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– Si quiere, puede telefonear a la señora condesa para pedirle otros informes -dijo Muraton-. Allí me ocupaba de un parque de cuatro hectáreas. Lo hacía todo solo. La señora condesa adoraba las flores. Aquí no he podido darme cuenta demasiado al pasar. Conmigo usted notará el cambio. Es lo que pasa con los árboles. Los han podado contra el buen sentido. ¡No es alguien del oficio el que hizo eso!

Las críticas, dirigidas a su empleado, irritaron a Pedro, aunque tuvo que reconocer que eran justificadas. La misma Susana decía que Miguel era más albañil que jardinero. Pero aconsejado por ella, mantenía el jardín convenientemente. ¿Con qué derecho el nuevo venía a erigirse en juez?

La mujer de Muraton, turnándose con su marido, exaltó sus propias cualidades de cocinera. En lo de los condes de Pénouelle, que recibían a menudo, llegó a preparar comidas para veinte cubiertos. La señora condesa era muy puntillosa con los menúes. Nunca sus invitados comían dos veces la misma cosa en su mesa.

– Mi mayor especialidad es la pastelería -afirmó la mujer de Muraton.

– Aquí usted no tendría oportunidad de demostrar su talento -interrumpió Pedro-. Recibo poco. Y estoy a régimen.

Cuantas más pruebas le daban los Muraton de sus capacidades, más se retraía en una hostil desconfianza. Como si tuviera miedo de encontrarse frente a personas tan bien adaptadas a la situación. Como si su misma competencia hubiera sido un obstáculo a sus ojos. Seguros de ser empleados, los Muraton hablaban ya de sus salarios, de los días de salida, del aguinaldo, de sus vacaciones. Con el espíritu ausente, Pedro asentía con un gesto de los labios. Le preguntaron si en la casa de los cuidadores habría, además de su habitación, otra para sus hijas. Pedro llamó a Miguel, que pasaba frente a la ventana, y le pidió que les hiciera visitar su casa. Al ver cómo se alejaba el grupo por la alameda, se sintió mal. Al lado de la silueta rechoncha, familiar, de confianza, de Miguel, los Muraton eran los intrusos.

Volvieron enseguida diciendo que todo les convenía en principio, pero que pedían cuarenta y ocho horas antes de decidirse porque tenían otras propuestas.

– Yo también tengo otras propuestas -dijo Pedro secamente.

Vio cómo se iban sin lamentarlo.

En seguida subió a cambiarse. Otorgaba mucha importancia a su arreglo. Estar bien vestido contribuía a su bienestar y, de algún modo, a la conciencia de su identidad. Para ese día se imponía una vestimenta informal. Eligió seriamente las piezas de su atavío: camisa verde pálido con cuello abierto, realzado por un pañuelo de seda verde bronce, pantalón marrón claro, saco de gamuza bien cortado… Tenía una cita al mediodía, en el golf de Fontainebleau, con su amigo Bernardo Changarnier. Abogado en el foro de París, Bernardo estaba devorado por su clientela. Muy ocupado por su parte, Pedro deploraba verlo tan poco. Apreciaba la conversación, la rectitud, la varonil alegría de ese antiguo compañero de liceo. El único con el que mantenía contacto.

Al volver a verlo, lo encontró más sombrío que habitualmente. Grande y pesado, Bernardo tenía el rostro marcado por la fatiga. Indudablemente, aunque tuvieran la misma edad, Pedro parecía más joven que él. Sintió una satisfacción egoísta. Por algo era que se imponía una vida estrictamente higiénica. Almorzaron en el restaurante del Club House. Desde el comienzo del almuerzo, Bernardo, interrogado por Pedro, reconoció que no estaba “en su mejor forma”. Su divorcio de Mariana le planteaba problemas. Los recordó entre dos bocados: Mariana quería dejar París para instalarse en Angers; en ese caso, se llevaría a sus tres hijos, ya que tenía la custodia; esto complicaría el ejercicio del derecho de visita… Detrás de todos estos problemas de organización material, Pedro adivinaba el desorden de un hombre que pierde el equilibrio. Nadie sabía con exactitud qué era lo que había provocado la separación de la pareja. Bernardo era muy discreto sobre ese punto. Sin duda, había sido Mariana quien había decidido la ruptura. Y él sufría en su amor propio, tal vez también en su amor. Impaciente por hablar de sus problemas personales, Pedro se sentía superado y frustrado. Encontraba que Bernardo dramatizaba en demasía una situación en suma completamente clásica. Luego de un momento, dejó de escucharlo para pensar en sí mismo, en Miguel que volvería a irse a Portugal, en la dificultad de devolver a “ La Buissonnerie ” su encanto elegante de otras épocas. Sin embargo, como no podía razonablemente parecer insensible a las preocupaciones de su amigo, terminó por intervenir con un tosco buen sentido:

– Entiendo que todo eso bulla en tu cabeza. Pero, créeme, en algunas semanas nos reiremos juntos. No me sorprendería que Mariana cambiara su decisión.

