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Al ponerse de pie, apoyando los puños sobre la mesa, Miguel hizo caer su vaso, que se rompió.

– No es nada -dijo la patrona.

Miguel se bamboleaba. Afuera, rechazó a Pedro, que quería sostenerlo. El aire pareció despejarlo. Tuvo una mirada de odio disimulado, desesperado, y murmuró:

– ¿Qué se cree usted…? Puedo muy bien… yo solo…

Salió adelante, con un paso flojo y zigzagueante. Pedro lo siguió, llevando a Federico de la mano. El chico caminaba casi dormido. Arrastraba los pies. Le colgaba la cabeza. Pegada a su pierna, Friquette avanzaba al mismo ritmo. Tres veces Pedro creyó que el jardinero se caía. Pero cada vez Miguel se enderezó apoyándose con el hombro contra la pared de una casa, se apartó, se balanceó de atrás hacia adelante y siguió su camino, con el cuello tenso, como si hubiera querido atravesar con su frente de carnero todos los obstáculos de la noche.

Al llegar a “ La Buissonnerie ”, Federico levantó la cabeza hacia Pedro y balbuceó:

– No quiero dormir con él, señor. Quiero ir con usted.

Pedro le estrechó la mano con fuerza:

– Sí, sí, Federico. Vamos a volver a casa, quédate tranquilo.

Miguel se metió en su casa con el pesado andar de un oso que recupera su morada. Afuera, Pedro lo escuchó golpearse contra un mueble y maldecir en portugués. No lo siguió. Tenía otras cosas que hacer, y no cuidar de aquel borracho. ¿Qué impresiones retendría el chico de las horas pasadas en el bar junto a un padre envilecido? La caminata parecía haber despertado a Federico. Cuando se encontró en su habitación, sentado al borde de la cama, tuvo una mirada lúcida y triste que era como un silencioso llamado de ayuda.

– Desvístete -le dijo Pedro-. Es tarde. Debes tener sueño.

Pero Federico no escuchaba, paralizado por una visión interior. De pronto se levantó, se arrojó contra Pedro y un enorme sollozo le sacudió los hombros.

– ¿Qué es lo que le pasa a mi padre? -gimió-. Yo no quería ir al café… Y él quería… Y allí bebió, bebió… Le gritaba a todo el mundo… La señora del café le dijo que se fuera… No quiso… Le respondió groserías… Me lo quise llevar… Entonces me pegó…

Con la respiración entrecortada, Federico se apretaba contra el pecho de Pedro, buscaba su calor, su fuerza, su protección, como si alguien, detrás de su espalda, amenazara golpearlo. ¡Qué pequeño y vulnerable lo sintió! Pedro sufría de impotencia, por no poder modificar radicalmente el orden de las cosas. Aunque tuviera ganas de castigar a Miguel, debía sostenerlo. En el interés del mismo chico. Atado y furioso, murmuró mientras acariciaba la cabeza de Federico:

– ¡Cálmate! ¡Ahora todo terminó…!

Luego de un momento Federico se separó de él. Su rostro de rasgos infantiles había tomado una expresión concentrada, llena de sabiduría. Hubiera podido decirse que se sentía portador de una verdad que no era propia de su edad.

– Sabe, señor -dijo-, es porque mamá no está más que mi padre está así…

– Sí, sin duda…

– No es feliz… Entonces bebe, bebe para no pensar en eso…

– Sí, Federico.

– Es una lástima que Amalia esté pupila. Con ella sería más fácil. Seríamos dos.

– Pero somos dos, Federico -dijo Pedro, tomándolo de los hombros-. Tú y yo. No lo olvides nunca. Y ahora, mi pequeño, ¡a la cama!

A medias tranquilizado, con los ojos mojados por las lágrimas, Federico se frotó las ojos con la palma de las manos, se desvistió con gestos de chico, de una brusquedad angulosa, se puso el pijama y se deslizó bajo las sábanas. Enseguida Friquette saltó sobre la cama, y segura de sus derechos, se apelotonó en su lugar de siempre.

– ¡Ahora vas a dormir! -dijo Pedro.

– ¿Usted no va a salir, señor?

– No, me quedo aquí. Cerca de ti. No tengas miedo. Mañana, a la escuela. Trata de trabajar bien.

– Tengo sed, señor.

