Pedro ubicó el álbum de fotografías, dio vueltas alrededor de la habitación, decidió que era demasiado temprano para levantarse, demasiado tarde para volver a acostarse, y pasó al cuarto de baño para afeitarse y tomar una ducha. La caída del agua sobre su cuerpo disipó los fantasmas de la noche. Se echó agua en la cara con rabia, para convertirse en un hombre nuevo, un hombre de la mañana. Luego, satisfecho, se aplicó una loción alcoholizada sobre el rostro y eligió, en el guardarropas, su traje de ese día.
Una vez vestido, bajó a la cocina para prepararse el desayuno: la señora Cousinet no venía hasta las siete y media y no podía esperarla hasta esa hora. De pie frente a la cocina a gas, en la gran habitación azulejada de blanco, tuvo la impresión desagradable de haber sido abandonado por todos, olvidado por todos. Un hombre solo en un mundo frío. De hecho no había muchas personas que le importaran. Había perdido a sus padres muy joven y no mantenía ninguna relación con el resto de sus parientes. Sus pocos amigos ocupaban el lugar de su familia. Sin embargo, hoy sufría mucho por aquella distancia entre sí mismo y los otros. Luego del efecto saludable de la ducha, una rebelión sorda volvió a apoderarse de él, una ansiedad difusa, que precipitaba los latidos de su corazón. El mal no se calmaba por medio del razonamiento. Venía de todas partes, del agua hirviendo que silbaba, de las ventanas iluminadas por un alba enfermiza, del tilo desaparecido, del silencio que cortaba el tic tac de un reloj de péndulo hecho de cobre. Pedro ni siquiera se sentó para beber su taza de té y comer sus dos tostadas. Erguido sobre sus piernas, desayunó como un visitante apurado. Seguramente cuando estuviera al volante de su automóvil se sentiría mejor. La señora Cousinet llegó en el momento en que sacaba el auto del garaje. Puso el grito en el cielo cuando advirtió que él se iba:
– ¡Pero usted está adelantado, señor Jouanest!
– ¡Tengo mucho trabajo atrasado esperándome en París! -dijo él.
– ¿Y su desayuno?
– Me lo hice yo mismo.
Puso el embrague, dejando tras de sí, en la mañana fresca, la inmensa casa desierta y a la señora Cousinet que abría los brazos mientras seguía hablando en el vacío.
Como llegó antes que los otros al consultorio, inspeccionó todas las habitaciones, constató que no faltara nada y se refugió en su minúsculo escritorio, al fondo del departamento, para leer los diarios mientras esperaba la llegada de sus colaboradores. Enseguida, desdeñando la información política, llegó a los avisos. Un solo pedido de empleo en el rubro que le interesaba: “Pareja retirada, eficiente, busca puesto de jardinero y ama de llaves, preferencia región parisina. Referencias serias”. ¿Podría ser que le sirvieran? ¿Por qué no llamar al número inadecuado? Pedro vacilaba: jubilados, viejos, con sus manías. Complicaría su existencia en lugar de deshacerlo de sus preocupaciones. Necesitaba una pareja joven, pero no demasiado. Como María y Miguel, que tenían respectivamente treinta y tres y treinta y ocho años. Y sin chicos, si fuera posible. Lo mejor era poner un aviso él mismo, precisando sus exigencias y esperar las ofertas. ¡Pero qué desfile, entonces, en su vida! ¿Cómo juzgar a todas esas personas distintas? ¿Sus certificados? ¿Sus rostros? Pedro no se animaba. Pospuso su decisión para más tarde, llegó la secretaria, sin aliento. Luego fue el turno de Marco Véry, del ayudante, del mecánico. El consultorio cobraba nueva vida. Por fin apareció el primer paciente. Pedro reencontró, feliz, los gestos habituales de la profesión. A pesar de su insomnio, resolvió algunas intervenciones con una habilidad que lo enorgulleció. La mañana pasó muy rápido. Según su costumbre, almorzó en el consultorio un sandwich que un mozo le trajo del bar de al lado. Como bebida, agua. Consideraba esa sobriedad necesaria para la seguridad de sus manos. Solamente en la comida se permitía un poco de vino. A la tarde, que estuvo recargada de entrevistas, su secretaria le recordó qué debía ir esa noche al teatro, con los Harteville. Lo había olvidado y lo alegró esa ocasión de ver a sus amigos. Decían que la pieza era brillante. Al terminar el día, luego de irse el último paciente, tomó una ducha en el bañito junto a su escritorio, se cambió la ropa interior (tenía un guardarropas auxiliar en su oficina) y se pasó una afeitadora eléctrica por las mejillas. El espejo le devolvió la imagen de un hombre seco, de cabellos grisáceos y verde mirada, resaltada por el color celeste de la camisa.
Los Harteville lo esperaban en el hall del teatro. Era una pareja alegre y mundana, que le divertía por su conversación, pero en otras épocas Susana los criticaba por su afán malediciente. Durante todo el espectáculo, Pedro tuvo que esforzarse por prestar atención a la cómica agitación del escenario. Reía y aplaudía como todo el mundo, pero su corazón no estaba allí. Como si no tuviera derecho de divertirse porque esta de luto. ¿Por quién? ¿Por María? De golpe recordó la dedicación de María durante la enfermedad de Susana. De cocinera y mucama se había convertido en enfermera. Una enfermera infatigable. Sonriente y amable. Él le había enseñado a dar inyecciones. Los últimos tiempos velaba junto a la moribunda toda la noche, mientras que él dormía en un sillón en el cuarto de vestir. Los Harteville estallaron en una carcajada ante una réplica cómica y él los imitó.
Cenaron en un restaurante cerca del teatro. En la mesa. Gisele Harteville le preguntó si había podido arreglarse “en lo doméstico”. Había advertido a sus amigos del “contratiempo” que le impedía recibirlos en el campo. Con una falsa seguridad, afirmó que, por el momento, estaba “en la bruma”, pero que tenía la intención de “organizarse” en los próximos días.
– Ocurre que no puedo precipitarme y contratar a cualquiera. ¡Es muy serio confiar mi casa a una pareja de desconocidos!
– Reconozco que no debe ser fácil reemplazar a María y Miguel -dijo Gastón Harteville-. ¡Por cierto que eran muy eficientes!
– Principalmente María. Tenía muchas cualidades -dijo Pedro.
Su observación no encontró eco. Ya Gisele había cambiado de tema y contaba, con bastante gracia, las preocupaciones de su mejor amiga, cuyo marido había descubierto, un poco tarde, una verdadera pasión por las maquetas de aviones teledirigidos.
Era más de la una de la madrugada cuando Pedro tomó la ruta.
Al llegar a la verja de “ La Buissonnerie ” tuvo una sorpresa. ¡Esas luces, tras las negras ramas entrelazadas! La casa del portero estaba iluminada. ¡Miguel había vuelto!
Pedro bajó del coche y caminó hacia la puerta. Se apoderó de él una alegría insospechada. Como si se hubiese apresurado hacia una cita convenida mucho tiempo antes. La puerta estaba abierta, y encontró a la familia reunida alrededor de las valijas que cubrían la mesa de la cocina. Amalia calentaba el café. Miguel tenía aspecto de cansancio, pálido por la fatiga.
Federico dormitaba, tendido en una silla.
– ¿Acaba de llegar? -dijo Pedro.
– Sí, viajé dos días -dijo Miguel-. Nos detuvimos para dormir al borde de la carretera. Tuve una pinchadura antes de la frontera española. ¡Es un viaje muy largo!