Cuando llegó frente al portal, se asombró. Las dos hojas estaban abiertas, y Friquette, sentada en sus patas traseras, se mantenía al borde del camino, a la entrada. Al ver el auto se apartó, pero sin manifestar la alegría habitual. Paso a paso, con la cola baja, acompañó al auto, a la distancia, hasta el garaje. Intrigado por su aspecto culpable, Pedro la llamó y le tironeó de las orejas bromeando:
– ¿Qué te pasa, Friquette? ¿Desplumaste a Baltasar y Miguel te regañó? Cuando llegó a los escalones, la perra no lo siguió y se alejó, retrocediendo. Buscó a Federico en el escritorio, en la sala de billares, en el salón, en su habitación. En vano. Sin duda el chico estaba con su padre, o bien otra vez en el café.
Pedro se dirigió hacia el pabellón del cuidador. Friquette caminaba atrás, más lejos, sin apuro, con el lomo arqueado, la cola oculta. Hacía frío y estaba oscuro. La bruma crepuscular bajaba sobre la copa de los árboles. Antes de llegar a la casita, la perra se sentó de nuevo, seria, asustada. Pedro entró solo en la cocina y encendió la luz.
En la súbita claridad, dos pies aparecieron a unos centímetros del suelo, cerca de una silla tirada. Al levantar los ojos, Pedro vio la cuerda atada a un saliente del techo. Miguel colgaba allí, en todo su peso, con las piernas rígidas, la cabeza inclinada, el cuello roto. Una mueca horrible torcía su rostro de caucho. Espantado, Pedro no pensó en desatarlo y se precipitó a la antigua habitación de los chicos aullando: “¡Federico! ¡Federico!”
Un títere frágil, plegado sobre los bulbos de flores. La cabeza rota, Federico no se movía. Desde la sien hasta la mejilla, se extendía una mancha roja, grumosa y brillante. A su lado, el fusil de caza de Miguel. Atontado por el horror, Pedro se arrojó sobre el cuerpo del chico. Lo abrazó, lo estrechó contra su pecho, lo llamaba con gritos que le salían de las entrañas.
Cuando se levantó, tenía sangre en las manos y alrededor de la boca. Por un rato largo se quedó inmóvil, con la impresión de que no respiraba, de que también su corazón había dejado de latir. Había que hacer algo. ¿Pero qué? La vida ya no tenía sentido. Avisar a un médico, a la policía…
Con las piernas flojas, volvió a la cocina. Una carta había sido puesta en un lugar visible de la mesa. Se inclinó para leerla. Las lágrimas llovieron de sus ojos. Una sola frase, dificultosamente escrita en francés, con lápiz: “Ahora, señor, usted podrá adoptar a Amalia.”
17
Enterraron a Miguel y Federico, uno junto al otro, en el cementerio de Milly. Pedro vendió “ La Buissonnerie ” y se instaló en París en un departamento alquilado cerca de su consultorio. La señora de Cousinet recibió a Friquette y a Baltasar. Aterrada por su doble duelo, Amalia terminó, a pesar de todo, su año escolar, como pupila, en el colegio de Regnard. En las vacaciones se fue a Portugal, donde la esperaba una de sus tías. A fines del verano quiso quedarse con su familia en Lisboa. Desde allí escribía regularmente a Pedro, una vez por mes. En sus cartas hablaba siempre de su hermano. Nunca de su padre. Al doblar las hojas cubiertas por una letra infantil, Pedro se quedaba un momento aturdido por la fuerza del recuerdo. Sin embargo, la chica crecía y se acostumbraba a su nueva vida, las alusiones al pasado desaparecieron progresivamente de su correspondencia. Parecía muy preocupada por uno de sus primos, Fernando, que tenía una motocicleta.
Primero Pedro fingió interesarse en sus aventuras juveniles. Luego se apoderó de él un sentimiento de impotencia ante la marcha inexorable de los años, y dejó de contestarle a Amalia.
Henri Troyat