– Tienen una propiedad muy grande. Más grande que la nuestra. Tienen un bosque donde hay hongos comestibles. Un estanque con carpas. Tienen caballos, ponis, en los que se puede pasear…
Imperturbable, Miguel continuaba apretando un tornillo con una llave inglesa. Sin levantar la frente, dijo algunas palabras en portugués. Amalia se mordió los labios y sus ojos se abrieron, llenos de lágrimas.
– ¿Qué dice? -preguntó Pedro.
– Dice que no tengo que ir -balbuceó Amalia-. ¡Dijo que todo eso no es para nosotros!
Molesto por tanta estupidez, Pedro estalló:
– ¿Qué significa esto, Miguel? ¿Va a privar a Amalia de ese placer?
Miguel se mantuvo callado, con los ojos fijos, las manos ocupadas. ¿Habría escuchado? El pecho de Amalia se sacudía. Golpeó el suelo con el talón y gritó:
– ¡Está bien, no voy a ir!… ¡Voy a quedarme aquí siempre!… ¡No veré más a ninguna amiga!…
Y bruscamente, volviendo la espalda a su padre, se arrojó contra Pedro con todo el peso de su dolor. Éste le acarició los cabellos.
– Cálmate, Amalia -le dijo-. Tu padre no ha querido hacerte sufrir. Simplemente teme que todas esas diversiones te trastornen la cabeza. Pero tú y yo sabemos que no es así. Entonces vas a ir a la casa de los Fernucci. Yo voy a llevarte y te iré a buscar…
Ella apartó las manos de la cara y le lanzó una mirada de gratitud apasionada. Una mirada de persona grande.
– Sí -murmuró ella, ahogando un hipo.
– ¿Y yo podré ir con mi hermana? -preguntó Federico.
– No -cortó ella-. Eres demasiado pequeño. Además no estás invitado.
Federico, decepcionado, bajó la frente. Pedro lamentó que no pudiera participar de la fiesta. Se acordaba de sus propias decepciones cuando sus primos, mayores que él, lo echaban de sus juegos.
A la noche, cuando Pedro fue a besar a los chicos en sus camas, Amalia le susurró al oído:
– Nunca me olvidaré, señor.
– ¿De qué, Amalia? -le preguntó él.
– ¡Todo lo que usted hace por mí!
– ¡Vamos, vamos! ¡No digas tonterías!
La besó en la frente y la dejó bajo la luz de su lámpara de cabecera, con un libro de la escuela en las manos.
Según su costumbre, se quedó un rato más largo con Federico, que no se dormía. El chico envidiaba a su hermana, sus amistades del colegio, su edad, que la hacía ser “casi un grande”. Pedro sonrió frente a este apuro del chico por salir de un estado cuya incurable nostalgia conocería, a su vez, más tarde. Para distraerlo le contó, a su modo, los primeros pasos de un astronauta americano en la Luna. Federico se adormeció antes de que hubiera terminado su historia.
Al día siguiente, fiel a su compromiso, Pedro llevó a Amalia a Nemours. Ella se había puesto su vestido ciruela con dibujos rosados y quería saber lo que pensaba de él. Aunque este vestido le parecía horroroso, le aseguró que parecía una revista de modas. Ella recibió esta opinión con seriedad. En uno de sus dedos brillaba el anillo que había ganado en la feria de Milly.
En casa de los Fernucci, Pedro cayó en medio de un parque a la francesa, en un tumulto de chicos charlatanes, y se escapó enseguida, a pesar de la insistencia de los dueños de casa para que se quedara.
A las siete volvió para llevar a la niña a “ La Buissonnerie ”. Los señores Fernucci le aseguraron que ella los había encantado con su buena educación y la vivacidad de sus respuestas. Él no se sorprendió. En el auto, Amalia le preguntó:
– ¿Podríamos hacer lo mismo en nuestra casa?
Ella dijo “nuestra casa” con tanta naturalidad que Pedro se sintió trastornado.