Pedro le llevó un vaso de agua y lo miró beber con avidez, a grandes tragos. Al dejar el vaso vacío sobre la mesa de luz, Federico levantó los ojos hacia él. Había en aquellas pupilas negras, anchas y combadas, una inteligencia y una desesperación tales que Pedro se sintió trastornado. Luego, de pronto, el chico sonrió. Había encontrado la paz, la seguridad. “¡Gracias a mí!” pensó Pedro, dichoso.

Esperó todavía algunos minutos y abandonó la habitación, dejando a Federico adormecido. Pero en lugar de volver a su habitación bajó al jardín y deambuló frente a la escalinata. De golpe se dio cuenta de que caminaba sobre el antiguo emplazamiento del tilo. En ese lugar, la tierra estaba blanca, ligeramente cavada hacia adentro, bajo la grava. ¿Había tenido razón al abatir aquel árbol tutelar? Dando vuelta la cabeza, hundió la mirada en el vacío del cielo y extrañó el robusto follaje. Un desagrado se apoderó de él. Una especie de depresión moral. Volviendo la espalda a la casa se hundió en la alameda, sin rumbo fijo. Con la cabeza llena de noche, respiraba el olor acre del otoño. Hojas podridas, tierra húmeda, cenizas esparcidas, el bálsamo campestre le impedía reflexionar. Sus pasos lo condujeron inconscientemente hacia el pabellón del jardinero. Se detuvo frente a la puerta. No había luz. En el interior, Miguel debía dormir su borrachera. Pedro lo imaginó tendido sobre el lecho, vestido. ¿Cómo un ser tan primitivo había podido engendrar otro ser con un corazón tan delicado? Allí había, pensó, un error de genética. Luego de un momento Pedro retomó el camino pero en lugar de volver a la casa dio una vuelta y se dirigió a ver la pared inacabada. Quedaban todavía apenas unos ladrillos para ubicar cerca del portal. Bajo un cobertizo, junto a baldes de cemento y las herramientas. Para hacer más rápido, Miguel había alquilado una mezcladora. Así, con su aspecto rústico y su techo de antiguas tejas, la pared se estiraba en una hermosa perspectiva a través de la noche. Miguel había hecho un buen trabajo. Había que decírselo. Pero era difícil hablarle a ese hombre estrecho y agreste. Durante un largo rato Pedro se quedó allí, sin moverse, atento al silencio de las tinieblas, que redoblaba el bordonero de la sangre en los oídos. Luego volvió a caminar y bordeó el muro sobre todo el contorno de la propiedad. Esa muralla de mampostería, levantada entre él y el resto del mundo, tenía un aspecto resueltamente defensivo. Así cercado, precisado, el jardín parecía más pequeño. Uno se sentía a la vez protegido y aprisionado por algo sordo, mudo, opaco, que impedía cualquier escapatoria hacia los otros. El alma se marchitaba en ese espacio restringido, detrás de aquel recinto ciego, como en una habitación cerrada. Atormentado por una tristeza inquieta, Pedro se arrancó de su ensueño y volvió sobre sus pasos.

Una vez en su habitación se acostó, pero le costó dormirse. Varias veces se levantó, se acercó a la ventana, inspeccionó con la mirada los primeros escalones. Ni la menor sombra sospechosa en aquel lugar. Sin embargo, no estaba solo con Federico en la gran casa. Alguien había entrado, le parecía, detrás de sus talones.

* *

Pedro y Federico engulleron su desayuno sin tomarse tiempo para saborearlo. Era tarde para uno que debía ir a su consultorio y para el otro que tenía que ir a la escuela.

– Apúrate -dijo Pedro levantándose de la mesa-. Te llevo en el auto.

Federico dio un salto y salió tras él, con una tostada con mermelada en la mano, mientras que la señora de Cousinet se apenaba de verlo partir tan rápido. “Con el café con leche en el estómago”. Al bajar la escalinata, se tropezaron con Miguel, que los esperaba. Risueño, con los brazos levantados, el jardinero sostenía por la cola dos pequeños cadáveres ensangrentados, con la cabeza hacia abajo, las patas rígidas.

– ¡Ya los tengo, a los topos! -dijo con tono triunfante-. Temprano esta mañana me aposté frente al agujero, con mi pala. ¡Y cuando mostraron el hocico, paf!

Federico observaba con horror esas minúsculas masas de piel oscura y sedosa, con el cráneo atravesado por el hierro. Las cabezas estaban sostenidas a los cuerpos por hilos sanguinolentos. El chico se apretó contra Pedro y hundió la cara contra su chaleco para no verlos más.