción de Amalia, sentada al borde de una silla, a su derecha. Le deslizó una mirada indirecta. Tenía una expresión extraña, mezcla de vergüenza y de orgullo, de gratitud y de rencor. Junto a ella, Federico estaba embobado, confundido por la solemnidad de la escena. Cuando Pedro terminó de destacar las virtudes de sus protegidos, el director le pidió que se retirara a la habitación vecina para interrogar a los chicos.
Pedro esperó el resultado en una antecámara adornada de dibujos infantiles y de diplomas enmarcados. Luego de un rato largo, la puerta volvió a abrirse y, a la invitación del director, volvió a entrar a la oficina.
Encontró a Amalia radiante y a Federico apenado. Nada más que de verlos adivinó los resultados. Consultando sus notas, el director declaró que, para Amalia, el examen había sido concluyente: francés, matemáticas, conocimientos generales todo era de un nivel excepcional. La señorita Amalia Álvarez sería admitida en cuarto grado del colegio Regnard. Pero con su hermano, ¡ay! las cosas eran diferentes.
– Aquí comenzamos en sexto -explicó el director-. Sin embargo, la clase es de un nivel demasiado elevado para este chico. Está muy atrasado. No podrá seguirlos. Y a la zaga de sus compañeros, terminará por desanimarse. Le aconsejo que repita el séptimo en Milly. El año próximo estará en condiciones y usted podrá volver a traerlo.
Federico encorvaba la espalda bajo el peso de su indignidad. Pedro trató de ablandar la intransigencia del director hablándole de una ayuda posible por medio de clases particulares: se enfrentó con un cordial rechazo. La sorpresa del chico lo desolaba a tal punto que hubiera querido que Amalia hubiera fracasado allí donde su hermano lo había hecho. Pero, después de todo, ¿no había una ventaja en este fracaso escolar? Rechazado en el colegio, Federico seguiría viviendo, como antes, en la casa. Esta idea penetró en el espíritu de Pedro tan inopinadamente y tan profundamente que concibió gracias a ella una alegría secreta. Se inclinó sobre los documentos que le tendió su interlocutor. Para la inscripción de Amalia hacía falta el consentimiento de su padre. Pedro se comprometió a devolver los papeles firmados por Miguel en el menor tiempo posible. Procedieron a las últimas formalidades, con un cheque a cuenta de la matrícula. El director dio a Pedro el reglamento del colegio, la lista de los profesores, la de las actividades anexas -deportes, actividades plásticas-, la de los libros y cuadernos indispensables, y la descripción del ajuar que debían preparar. El uniforme, idéntico para chicas y chicos, se componía de un blazer azul marino con escudo y pantalón o falda de color gris acero. Podían comprarlo en un negocio de Fontainebleau o en París.
Cuando subían al auto Pedro se dio cuenta de que todavía no había felicitado a Amalia.
– ¿Has visto? ¡Tenías miedo y qué bien te fue! -dijo-. Está bien, muy bien…
Pero mientras hablaba miraba a Federico. Con la boca entreabierta y una respiración entrecortada, el chico parecía que no podía dar un paso más. Pesadas lágrimas desbordaron sus ojos y corrieron por las mejillas. De tanto en tanto se las enjugaba con el revés de la mano.
– Vamos, Federico, sé razonable -dijo Pedro-. El director lo ha explicado muy bien: estarías perdido en sexto, no podrías seguir, tus compañeros se burlarían de ti. ¡Y después de todo conmigo no vas a ser tan desdichado!
– No señor. ¿Pero mi hermana, entonces?
– Tu hermana tiene dos años más que tú. Además, es una niña. Ya verás, si haces un esfuerzo en clase, todas las puertas se abrirán ante ti. ¡En marcha! Ya que tengo la mañana libre, vamos a comprar el ajuar.
En la gran tienda de Fontainebleau donde fueron según las indicaciones del director, la vendedora, que ya estaba acostumbrada, tomó la lista y fue a buscar los artículos. Comenzaron por la ropa interior. El ajuar incluía también un conjunto de sport, blusón y pantalón azul de moletón, cuya sola vista hundió a Federico en un abismo de admiración. Luego pasaron al uniforme. Aquel, de una sobriedad completamente inglesa, desconcertó primero a Amalia. Había esperado una ropa más coqueta. Pero cuando se lo probó cambió de opinión. Se pavoneó frente al espejo, con los hombros separados, las caderas girando, y Pedro, en su fuero íntimo, criticó sus caras. Ella se hubiera quedado gustosa con el uniforme puesto para volver a la casa, pero él le aconsejó que no lo hiciera: la estación, le dijo, no se prestaba a esa ropa.
– Su padre tiene razón, señorita -dijo la vendedora con aire divertido-. Es un día un poco pesado…
Pedro no se sobresaltó. ¿Podía ser que lo hubieran tomado por el padre de Amalia y Federico? La chica sonrió. Cambiaron una mirada de complicidad. Ella volvió a la cabina para cambiarse y salir con su vestido color ciruela. Sentado en una silla, Federico observaba a su hermana con aire confundido, desdichado. Como la vendedora los invitara a seguirla a la caja, Pedro le dijo:
– No hemos terminado, señorita. Muéstreme un blazer azul y un pantalón gris para este muchachito.
Picada, Amalia levantó el mentón y murmuró:
– ¡Pero él no va a ir a mi colegio, señor! ¡No necesita el uniforme!
– Necesita un saco y un pantalón -dijo Pedro-. Ha crecido mucho: nada le queda bien.
– Si usted quiere seguirme -dijo la vendedora- vamos a la sección niños.
Todo el grupo se dirigió al fondo del negocio. Amalia venía última, ofendida. Mientras caminaban Pedro dijo a la vendedora que los precedía:
– Denos también unos slips, camisetas, como dice la lista y un conjunto de sport.
– ¿Un conjunto de sport? -aulló Federico-. ¡Uh! ¿El mismo que Amalia?
– No me dé una medida muy justa, señorita -siguió Pedro-, está en pleno crecimiento.
Amalia tragó su bilis. Había palidecido. En cuanto a Federico, regenerado, iluminado, balbuceó:
– Señor, ¿podré tener también el escudo?
– ¡No tienes derecho! -exclamó Amalia, con los ojos llameantes.
– Pero sí -dijo Pedro-. De todos modos, ya lo tiene para el próximo año, cuando esté pupilo.
La chica se mordió los labios. Sin embargo el placer de tener ropas nuevas pudo en ella más que la rabia de no ser la única que aprovechara esta prerrogativa. Al salir del negocio, tenía cara de joven novia. Corona en la cabeza, estaba iluminada por el porvenir. El mismo Federico parecía haber digerido su fracaso.
Pedro los llevó a “ la Buissonnerie ”, fueron a encontrar a Miguel, que movía la tierra alrededor de las dalias y le anunció, de golpe, que su hija había sido admitida y su hijo no. El jardinero recibió la doble noticia con indiferencia. No le hablaban de sus hijos sino de unos pequeños desconocidos. Su trabajo absorbía toda su atención.
– Sabe que han vuelto los topos, señor -dijo-. Van a agujerear todo el prado. Es necesario que me ocupe de ellos, como el año pasado.