– ¿Que onde anda? -le contestó un muchacho al que le preguntó en la plaza por el alcalde.
Debía ser la plaza un predio lodoso, rodeado de árboles.
– ¿Que onde anda el alcalde?… Pues mero bien no se sabe onde-. Sólo un ojo se le veía al muchacho, el otro se lo tapaba el pelo.
– ¿Y para dónde agarró, no sabes?
– No sé. No se sabe, pues. Ausente anda dende dos días hace.
– ¿Y no dijo dónde iba?
– No dijo nada. Se fue…
El sargento anduvo indagando el paradero del alcalde en los ranchos. Las tres casas de adobe estaban desiertas. Los patios con gallinas y coches. Alguna venadita sombreándose en el corredor. Y el sol, el sol de fuego, como asador. Ni ruido ni aire.
Nadie sabía el paradero del alcalde. Se volvió. En el camino cuando uno va solo, luce fumar. Encendió una tagarnina, obsequio del míster que tenía que ver con doña Flora, porque «que tenía que ver con doña Flora, tenía que ver; cómo estaban, pues, acostados en el monte cuando él asomó con aquel preso amarrado…».
Cada vez que se quitaba la tagarnina de la boca se frotaba los dedos en la camisa, para secarse el sudor, que ya bastante la humedecía con la saliva y el sudor que le «dimanaba» de la cara.
«Antes mejor -humaba y andaba- la madre para el gringo que la niña, más hembra, más donde echar a retozar el ca… rácter… Y a la prueba me remito; últimamente ya no iba más la niña con ellos a ofrecer plata por las tierras a los camperos, porque se dormía, porque se quedaba revisando las cuentas, porque calentaban el horno para que hiciera pasteles, por tener que escribir a los padrinos, todos pretextos de la vieja para dejarla en casa y salir ella a 'reventarse' con el gringo por el bien de todos y el progreso del país. El mal fue que la muchacha se dio cuenta y les empezó a llevar la contraparte… Por no dar su brazo a torcer, no le decía a la madre, no te aproveches mi gringo, pero salía a predicarles a los camperos que no vendieran, por confesión hecha por la preñada que se capturó en 'Todos los Santos'»…
«Ya va el cabo con el doctor -se dijo- agora que voy allegando, y pa qué, pa qué…Pa que sartifique la causa del fallecimiento, como si no estuviera a la vista… ¡Pobres brujos, ayer cholísimos con sus caras tiznadas y sus caracoles y conchas de tortuga y ahora como pencas de guineo colgando muy del pescuezo!…»
Cuando el sargento, tras escupir la chenca de la tagarnina de tabaco picante como chile -el puro es como el freno, cuanto más arde más bueno-, cruzó el zaguán de la casa convertida en cuartel, para dar parte al capitán de no haber encontrado al alcalde en «Buenaventura», éste salía con el médico de su despacho, para proceder al descendimiento de los ahorcados. Se trozaron con machete las fajas de donde pendían y a registrarlos. Uno conservaba unas medallas del Señor de Esquipulas pendientes de un cordelito sobre el pecho. El otro nada. Ni pelo. Sólo el basto pecho y el corazón parado. El facultado certificó la causa de la muerte, sin tasajearlos. Una nube de zopilotes revoloteaba sobre los techos. Para enterrarlos se esperó la orden del comandante del puerto. Ya tenían mal olor cuando los echaron a un gran hoyo abierto en el puro campo. Tierra encima, y cielo más encima; sólo que el cielo no se lo echaban ellos, el cielo, día y noche, se los echaba Dios.
Ni vista ni oída en la casa de sus padrinos, los Aceituno. Levantados los encontraron doña Flora y el yanqui. En sus quehaceres. Si no se madruga en la costa, para aprovechar el fresco, no se hace nada.
– Alguito, comadre, café con pan… No cae bien estar con el estómago tanto tiempo vacío… Alguito va a ir tragando, si le pasa…
– Un velorio andando… ¿Sabe usted, comadre, lo que es velar la inmensidad desde un tren en marcha a sabiendas de que en algún punto de esa inmensidad yacía mi hija, vestida de novia, blanca, flotando en las aguas del río?
Don Cosme Aceituno la consolaba:
– No puede ser, comadrita; yo conversé cientos de veces con Mayarí, y jamás la oí hablar de quitarse la vida. Son ideas suyas…
– No sé, no sé ni cómo llegué viva… Por momentos yo también sentí impulsos de arrojarme del tren para matarme… ¡Horrible, horrible, horrible!… Rodar, rodar, rodar y la inmensidad bajo la luna con el color de mi hija muerta en el río…
– Alguito, comadre, café con pan -le insistió doña Paula de Aceituno, acercándole la taza y una canastillo con pan.
– ¡Que Mayarí nunca pensó quitarse la vida!… El padre se mató.
– Pero eso no se hereda, comadre, no se hereda; ya uno de viejo ha visto y sabe…
– Y aquí está Geo; que le cuente, que les cuente, compadres, lo que hizo cuando lo aceptó de novio; ir andando la muy desalmada por uno de los islotes, hasta la punta, para que él la llamara, y la llamó cuando vio que ya iba con el agua hasta las rodillas; si no llama, se ahoga.
– Esa era otra cosa, doña Flora -articuló Maker Thompson-, era una prueba de amor.
– Sí, una prueba de amor que principió allí y terminó anoche, vestida de novia, en el río… Por el amor de Dios, vamos a ver al comandante para que hagamos algo… El corazón no engaña…
Hubo que hacer tiempo al comandante. Después de las dianas salía a bañarse lejos del puerto. A veces se escuchaban disparos. Era él, que les tiraba a las garzas. ¿La mano se tiene que hacer a la pistola o la pistola a la mano? ¿Ser o no ser? Miles de puntos negros pringaban el cielo. Aves que pasaban hacia el sur formando figuras caprichosas. Lecciones de geometría del espacio. Algunos pescadores. Volvían. Se iban. No se sabía si volvían o se iban chorreados de sol y de zafiro.