– ¡No la conoces! -dijo Bernardo-. Cuando tiene una idea en la cabeza… Sin embargo, deseo igual que ella esta solución radical. ¡Hasta estoy contento con ella! Lo que debo hacer es adaptarme, organizarme… ¡Eso no se hace de la mañana a la noche!

– No -dijo Pedro con amargura-. ¡Dímelo a mí!

– ¿También tú tienes problemas?

– ¡Demasiados!

Y precipitándose sobre la oportunidad, Pedro puso a Bernardo al corriente de sus “inconvenientes domésticos”.

– En eso no estamos de acuerdo -dijo Bernardo-. “ La Buissonnerie ” es un lugar maravilloso. Pero luego de la muerte de Susana has debido sentirte muy solo. Además, haces todos los días sesenta kilómetros de ida y otro tanto de vuelta. Y cuando vuelves a tu casa, es para caer desplomado. ¡Instálate en París y se te resolverán todos los problemas!

– No. Me gusta demasiado Milly. Necesito ver los árboles, la tierra, escuchar los pájaros a la mañana. ¡Me ahogaría en París!

Alrededor de ellos, poco a poco, el restaurante se había llenado de gente. Solamente los habitués. Los conocidos se saludaban. Los rostros lucían felices, despreocupados. Pedro y Bernardo tomaron su café en silencio. De pronto, Bernardo dijo:

– A propósito, ayer la vi a Nicole, en la casa de los Moulin.

Pedro se estremeció: ¡entonces Nicole había vuelto de Nueva York! Su agencia de publicidad -filial de una firma americana- la había enviado a los Estados Unidos como redactora, por una estadía de tres meses. Él le había escrito allí dos veces. No le había contestado. ¿Simple descuido o ganas de cortar los puentes? Seguramente ella ya lo había reemplazado. Él no otorgaba demasiada importancia sentimental a su relación. Pero lo humillaba que hubiera sido ella la que tomara la iniciativa de desligarse sin pena ni gloria.

– ¿No te llamó? -preguntó Bernardo.

– No.

– ¡Es raro! Ayer me preguntó por ti. Pero sabes cómo es ella: siempre ocupada, excitada y rodeada de misterio…

Pedro sonrió: eran exactamente las principales características de Nicole. En el fondo no tenía ningunas ganas de verla. En los últimos tiempos, en París, sus encuentros se volvían cada vez más decepcionantes. El brillante sentimiento de los comienzos se transformó en camaradería. Todo estaba bien así. Se levantó, se estiró, impaciente por probar su habilidad en el campo. Bernardo se irguió a su vez. Estaba un poco gordo. Pedro le dio un golpe ligero en el vientre:

– ¡Atención a los kilos de más! Te dejas estar…

– ¡Oh! -dijo Bernardo-, en el punto en que estoy, te aseguro que la línea no me preocupa.

– ¡Es un error! El estado físico condiciona la moral. Pesarse todos los días es el principio de la sabiduría.

– ¡Tú puedes hablar! No has engordado ni un gramo en treinta años. ¡Tienes una suerte!

La palabra suerte aplicada a su caso le pareció a Pedro una herejía. Se dispusieron a salir, seguidos de dos caddies que llevaban los palos de golf. Enseguida, Pedro comprobó que Bernardo estaba en otra cosa. Golpeaba la pelota sin reflexionar, perdía los golpes más fáciles, echaba pestes contra sí mismo, contra su equipo, contra los obstáculos del terreno y retrasaba a Pedro en su avance. En el agujero dieciséis, se declaró fuera de juego. No podía más. Pedro terminó sin él. Luego, Bernardo, extenuado, se negó a ir a tomar una copa a “ La Buissonnerie ”. Tenía que volver enseguida a París, donde lo esperaban algunos expedientes urgentes: “Ya son las seis, ¿te das cuenta?”. Parecía insatisfecho, como alguien que ha perdido el día. Pedro, por el contrario, estaba muy orgulloso de su score: había hecho el recorrido en ochenta y cinco golpes. Una de sus mejores performances. ¿A quién se lo diría? En otras épocas, Susana jugaba al golf con él, en Fontainebleau. Por un instante volvió a ver su silueta, el palo levantado, girando sobre las caderas y arrojando la pelota con un golpe seco y preciso. Le gustaban sobre todo las largas caminatas con ella, a la mañana temprano, antes de la llegada de los jugadores, a través de un paisaje verde y accidentado. Al regresar, en el auto, discutían sus respectivas proezas, comentaban cada golpe, alternaban los cumplidos y las críticas. Hoy, Pedro extraía de aquellas horas aparentemente agradables pasadas en compañía de Bernardo un recuerdo de insatisfacción. ¿Serían así, en lo sucesivo, todos sus días?