– Pues sí -murmuró-. ¿Por qué no?
Como el tiempo refrescó bruscamente a comienzos de octubre, la piscina fue puesta fuera de uso y cubierta con un toldo invernal. Pero los chicos se divertían igual jugando a la pelota en el prado grande. Eran más de una docena, todos invitados de Amalia. A la hora de la merienda la señora Cousinet los hizo entrar a la casa. Amalia presidía la larga mesa movediza y ruidosa. Refugiado en su escritorio, Pedro leía sin convicción un artículo que había prometido a una revista médica. La señora de Cousinet vino a decirle que faltaba jugo de frutas.
– Dígale a Miguel que vaya a comprarlo -murmuró él sin levantar los ojos del papel.
– No está -dijo la señora Cousinet.
– ¿Y dónde está?
– En el café, sin duda.
– ¿Todavía?
– ¡Seguro!
– Vaya a buscarlo.
– ¡Ah, no, señor… ¡Miguel ahora no me trata muy bien!
– ¿En qué café está?
– En lo de Toumazeau, probablemente. Ya sabe, el pequeño negocio, allí, en el camino, justo antes de entrar a Milly.
– Voy yo -decidió Pedro.
El café Toumazeau se encontraba a cinco minutos de la casa. Pero Pedro llevó el auto. Un salón bajo y oscuro, lleno de humo, con seis mesas de madera, un mostrador de cinc y un batallón de botellas en los estantes. Unos diez hombres estaban reunidos en un lío de gruesas voces ásperas. El olor del vino y del tabaco lo asaltó desde la puerta. Todas las cabezas se volvieron hacia el recién llegado. Las conversaciones se detuvieron como a la aparición de un enemigo. A través de esa red de miradas hostiles, Pedro se dirigió hacia el fondo del salón. Miguel estaba sentado allí, con la espalda encorvada frente a una copa. Con ojos vidriosos, la mandíbula caída, había llegado a un grado tal de ebriedad que ni siquiera se sorprendió de verlo, parado frente a él, en la penumbra.
– Está completamente borracho -dijo Pedro con vos contenida.
– Sí, señor -farfulló Miguel.
– ¿No le da vergüenza?
– Bebo porque tengo vergüenza.
– ¿Por qué no se quedó en la casa?
– Estaban los chicos, allí… todos los chicos… Es mejor que no me vean…
– Eso es absurdo. Vamos, lo llevo.
– No puedo moverme, señor.
– Pero sí. ¡Apóyese en mí!
Pedro pagó y salieron, sosteniendo por los hombros a un Miguel vacilante, que hipaba, eructaba y repetía a cada paso: “¡Salud, la compañía!” Una vez que arrojó su fardo en el asiento trasero, compró algunas botellas de jugo de frutas en el almacén y volvió al volante. En “ La Buissonnerie ” se detuvo frente a la casa del cuidador, llevó a Miguel hasta su habitación, lo empujó como a una masa sobre su cama y le aconsejó quedarse allí hasta que se le pasara la borrachera. Acostado sobre la espalda, con los brazos y las piernas separados, el jardinero farfullaba una especie de letanía donde las palabras francesas alternaban con las portuguesas. De tanto en tanto lanzaba un profundo suspiro que parecía un gemido. Pedro lo dejó para volver junto a sus jóvenes invitados, al comedor lleno de exclamaciones y de risas. Frente a aquella colección de caras infantiles, se dijo que no sentía ninguna ternura especial hacia los chicos. Todos monitos. Sus maneras bruscas, sus reflexiones superficiales, sus instintos egoístas, su vanidad ingenua lo molestaban. Solamente Federico tenía gracia ante sus ojos. Amalia se desenvolvía con orgullo en su papel de ama de casa. Todo aquí le pertenecía, los muros, los muebles, los cuadros, las tazas, las cucharitas, el parque, las flores, la piscina. Hasta el mismo Federico era una visita en su casa. Las mejillas encendidas, comía a dos carrillos.