El auto estaba estacionado en el subsuelo, en el garaje del edificio, calle Francisco 1º. Era ya de noche cuando, de embotellamiento en embotellamiento, a través del espejeo de la lluvia y los faros, Pedro salió de París y tomó la autopista del Sur. El camino tantas veces recorrido le resultaba tan habitual que nada lo apartó de sus pensamientos. Con la vista fija en las luces centelleantes, rojas y blancas, de la calzada, reflexionó en esta muerte súbita, recordaba el rostro risueño de María y se esforzaba en acostumbrarse al nuevo vacío de su existencia. Por segunda vez en dos años, el rayo había golpeado su casa. Pero Susana había sucumbido a una larga enfermedad. Luego de su segunda operación, supo que estaba condenada. Su coraje pálido y sonriente en los últimos meses. Ella aceptaba la mentira caritativa de sus parientes para no enturbiar la atmósfera alrededor del lecho donde se extinguía lentamente. Simulaba creer en su curación. Sin embargo, su mirada, en los instantes de abandono, era la del adiós. Estaba muy ligada a María. Se hubiera desesperado con la pérdida. Pedro volvió a verlas, de pie en la cocina, discutiendo la receta de un postre. Juntas, en delantal, con las manos blancas de harina. Como si una de ellas no hubiera estado al servicio de la otra. Y sin embargo no había ninguna familiaridad en María, sino más bien una deferencia mezclada de complicidad femenina. Recordándolas juntas, Pedro tenía la impresión de un todo indisoluble y armonioso, basado en el amor a los niños, a los animales, a las plantas. Luego de la muerte de Susana, María continuó con la tradición. Pedro había perdido a su mujer, pero le habían quedado todas sus costumbres. El espíritu de Susana estaba todavía allí, en las comidas delicadamente preparadas, en los ramilletes arreglados con gusto, en los mil detalles de la vida cotidiana. María había tomado el puesto de su señora. Y ahora ella se iba a su vez. Se sintió viudo por segunda vez. Injustamente golpeado, primero en su amor, luego en su comodidad. Sus ojos se llenaron de lágrimas aunque se creía dueño de sus nervios.
La lluvia aprisionaba el coche en un murmullo líquido. Los limpiaparabrisas atrapaban las gotitas sobre el fondo oscuro de la noche. A la luz de los faros saltaban los fantasmas de los árboles, de los carteles indicadores de letras gigantescas. El coche abandonó la autopista, trepó una pequeña cuesta, dobló a la izquierda hacia Corbeil. Al llegar a las primeras casas del pueblo, Pedro disminuyó apenas la velocidad. Una luz roja lo inmovilizó, hirviendo de impaciencia. Luego el bulevar Henri Dunanat, la entrada al hospital, con su barrera levantada y sus pesados edificios de un amarillo amarronado y con grumosidad de turrón. Estacionó su auto en el espacio plantado de árboles, se orientó según los carteles, caminó bajo la lluvia hacia el servicio de admisión y preguntó a una enfermera, haciendo valer su título médico. Lo llevaron a la morgue, una construcción maciza y gris, más baja, al borde de la alameda. El cuerpo de María Álvarez acababa de ser llevado allí. Al penetrar en la habitación fría y desnuda, Pedro al principio no vio más que la camilla con María acostada encima, una sábana blanca levantada hasta el pecho, el rostro cerrado, cerúleo y calmo, una banda arrollada alrededor de la cabeza y del mentón. Enseguida pensó en Susana que había tenido, ella también, una expresión de serenidad dichosa en la muerte. Todos los cadáveres estaban habitados por la misma certeza, frente a los vivos que se planteaban la pregunta definitiva.
Al pie de la camilla estaba Miguel, con la frente inclinada, sus grandes manos de arcilla cruzadas sobre el vientre. Levantó la cabeza. Su rostro apareció, crudamente iluminado por la lamparita del techo. Sus ojos estaban secos, en una máscara ruda y curtida, la nariz ganchuda y la mandíbula maciza, pero su labio inferior temblaba. Lanzó a Pedro una mirada de animal atrapado en una trampa. Una mueca a la vez apocada y mezquina, humilde y desesperada dislocó su expresión. Un sonido desarticulado se escapó de su boca. Chapurreó en portugués. Detrás de él se erguía la señora Cousinet, rechoncha, pesada, las piernas como postes bajo su falda azul a lunares verdes.
– Mi pobre Miguel -dijo Pedro apoyando una mano sobre el hombro del jardinero-. ¡Es atroz! Comprendo lo que usted siente.
