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Luego de una última vuelta de jugo de frutas y una razzia sobre las golosinas preparadas por la señora Cousinet, todo el grupo volvió al prado central. Como Friquette corría tras unos y otros, Amalia la ató a un árbol. La perra gemía, ladraba en dos tonos, desesperadamente, frente a esta agitación de la que había sido excluida. Más filósofo, el pato se mantenía aparte y lanzaba, a intervalos regulares, un ruido de protesta. Desde las ventanas de su escritorio Pedro miraba al grupo jugar a la pelota. De pronto vio a Miguel que, saliendo de su casa, se dirigía con paso zigzagueante hacia el prado. En un segundo imaginó el estupor de los chicos ante ese hombre borracho. Saltó de su sillón y se precipitó al jardín para evitar un escándalo. Cuando llegó al lugar Miguel, despeinado, con las ropas desordenadas, la cabeza moviéndosele espasmódicamente, arengaba a los presentes en portugués. Todos lo miraban estupefactos. Federico, asustado, se refugió entre las piernas de Pedro.

– ¿Quién es? -preguntó un chico señalando a Miguel con el dedo.

Amalia dio un paso hacia adelante y, levantando la cabeza en un movimiento de desafío, al mismo tiempo altanera y humillada, con la mirada destellante a través de un velo de lágrimas, dijo:

– Es mi padre.

Pedro tomó a Miguel por el brazo y lo arrastró rudamente:

– ¿Está loco? ¿Qué le pasa?

Amalia caminaba junto a él, del otro lado. Suplicaba:

– ¡Papá, papá, no estás bien! ¡Contéstame!

Miguel se detuvo frente a un árbol, apoyó la cabeza contra el tronco y vomitó.

– Discúlpelo, señor -dijo Amalia.

Y tomó un pañuelo del bolsillo de su padre para limpiarle la boca.

– Voy a llevarlo a la casa -dijo ella-. Es necesario que se acueste.

Pedro la ayudó a sostener a Miguel durante el trayecto y a extenderlo sobre la cama. Inclinada sobre su padre, ella le habló en portugués. Él pareció volver a la superficie. Una sonrisa babosa apartó sus labios.

Fueron a buscar a la señora Cousinet para que se ocupara del enfermo. Ella lanzó clamores de profetisa: esto iba a pasar, ella ya lo había dicho, si la hubieran escuchado mejor… De regreso a su escritorio, Pedro se asomó otra vez a la ventana. Amalia no volvió con los chicos. Ellos habían vuelto a jugar a la pelota. Federico, poseído por la fiebre de la partida, corría, reía, gritaba. Había olvidado el incidente. Friquette se ahogaba tirando de su correa. Por fin, cansada de debatirse y ladrar en vano, se acostó, castigada y resentida, con la nariz entre las patas. El pato Baltasar, asustado por el barullo, se había refugiado sobre la cubierta de la piscina. Asombrado de su incómoda situación, sobre la tela elástica, miraba a todas partes con ojos perplejos. Luego, de pronto, se instaló con todo su peso y dejó que la frescura del agua le acariciara el vientre. El cielo se oscurecía ya cuando los padres comenzaron a llegar, unos tras otros, para buscar a sus hijos.

A la noche Pedro se encontró solo con Federico ante la mesa. Amalia no había querido dejar a su padre. La señora Cousinet se había eclipsado después de haber preparado la comida: jamón y ensalada de papas.

– ¿Qué es lo que tenía mi padre? -preguntó Federico-. ¿Está enfermo?

– Sí -dijo Pedro.

– Tal vez sea necesario que vaya allí, con mi hermana…

– No, quédate aquí. Háblame de lo que hiciste.

Luego de esta solicitud, Federico pasó instantáneamente de la inquietud a la alegría. Todavía exaltado por el recuerdo de las horas tumultuosas que había vivido, comentó para Pedro todos los momentos del partido de fútbol que habían jugado chicos contra chicas. Los chicos habían ganado. Estaba muy orgulloso. Algunos eran ya sus amigos. Luego de haber tragado una banana, saltó de la silla y preguntó:

– ¿Puedo ir a ver televisión?

– No -dijo Pedro-. Te has divertido todo el día. Es suficiente. ¡Ve a acostarte!

Le gustaba afirmar su autoridad ante este chico maleable. La docilidad de Federico no era, pensaba, indicio de falta de carácter, sino una prueba de amor, de respeto y de razón. Apenas el chico se fue para subir, protestando, a su habitación, Amalia apareció en la cocina.

– ¿Cómo va tu padre? -preguntó Pedro.

– Se durmió, señor.

– No debes haber cenado. Siéntate. Queda jamón y ensalada de papas.

– Gracias, señor. No tengo hambre.

Retiró la mesa y se puso a lavar la vajilla. Sin dejar de trabajar, dijo:

– No voy a volver el lunes al colegio, señor.

– ¿Por qué?

– No puedo volver a causa de mi padre.

– ¿Qué es lo que estás diciendo? ¡Tienes que pensar en tus estudios, es lo más importante!

– ¡Después de lo que pasó…!

– Todo el mundo tiene derecho a enfermarse.

Ella giró sobre sus talones y él vio su rostro contraído por el rencor y la vergüenza.

– Mis compañeros lo vieron… Vieron a mi padre… Vomitó delante de ellos… ¡Es horrible!… Si vuelvo a la escuela, se burlarán de mí, de… de él…

Se puso a llorar. Su mentón se sacudía. Sus labios temblaban, se mojaban. La nariz se le llenó de agua.

– Nadie se burlará de ti ni de él -dijo Pedro-. Te aseguro que todos tus amiguitos tendrán un lindísimo recuerdo de este día. Las historias de los mayores no les interesan a los chicos. También tú te olvidarás muy pronto. Federico ya se acostó. Tú vas a hacer lo mismo. Y el lunes te llevaré al colegio, como siempre.

Ella suspiró, enferma de vergüenza, sedienta de ternura. Él le acarició la mejilla con el revés de la mano y murmuró:

– La mejor respuesta que puedas dar, en la vida, a las lenguas mezquinas, es la de ser la primera en todo.

Ante estas palabras, los ojos de Amalia brillaron con un fuego húmedo.

– Sí, sí. ¡Voy a ser la primera en todo! -dijo de pronto con una furia alegre.

Y añadió con más suavidad:

– ¿Vendrá a darme las buenas noches en mi cama?

– Por supuesto -dijo él-. ¡Pero apúrate!

Dejó pasar un tiempo razonable y subió la escalera a los dormitorios. Abrazada a su almohada, la chica sonreía. Su apoyo le había devuelto el ánimo.

– ¿Vio? -dijo-. Cambié los muebles de lugar. La mesa está mejor así, cerca de la ventana, ¿no le parece?

– Sí -dijo él-. ¿Te gusta tu habitación?

– ¡Oh, sí, señor!… Es… ¡Es magnífica…! Allí, cuando yo dormía con Federico, ¡no estaba tan bien!

Él la abrazó, salió al hall y se acercó, en puntas de pie, a la habitación del chico. Con miedo de despertarlo, abrió la puerta con precaución y pasó la cabeza por la abertura. La lámpara de cabecera estaba encendida. Acostado, con los ojos abiertos, Federico apretaba entre sus brazos a una Friquette floja, sin huesos, convertida en un animal de felpa.

– ¿Todavía no te duermes? -dijo Pedro.

– Lo esperaba, señor.

Esta fórmula banal lo conmovió. Federico “lo esperaba” para todo: para dormir, para sentarse a la mesa, para divertirse… Nunca Pedro se había sentido más indispensable. Una oleada de dulzura lo invadió. Recurrió a su voluntad para reaccionar contra esta debilidad. Con los cinco dedos crispados, frotó la cabeza del chico. Federico reía con estallidos, moviendo la cabeza bajo esta ruda caricia. Su rostro era un sol de alegría. Pedro sintió el corazón distendido, besó al chico en la frente y fue a su habitación.

Luego de haberse hecho su toilette y puesto el piyama, se ubicó frente a la ventana abierta para respirar el aire de la noche. De pronto, bajando los ojos, distinguió una silueta de pie en la sombra ante la escalinata. Dejó pasar algunos minutos. El hombre no se movía, silencioso, petrificado. ¿Qué esperaba? Pedro bajó y encendió la lámpara de la entrada. En la clara luminosidad apareció Miguel, como un animal enceguecido por los focos de un automóvil. Entrecerraba los ojos. Sus brazos colgaban. Pedro abrió la puerta y preguntó con tono cortante:

– ¿Y, Miguel, qué quiere?