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Muy excitada Amalia desempaquetó delante de él, sobre una mesa del jardín, las prendas de su ajuar. Federico hizo lo mismo. Cuando se trataba de deshacer paquetes, de desatar piolines, estaban en el paraíso. ¡El placer de la sorpresa! Los chicos buscaban el asombro de su padre. Pero decididamente Miguel no quería ver nada. Esta vez ni siquiera dio las gracias a Pedro. Volviendo la espalda, se alejó con paso pesado. Nadie lamentó su partida. Llamaron a los gritos a la señora Cousinet, que aprobó las compras pero aparentaba estar disgustada.

– Hemos encargado en la tienda etiquetas con el nombre de Amalia. Cuando estén listas habrá que coserlas sobre todos los artículos del ajuar. Quiero pedirle que se ocupe de ello.

– ¡No, voy a hacerlo yo misma! -exclamó la chica.

– ¿Sabrás hacerlo? -preguntó Pedro.

– ¡Seguro que sabrá! -dijo la señora Cousinet con acritud-. María le enseñó a coser. Pero ella va olvidarse pronto en esa escuela para millonarios.

Acostumbrado desde hacía tiempo a las reflexiones sarcásticas de la señora Cousinet, Pedro esta vez se dio por aludido.

– Usted es una buena mujer, señora de Cousinet -dijo-. Pero en el futuro le pido que controle sus palabras que a veces son muy desconsideradas con los que la rodean.

Sin aliento, los ojos muy abiertos, la señora de Cousinet balbuceó:

– Bien, señor.

Pedro atenuó su reprimenda con una sonrisa, volvió al auto y se fue a París. Llegó media hora más tarde que su primer paciente.

12

Finalmente Nicole había renunciado a su crucero a Grecia, y siguiendo las instrucciones de los Harteville había ido sola a Pyla. Volvió a comienzos de septiembre. Pedro volvió a verla en su casa, bronceada, delgada, conciliadora. Hicieron el amor amistosamente. Estaba encantada de sus vacaciones y le preguntó cómo había pasado el mes de agosto.

– ¡De lo mejor! -dijo-. Descansé, me bañé, leí…

– ¿Y Federico? -dijo ella con un poco de acidez en la voz.

– Está muy bien. ¿Sabes si los Parcellier han vuelto de su vacaciones?

– Creo que sí.

– Tengo que invitarlos a almorzar un domingo a casa. Gracias a ellos pude ubicar a la hija de María en el colegio de Regnard. Vendrás con ellos, espero. ¡Y también invitaré a Bernard…! ¡Será simpático!

– Mucho -dijo ella sonriendo con aire ambiguo-. ¡Te encuentro muy en forma! ¡La vida de familia te hace bien!

No reparó en esa frase absurda. En el grado de felicidad al que había llegado, ninguna burla podía llegarle.

Al día siguiente llamó a los Parcellier, que aceptaron con alegría la invitación, el domingo siguiente, a “ La Buissonnerie ”, con sus dos hijos, de once y trece años. Bernardo, que acababa de volver justamente de un viaje a Austria, también estaba libre. En cuanto a Nicole, prometió “arreglárselas”. A Pedro le hubiera gustado tener en su mesa también a los Harteville. Pero estaban todavía en Pyla, donde el verano tardío era, parece, maravilloso.

Quedaba convencer a la señora Cousinet para que viniera, como una excepción, a ocuparse de la cocina ese domingo. Pedro le habló esa noche misma al volver de París. Ella pareció interesarse en la propuesta. Cualquier oportunidad de mostrar sus cualidades la conmovía.

– ¿Cuántos van a ser? -preguntó ella.

– Nueve -dijo Pedro.

– ¿Cómo es eso?

– Cuente usted misma: los señores Parcellier, sus dos hijos, la señora Devege, el señor Changarnier, Federico, Amalia y yo mismo.

Al escuchar los nombres de Federico y de Amalia, la señora de Cousinet pegó un respingo. Había tragado una espina.

– Es mucha gente -dijo secamente-. No sé si voy a arreglarme sola.

– Miguel va ayudarla con gusto, si se lo pide -dijo Pedro.

– Prefiero que se lo pida usted mismo, señor.

