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– Pasaste un mal día.

– En absoluto. ¿Por qué?

– Te hemos invadido, te hemos trastornado mientras que lo único que te gusta es estar solo. ¿Cuándo volveré a verte?

– ¡Pronto!

– ¡Pero no en “ La Buissonnerie ”, supongo!

– Sí.

– Espero que me llames.

– Así es. Te llamo…

La abrazó por costumbre. Federico y Amalia, parados en la alameda, lo miraban. El auto se alejó. La señora Cousinet trabajaba ordenando la numerosa vajilla del día.

– ¡Déjelo! -le dijo Pedro-. Ha trabajado demasiado hoy. Puede terminarlo mañana.

– No, no, señor -respondió la señora Cousinet-. No me gusta irme y dejar todo desordenado. No me queda mucho.

Y a pesar de las protestas de Pedro, ella quiso servirle su cena fría. Él se instaló, como todos los domingos, en la cocina.

– Su almuerzo fue excelente -le dijo-. Mis amigos estuvieron encantados con él.

– Estoy muy contenta, señor -dijo ella- ¡Federico y Amalia nunca tuvieron semejante fiesta, los pobrecitos!

Su éxito culinario la volvía amable. Pedro pensó que bajo su habitual rechazo ella ocultaba un vínculo sincero con los chicos y con él mismo. En el fondo de su corazón, aunque dijera otra cosa, ella aprobaba todo lo que él hacía por ellos. Además, ¿acaso no fue ella la que le sugirió conservar a Miguel en vez de contratar una pareja de cuidadores? Acababa de comenzar la comida cuando Federico y Amalia aparecieron en el umbral.

– ¿Podemos cenar con usted, señor? -susurró Amalia.

– Pero sí -dijo Pedro-. ¿Pidieron permiso a su papá?

– No está aquí.

– ¿Y dónde está?

– Se fue a Milly.

La señora Cousinet añadió dos cubiertos. Federico y Amalia habían comido tanto al mediodía que a la noche mordisquearon un poco. Cuando terminaron de comer ayudaron a la señora de Cousinet a sacar la mesa y a lavar la vajilla. Su parloteo llenaba la cocina. Estaban orgullosos de sus nuevos compañeros de juegos.

– ¿Los podremos invitar otra vez? -preguntó Amalia.

– Por supuesto -dijo Pedro.

– Bruno va a ser mi compañero de escuela. ¡Parece que el colegio de Regnard es el mejor de todos!

La señora de Cousinet guardó los últimos platos y dijo:

– Me voy, señor.

– Bueno, buenas noches -dijo Pedro. ¡Y otra vez mis felicitaciones por el almuerzo!

Cuando ella se fue acostó a los chicos y salió a tomar un poco de aire al jardín. Un canto ronco lo atrajo hacia la casa del jardinero. Sentado en un escalón, ante la puerta, Miguel tarareaba una melodía portuguesa mientras agitaba la vieja cerradura oxidaba que destinaba al portal. Su voz era pastosa, su mirada torpe. Sin duda él, que nunca bebía vino, había superado la dosis. No se levantó al acercarse Pedro, pero dejó de cantar.

– ¿Cómo va, Miguel? -preguntó Pedro.

– Muy bien, señor.

– ¿Qué es lo que hace?

– Trato de arreglar esta cerradura del demonio.

– No estuvo a cenar.

– No. Vi a unos amigos.

– ¿Y bebió?

– Sí.

– ¿Por qué?

Miguel se inclinó más sobre la cerradura sin mirar a Pedro.

– Algunas veces hace bien -dijo-. Ayuda a olvidar, a aceptar… ¿Qué hacen mis chicos? ¿Duermen?

– Sí, Miguel.

– Mejor… Mejor… -farfulló Miguel.

Y volvió a cantar. Pedro lo dejó y siguió su paseo por el jardín oscuro.