– El bien es que el barco no ha llegado y mi fruta ya está aquí -dijo doña Flora al salir de casa de los esposos Aceituno camino de la Comandancia.
Los compadres quedaron a la expectativa de lo que dijera el comandante, muñeco de brea vestido de blanco, infuloso, a quien sólo devolvían el saludo por aquello de que era autoridad. Si no, ni eso. ¿Gamo podía ser que no le diera lugar a don Cosme, maestro de muchas generaciones, jubilado por la edad y una sonsera de oreja?…
– Vos, Cosme, vos… ¿Vos pensás que la ahijada se haya quitado la vida, o que ésos le hayan hecho algo?…
– En las dudas, no sé qué decirte. Lo del suicidio lo descarto, porque, como le hice ver a la comadre, Mayarí es una chica muy cuerda, inteligente y sobre inteligente, de buenos sentimientos. Las madres como doña Flora poco saben de lo que pasa en el corazón de sus hijos. Por atender sus negocios descuidan el único negocio en que hay que estar, como es el de la salvación del alma, en la educación de los hijos, pues acaso sea en ellos en los que se salva o condena el alma de los que les dieron la vida. Un hijo malo es el infierno. Un hijo bueno es el cielo.
– ¿Me dejas hablar a mí?…
– Habla, Pablita, habla, pero no entre dientes; en voz alta para que yo te oiga.
– Según las malas lenguas -no me lo creas a mí- la ahijada sufría mucho por la contrariedad de ver a la madre y al míster ese que se les pegó empeñados en arrebatarles las tierras a los de por ái por Bananera, y en ese caso, en un momento de desesperación, pudo haber hecho una que no sirve.
– Las mujeres saben más que uno siempre, porque tienen aquello en forma de oreja…
– ¡No seas puerco!
– De oreja peluda…
– Te voy a pegar un palo, pues…
– Entonces tuve razón de sacarle a la comadre de la cabeza la idea de que Mayarí se hubiera suicidado; pues si ella sufría, se trataba de un sufrimiento nacido de sudar calenturas ajenas, y en cambio los amenazados con las pérdidas de sus tierras sufrían en carne propia el verse mañana sin ellas, y por eso se vengaron, se vengaron en lo que más quería doña Flora y el señor Geo. Claro, ella no se iba a suicidar por contrariada que estuviera; en cambio, los otros… ¿Sabes cómo le dicen a ese gringo?… El Papa Verde…
– Dios sea con nos, es como decir el Anticristo.
Una lona verde volandera en el balcón del despacho atenuaba la luz. El comandante esperó a las visitas que se habían hecho anunciar muy de mañana, con todas las cartas del juego en la mano. Así era como a él le gustaba dar audiencia.
Dos ahorcados, una niña desaparecida, los alcaldes en la capital, los pequeños propietarios negándose a vender sus tierras por ningún precio. Lindo empezaba el día.
Se sonó como si se fuera a sacar las tropas por las narices, estrepitosamente, al oír que avanzaban doña Flora y su futuro yerno. Esa forma de sonarse a lo militar era una advertencia anticipada a los comparecientes, a fin de que se dieran cuenta que se aproximaban, después de las dominaciones, los soldados de la guardia, al trono del señor.
Sin saludar, precipitóse doña Flora:
– ¿No ha habido noticias de ella, comandante?…
Y antes que el militar tuviera tiempo de contestarle, amontonó palabras, frases, lamentaciones, acusando a los propietarios de las tierras que iban a comprar o a expropiar de haber hecho desaparecer a su hija, para saciarse con ella… «¡Ay, mi patoja!…, ¡ay, mi patojita chula!…, ¡ah, mi patoja!…» -sollozaba.
Maker Thompson contentóse con aproximarle una silla, mínima silla de hierro para soportar todo el pesar de una madre que por momentos perdía el control de su persona, siempre en guardia, con la altanería del dolor que es ira y sed de revancha.
– De eso, señora, de que a su hija le hubiera podido pasar eso que usted supone, por venganza de la gente del campo, no debe usted tener ni sospecha. Aquí estoy yo para asegurárselo.
– Bueno… -masculló ella-, me quita un peso de encima… Y entonces, ¿qué le pudo suceder, por qué desapareció a la chita callando? No dejó dicho me voy, voy a tal parte, o cree usted que una gente se puede ir así nomás… El corralero fue el último que la vio. Pasó con la leche ordeñada para la cocina, y estaba en el corredor…
– Es que su hija, señora, andaba en cosas que no debía…
– ¡Mienten, comandante, mienten! Aquí el señor Maker Thompson, que puede responder por ella, como su novio y su futuro marido.
– No se subleve. No se trata de eso.
Maker Thompson levantó los ojos castaños, fríos, para mirar al comandante -el calor apretaba, la cara le sudaba; éste, parsimoniosamente, le ofreció un cigarrillo.
– Mayarí, la patojíta… -recalcó el diminutivo y dio tiempo a que Geo tomara el cigarrillo que le brindaba-, no era ninguna mansa paloma. Perdonen que hable así. Se las traía, ¿eh?, se las traía como buena hija de tata.
– No entiendo… -dijo Maker Thompson vivamente intrigado y hasta dio un paso para quedar más cerca del comandante y poder seguir el movimiento de sus labios, sobre los que cabalgaba el bigote carbonoso.