Tuvo conciencia de desempeñar un papeclass="underline" el patrón benévolo. Y cuanto más se esforzaba en ser sincero, más se desdoblaba, salía de la situación, se convertía en espectador de sí mismo. Miguel no respondió nada. ¿Qué sentía exactamente? Ese portugués duro ante el sufrimiento, ¿era capaz de sufrir con la misma intensidad que un ser de fina cultura, de nervios delicados? ¿No tenía, en su desgracia, la suerte de tener menos sensibilidad? La señora Cousinet se acercó a Pedro y le habló en voz baja:
– Fui yo la que trajo a Miguel en auto. Era incapaz de ponerse a manejar. Los chicos se quedaron en la casa. Mi cuñada los cuida.
– ¿Cómo ocurrió?
– Ella había salido para ir a lo de su amiga la señora Bertrand. Un auto la atropelló. El conductor, un salvaje, ni siquiera se detuvo. Unas personas la encontraron. Avisaron a la policía, a los bomberos. La llevaron al hospital. Y allí…
No pudo terminar. Un sollozo la interrumpió. Miguel dirigió hacia ella una mirada reprobadora bajo sus gruesas cejas negras. Obstinado y torpe, parecía sentir rencor hacia todo el mundo a causa de esta muerte. Entró un enfermero con un llavero en la mano. Era hora de irse.
– No podemos quedarnos más -dijo Pedro-. Vámonos, Miguel. Volveremos mañana.
La señora Cousinet tomó el brazo del jardinero. Miguel se dejó llevar, los hombros caídos, sin una mirada para la muerta.
El té era demasiado fuerte y las tostadas estaban quemadas. La señora Cousinet, a pesar de su buena voluntad, no sabía hacerlo a su gusto. Iba y venía entre el comedor y la cocina, un trapo en la mano, al mismo tiempo agitada e ineficaz. Ya era bastante que aceptara reemplazar a María de improviso. Raspando la superficie de su tostada calcinada con el cuchillo, Pedro pensó en enseñar a la señora Cousinet cómo se usaba la tostadora. Pero se contuvo y emparejó la costra carbonizada con el filo del cuchillo. La manteca, demasiado fría, se deslizaba mal. La señora Cousinet no había pensado en retirarla del refrigerador al llegar. Por lo demás, no tenía hambre. Había pasado una mala noche, obsesionado por la desaparición de María. Su fatiga y su tristeza eran tales que no estaba en condiciones de retomar el trabajo en el consultorio esa mañana. Y de todos modos se vería obligado a volver temprano para arreglar con Miguel el problema del entierro.
Como para confirmar la perennidad de las instituciones domésticas, dejó vagar su mirada sobre el comedor. Los platos antiguos sobre las paredes, el cuadro de un maestro holandés que representaba un mercado al aire libre en ruinas, el bargueño Luis XIII tallado con una cabeza de ángel a cada costado de las puertas, todo le recordaba a su mujer. Ella estaba todavía allí, en sus muebles. Más presente ahora que mientras María estaba viva. El té estaba frío, amargo.
– ¿Quiere más tostadas, señor Jouanest? -preguntó la señora Cousinet.
– Gracias, ¡está muy bien así! -murmuró-. ¿Sabe si Miguel ya se fue para el hospital?
– Creo que todavía está aquí. Vi su Citroen delante de la puerta. ¿Usted quiere hablarle?
– Sí.
– Voy a avisarle que no se vaya.
Se precipitó, ligera a pesar de su corpulencia. Pedro la detuvo de un grito:
– No se moleste. ¡Voy yo mismo!
La casa del jardinero estaba ubicada cerca de la verja, bajo un grupo de hayas. Pedro golpeó y entró sin esperar respuesta. Miguel estaba sentado ante la mesa de la cocina, frente a los platos vacíos, una cafetera y migas de pan. Su hijo, Federico y su hija, Amalia, lo enmarcaban, petrificados de tristeza, ahogados por las lágrimas. Los tres se levantaron. Pero Miguel se volvió a sentar casi enseguida, como si sus piernas se hubieran doblado por su peso. Federico y Amalia se quedaron de pie. El chico, delgado y moreno, tenía grandes ojos soñadores. Una sombra oscura los cernía, acentuando su brillo. La chica, regordeta y de tez mate, tenía ya un aire de seria mujercita de su casa. En verdad, Pedro nunca se había ocupado de los hijos de Miguel y de María. Desde la muerte de Susana, María, llevando su discreción al extremo, había acostumbrado a sus hijos a desaparecer desde el momento en que el señor aparecía. Los veía a veces corriendo por el jardín, pero ni siquiera les dirigía la palabra. Por el contrario, Susana, en otras épocas, se ocupaba mucho de ellos. Federico había nacido poco después de que sus padres comenzaran a trabajar allí como cuidadores de “ La Buissonnerie ”. No había conocido otro horizonte que aquél. Más todavía que su madre o su padre, pertenecía a la casa. Pedro abrazó a los chicos con una torpeza viril. Eran suaves como muñecos de terciopelo.