13

Con el comienzo de las clases, la vida de Pedro cambió. Convertida en pupila, Amalia volvía a la casa sólo los fines de semana. Los primeros días, Federico parecía lamentar su ausencia. La necesitaba, a pesar de las jugarretas con que ella lo molestaba. ¿Acaso no buscaba en ella, inconscientemente, el apoyo femenino que le faltaba desde la muerte de su madre? Luego se acostumbró a prescindir de aquella hermana autoritaria y celosa. En otras épocas era ella la que lo hacía levantarse, lavarse, tragar su taza de café con leche, correr a la escuela. Ahora, Federico flotaba en la anarquía. Pedro trataba, como podía, de restablecer el orden, con la ayuda de la señora de Cousinet, la que, cada noche, preparaba las cosas del chico para el día siguiente. Él mismo lo sacaba de la cama, a la mañana, con una alegría viril. Tomaban el desayuno y la cena juntos. Y la hora de acostarse los reunía también en una larga charla ritual. Pedro esperaba aquellos diálogos en voz baja, uno junto al otro, como la secreta recompensa del día. Luego de haberse sentido desolado por no poder entrar con su hermana pupilo en el colegio Regnard, Federico había olvidado rápido este inconveniente y se había vuelto a sumergir con pasión en el universo de sus compañeros de escuela. Noche tras noche, contaba a Pedro los menores acontecimientos de su vida. Sentado a su lado, Pedro se sentía cautivado por aquellas historias banales de pequeños robos, de delaciones, de rivalidades, de peleas, que le recordaban sus años juveniles, y de tanto en tanto deslizaba una información sobre historia, geografía, matemáticas, susceptible de enriquecer los conocimientos del chico. Federico pescaba aquellas informaciones al vuelo, con una nueva avidez. Parecía a Pedro que el chico trabajaba mejor, que se interesaba más en el mundo de los adultos. Y sentía un gran placer al atribuirse el mérito de este despertar. Nada le resultaba más tierno que ver, mientras hablaba, la mirada negra y cálida del chico clavada en él con una confianza exclusiva. Ante este ser nuevo, tenía la impresión de que cualquier cosa que dijera le sería creída. Era su única guía, aquella a quien recurría permanentemente. Luego los párpados de Federico caían, la cabeza se deslizaba suavemente sobre la almohada, sus miembros desatados se abandonaban al sueño. Y Pedro se iba para dejarlo solo con sus sueños, en los que tal vez no tuviera lugar.

Amalia también se había transformado en algunos días. La escuela le había revelado de golpe las delicias de la consideración y de las amistades escogidas. Al volver a verla por primera vez en “ La Buissonnerie ” Pedro se sintió asombrado de su aspecto de superioridad. Había cambiado de medio y, por así decir, de origen. Luego de cuarenta y ocho horas pasadas lejos del colegio Regnard, tenía apuro por volver allí. El viernes siguiente Pedro, yéndose del consultorio antes que de costumbre, fue a buscarla a Fontainebleau y se encontró en el parque, frente al edificio central, con todos los padres que esperaban. Hombres y mujeres tenían el mismo aspecto de seguridad desenvuelta y de alegre conformismo que da la riqueza. Las inmediaciones del establecimiento se habían convertido en un vasto estacionamiento de autos. Sonó un timbre. Chicos y chicas salieron al mismo tiempo por todas las puertas abiertas. Emergiendo de una oleada de jóvenes energúmenos en uniformes azules y grises, con un escudo sobre el pecho, Amalia se arrojó al cuello de Pedro. Era la primera vez que ella le manifestaba tal familiaridad. Había algo de ostentación en su actitud. ¿Quería mostrar a sus compañeritas que ella también era mimada y querida, que la venían a buscar al colegio…? En pocas palabras dio a Pedro las últimas novedades: había tenido buenas notas “en todo”, y una amiga de su clase, Laurita Fernucci, cuyo padre era fabricante de productos farmacéuticos, la había invitado para mañana, sábado, a una reunión en lo de sus padres, que vivían cerca de Nemours.

– ¿Me permite ir, señor? -dijo ella-. Bruno y Juan Claudio van a ir. Todo el mundo va a ir. ¡Tengo que contestarle enseguida!

Arrastró a Pedro de la mano hacia una chica rubia que conversaba, a dos pasos de allí, con su madre.

Pedro se presentó a la señora de Fernucci, agradeció la invitación, prometió llevar a Amalia a la dirección indicada a las tres y volver a buscarla a las siete.

Cuando llegó a “ La Buissonnerie ”, Amalia se apartó de Friquette, que la recibió con sus cabriolas, buscó a su padre en el jardín y lo encontró sentado sobre una piedra, delante de la cortadora de césped, cambiándole una cuchilla. A su lado, Federico y el pato Baltasar lo miraban trabajar. Pedro se les reunió luego de haber guardado el auto. Amalia abrazó a Miguel con más cariño que de costumbre. Como si tuviese que hacerse perdonar algo. Al saber que su hija había sido invitada por la familia de una compañera, Miguel se ensombreció. Para desenojarlo, Amalia le describió con énfasis todas las alegrías que la aguardaban en la casa de los Fernucci.