Pedro llamó a Miguel. Al saber lo que esperaban de él, el jardinero de ningún modo pareció sorprendido. Ya ayudaba al servicio en tiempos de María cuando había invitados. Aunque decepcionada por la docilidad de Miguel, la señora Cousinet dominó su humor. Discutieron el menú.

*
* *

Con los cuatro chicos que jugaban a la pelota en la piscina, nadie podía plantearse nadar con corrección. Gorjeaban y se zambullían, divididos en dos bandos: Juan Claudio y Bruno Parcellier enfrentados a Federico y a Amalia. Pronto Armando Parcellier y su mujer, Bernardo y Pedro se unieron a ellos para jugar un match de water polo. Solamente Nicole, impávida, intentaba algunos movimientos de crawl en el otro extremo de la pileta. Había parecido sorprendida de que los chicos del jardinero fueran de la partida. Una frase deslizada a Pedro, al pasar: “¿Les diste permiso?”. “Pero sí”, le había respondido él. “Es por ellos que invité a Juan Claudio y a Bruno.” Ella no había insistido. Friquette y Baltasar, instalados sobre el borde, observaban con interés los saltos acuáticos de los humanos.

Después del baño tomaron el aperitivo, todos juntos, bajo un parasol, al borde de la piscina. Fue Miguel el que llevó las botellas, los vasos, el hielo. Se había puesto su traje blanco. Emergiendo de aquella vestimenta nevada, su rostro rudo y sus grandes manos tenían el color del barro cocido. Actuaba como un autómata, sin mirar a nadie. Sobre todo a sus hijos, sentados en el césped con sus dos pequeños invitados. Mientras participaba de la conversación, Pedro observaba a los chicos y se regocijaba de su buen entendimiento. Nadie, aparte, sentía ninguna molestia. Charlaban entre ellos como si fuesen viejos conocidos.

Más tarde, en la mesa, tuvo el placer de observar que Federico y Amalia se comportaban mejor que Juan Claudio y Bruno, los cuales se hacían bromas, interrumpían a los mayores y comían inclinados sobre el plato. En realidad eran éstos los que hubieran podido pasar por los hijos del jardinero. La calidad del alma no dependía del nacimiento. La señora Cousinet servía la mesa, ayudada por Miguel, que tardaba en volver. Cuando ella presentó la fuente a Amalia y a Federico, tuvo cara de cumplir con una obligación dolorosa. La niña le agradeció con una sonrisa confusa y, alguna vez, ayudó a su hermano a servirse. Miguel se le acercó con la salsera y Federico dijo en voz baja:

– Gracias, papá.

Un resplandor torvo pasó por los ojos de Miguel y volvió a la cocina.

Después de la comida Pedro llevó a sus amigos al golf de Fontainebleau, mientras que los cuatro chicos se instalaron en la sala de billar, frente al tren en miniatura. En el campo, Nicole lo llevó aparte, entre dos tiros, y le dijo:

– Es muy triste que esos dos chicos hayan perdido a su madre. ¿Pero no crees que haces un poco demasiado con ellos?

– ¿Qué quieres decir?

– Encuentro que… en fin… permitirles estar con nosotros en la piscina, en la mesa…

No sabía qué contestar. De pronto, sin darse cuenta, las palabras se escaparon de su boca.

– Susana hubiera hecho lo mismo.

Había pronunciado esta frase con un tono seco. Para quebrar toda posibilidad de continuar hablando sobre el tema. Escudándose en Susana, estaba seguro de desanimar a Nicole y hasta de herirla un poco. Ella acusó el golpe con un ligero endurecimiento de la nuca. Una mueca sin alegría crispó sus labios y se alejó de Pedro para reunirse con los otros jugadores. Molesto por el incidente, no pudo concentrarse y su juego fue bastante malo.

Luego todo el grupo volvió a “ La Buissonnerie ”. Encontraron a los chicos desparramados en un sillón, sobre la alfombra, frente al televisor. El tren no interesaba ya a nadie. Los Parcellier volvieron a París con sus hijos. Bernard se fue también. Nicole esperaba visiblemente que Pedro la invitara a pasar la noche. No fue así. Ella se había excluido de la casa. A las ocho, lamentó que fuera tan tarde, que no hubiera más remedio que tomar la ruta, que los amigos la esperaban en París. La acompañó hasta el auto. Sentada ante el volante, ella sonrió con tristeza y dijo: