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– Nada, señor -dijo Miguel-. Miraba la casa.

Su voz había recuperado su tono normal. Parecía de pronto sobrio.

– Vuelva a acostarse -dijo Pedro.

– Sí, señor. ¿Mis chicos están bien?

– Muy bien. A pesar de su insensata salida de esta tarde. Entiendo que un hombre pueda dejarse ir a veces con una copa de más. Pero si esto se convierte en un hábito, le prevengo que no voy a tolerarlo. ¡Si es necesario, voy a despedirlo!

Pedro juzgó necesaria esta afirmación para asustar a su interlocutor y volverlo a la razón, pero aquél no pareció de ninguna manera alarmado por la perspectiva de un despido. Encerrado en sí mismo, obtuso, compacto, se callaba y dirigía a Pedro una extraña mirada. Ante ese prolongado silencio, el pánico se apoderó de Pedro. ¿Y si Miguel le tomaba la palabra y se iba con los chicos? La amenaza que Pedro había lanzado imprudentemente se volvía contra él. Creyendo poder dominar a este hombre, se convertía en su prisionero. Ahora se trataba de retractarse sin perder fuerza. Furioso, molesto, temiendo por el porvenir de Federico y de Amalia, refunfuñó:

– Vamos, Miguel, compréndame: simplemente le pido que retome su vida normal, que se domine. Usted nunca se dedicó a la bebida. ¡No va a empezar ahora! Le hablo tanto por su interés como por el de los chicos. Vuelva a su casa. ¡Buenas noches!

Apagó la luz de la escalinata, volvió a cerrar la puerta y subió al dormitorio. Luego de un momento volvió a la ventana y escrutó las sombras del jardín. Miguel seguía siempre allí, plantado frente a la casa, como alguien que va a escalar una pared. De nuevo Pedro experimentó, frente a tanta obstinación, un vago sentimiento de temor. Había apagado todas las luces detrás de él para hacerle creer que se había dormido. Pero con los ojos desencajados en la oscuridad, velaba, espiaba. Su espalda se cansaba en esta tensa actitud. Luciérnagas de oro pinchaban sus ojos. Retenía su aliento, como si el otro hubiera podido escucharlo. A veces miraba el reloj de cuadrante luminoso. El enfrentamiento duraba más de una hora cuando Miguel se fue. Su paso vacilante hizo crujir la grava de la alameda.

14

El reloj del tablero indicaba las diez y veinte cuando Pedro, manejando su automóvil, abandonó la autopista de Corbeil-Sud para seguir en dirección a Milly. Estaba satisfecho de la jornada. En la reunión del mediodía de la sociedad odontológica de París, en un importante hotel, su exposición sobre cirugía de las encías había sido muy festejada por el auditorio. Luego de la sesión varios de sus colegas lo habían felicitado y habían insistido que les enviara el texto de su alocución. Había seguido un cocktail en los salones vecinos. Con el vaso en la mano, se había retrasado un poco conversando con dos colegas cirujanos norteamericanos. Ahora le parecía que una fuerza elástica lo atraía, en medio de la noche, hacia “ La Buissonnerie ”. Previendo que volvería tarde, le había pedido a la señora de Cousinet que esperara su regreso para que Federico no se quedara solo en la casa.

El portón del jardín estaba cerrado con llave.

Abrió, cerró detrás de él y, volviendo al volante, condujo por la alameda, a través del sueño vertical de los árboles. En la casa de Miguel todo era oscuro, todo dormía. Pero, cosa curiosa, en la casa grande también las ventanas se veían oscuras. Sin embargo la señora Cousinet debía encontrarse abajo, viendo televisión. Una vez que estacionó el auto en el garaje, Pedro entró en el escritorio y prendió las luces. Nadie. Subió la escalera de a cuatro escalones. La primera habitación, sobre el corredor, era la de Amalia: una habitación desierta durante la semana, porque la niña dormía en el pensionado. Al lado descansaba Federico. Pedro abrió la puerta, que chirrió sobre sus goznes. Cortando la oscuridad de la habitación, un haz de luz, que venía de la escalera, iluminaba vagamente la cama. Una cama lisa y prolija. Una cama vacía. Pedro encendió la luz para convencerse de que no se equivocaba. Luego, estupefacto, volvió al escritorio. Allí descubrió, sobre la mesa, un papel rectangular apoyado contra el teléfono. Reconoció la letra de la señora Cousinet: “Como usted me lo pidió, di la cena a Federico. Pero cuando quise llevarlo a dormir, Miguel vino a buscarlo. Se fue con su padre. Entonces también me fui yo. Hasta mañana, señor. Saludos. Señora de Cousinet”. Sin duda Miguel se había aprovechado de la ausencia de Pedro para llevarse al chico consigo. Pedro decidió llevar al chico a la casa si es que aún no se había acostado. Dominando su descontento, se dirigió a grandes pasos hacia el pabellón del jardinero. La puerta estaba abierta. Entró. Las sombras, el silencio, olor a cebollas fritas. No había nadie. La habitación principal se entreabría ante sus ojos. Buscó a tientas la llave de la luz. Estalló la luz: un campamento de bohemio, la cama deshecha, la ropa tirada por el suelo, la pileta llena de agua jabonosa, y eso era todo. Preso de ansiedad, Pedro pasó a la antigua habitación de los chicos. Estaba transformada en un barullo. Recipientes llenos de bulbos de flores estaban desparramados por el suelo de mosaicos, sobre las sillas, en el reborde de la ventana. En medio del desorden ni rastros de Federico o de Friquette.

Negándose a enloquecer, Pedro concluyó que había que encontrar primero a Miguel. Tuvo la idea de ir directamente a lo de Toumazeau. Aquella vez, como el café estaba cerca, iría a pie. Temía que el lugar estuviera ya cerrado. Pero vio desde lejos la luz amarillenta de la vidriera. Dos clientes retrasados charlaban con el patrón, en el mostrador. La patrona ordenaba las botellas en un armario. En el fondo del salón, en su lugar habitual, Miguel, hundido, con la mandíbula caída, daba vueltas un vaso entre los dedos. A su lado, Federico había inclinado la cabeza sobre la mesa, en su brazo plegado. Dormía profundamente. Friquette estaba enroscada, como una pelota marrón, a sus pies. Movió la cola, se enderezó y se sentó sobre sus patas traseras, con las orejas bajas, la mirada asustada. Al ver a Federico, Pedro experimentó un sentimiento mezcla de alivio y cólera. Mientras que él se esforzaba en educar a este chico, Miguel lo arrastraba estúpidamente en su caída. Caminó directamente hacia el jardinero, se plantó frente a él y le dijo en voz baja:

– ¿Por qué trajo a Federico al café? ¡Ha perdido la cabeza! ¡El chico tiene que ir a la escuela mañana…!

Con los ojos vacíos, el mentón brillante, Miguel aspiró lo que quedaba en el fondo del vaso, infló las mejillas, eructó groseramente y dejó caer la cabeza sobre el pecho sin pronunciar una palabra. El patrón se acercó e intervino:

– Lléveselo, señor. Está aquí desde hace dos horas. Si se lo toca, se enoja, amenaza con pegarnos. Quiso que le sirviéramos vino al chico. Me negué. Le serví naranjada. Luego se durmió, pobrecito. Pero con Miguel no sabíamos más qué hacer. Es difícil decirle que no a un cliente. ¡Se va a deshacer la salud si sigue bebiendo así!

– ¡Qué quiere! señor -le encareció la patrona-, ya no es el mismo desde la muerte de la pobre María. Una desgracia como ésa le da vuelta la cabeza a cualquiera. Antes no venía nunca. ¡Y es un buen hombre! Honesto, trabajador y mucho más. Nos ha contado cosas de su mujer, de sus chicos, de usted, que es tan bueno con ellos…

– Les agradezco -dijo Pedro-. ¿Cuánto se debe?

– Deje, señor. Miguel nos pagará otro día…

– No, no…

Pagó las consumiciones y sacudió a Miguel de un hombro. Una luz de inteligencia pasó por la mirada del jardinero.

– Usted no haga nada -farfulló-. ¡Voy a terminar la pared!

– ¡Qué me importa su pared! -rugió Pedro-. ¡Ahora vamos! ¡Tenemos que volver!

– Sí, señor.

Ante el ruido que Miguel hizo apartando su silla, Federico se despertó. Una sonrisa adormilada flotó en sus labios:

– ¡Ah, es usted, señor…!

El patrón y la patrona se apartaron para dejarles paso.

– Salud, Miguel -dijo el patrón-. ¡Que lleguen bien!