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– El dinero de mi fruta lo cobra usted. Yo me voy esta tarde; no puedo dejar tan abandonadas mis cosas. Acuérdese que allá yo soy todo: el administrador, el mozo, el buey…

– ¿Almorzaremos en el barco?

– No, voy a irme a recostar un rato. Siempre le agradezco.

– La acompaño… Me hace falta gente allá en Bananera y voy a ver si encuentro algunos hombres. Aquello está creciendo y faltan brazos.

– Y de paso, ya que nos queda en el camino, si le parece pasamos a la Comandancia; quién quita que hay alguna noticia… ¡Que frióte usted! ¡No sea tan frióte! Sólo porque anoche vi que la quería ir a buscar al mar le perdono el que se quede peor que palo, indiferente, como si no se tratara de saber el paradero de su futura esposa…

– Para mí, ya no…

– ¿Por qué?… ¿Por lo del vestido?… Señor, se pide otro…

– Aunque aparezca ya no es para mí… -y tras un momento, tratando de aclarar, añadió-:… no el vestido; aunque aparezca ella, ya no es para mí. Se puso de parte de los otros, de ellos, de los indios, de los mulatos, de los negros, y ella sabrá por qué, y no voy a ser yo el que le va a reclamar o a pedir explicaciones. ¿Para qué? Los hechos valen más que las palabras. Mayarí es enteramente eso: otra persona para mí; para mí sí se perdió para siempre…

– Pues, señor, amanecí con el santo volteado, ¡sólo falta que me cague un zope! Por un lado el compadre y por otro usted; el viejo sordo queriéndome andar los nueve días y usted afligiéndome más con que mi hija se puso del lado de los otros. Lo que tengo que hacer es irme…

La pena acentuaba sus rasgos bellos. La costa realzaba sus atractivos de mujer de fuego.

No estaba el comandante. Doña Flora se fue a descansar y Geo en busca de sus hombres. Ahora ya sabía a qué atenerse. ¡Niña boba! Reclutaba gente para todo. Descuaje de bosques, socolas, chapeos… y algo que habrá que incendiar de ranchos -les explicaba sin dar importancia a sus palabras-, para que así se acabe la enfermedad, mucha plaga está viniéndonos de Panamá, viruela y fiebre amarilla… Hay que meterle fuego a todo, rancherías viejas que no son sino focos de infección… Por parejo la quema, pues más vale acabar con unos cuantos ranchos y que se achicharren unos fulanos que exponerse todos los que por allá van a trabajar a morir de uno de esos males…

Lo que no convenía a los hombres era tener que renunciar a las diversiones que menudeaban en el puerto. En el monte no hay alegría -se hablaban entre ellos-, no hay regocijo, y peor en esos montes donde todo es monte, monte, monte tupido. El que no sepa estar sin los esparcimientos del puerto, mejor que no vaya. La hora de las trompetas y los clarines en la comandancia militar. Oír cuando están todos juntos tocando, ya sea la misma diana o la mismísima retreta. Ver llegar los barcos que vienen de por Belice, de las islas o de por allí no más de Livingston. Estar en el muelle cuando dejan caer un recreo de desperdicios que se vuelve recreo de tiburones. Admirar los vapores que vienen a cargar guineo. La arrebiata de hombres trepando en fila de hormiguero, uno tras otro, con el racimo a cuestas. Qué mejor diversión para el pobre que ver trabajar a los «canches», como trabajaban en los barcos, lavando pisos, haciendo la comida, pelando papas…

Mucho y bueno lo que había que abandonar en el puerto, por irse al monte a ganar la moneda. Esperar la llegada del tren de pasajeros y subirse por los coches de primera para bajarse por los de segunda, o al revés, trepar por los de segunda y bajar por los de primera, o sentarse y sentir en los asientos el movimiento del viaje. Y las visibilidades. Estar a la hora en que encienden los foquitos del muelle, rosarios de luces que mermaban su brillo junto a los trasatlánticos iluminados. Ser de los que hacen grupo cuando el cadenaje llora para extraer algún monstruo marino. Y los que tenían gallos cuándo iban a poder moverse para el monte. Y los que tenían mañas de espiritistas. Y los enconados. Ni pensarlo. La ardentía del guaro era otra. Dónde beber con amigos en lugares en los que no se ve alma viviente. Dios se lo pague al míster que les promediaba tan buen sueldo, pero mejor quedarse pobres en el puerto, donde de tanto mirar el mar, de repente se les formaba una perla bajo el párpado. La única esperanza. Y por eso, horas y horas, sin cansarse, miraban la inmensidad. De tanto mirar el mar, la lágrima más salada puede convertirse en perla. La paga era buena, magnífica. Imprudente el hombre con los jornales que les ofrecía. Eso sí, con su «pero». Habían de ir a quemar ranchos. Por eso de la enfermedad. Pero, ¿y si no fuera sólo por eso, sino por otra cosa, y se hicieran de delito? El dinero siempre acaba haciendo a la gente delincuente, aunque no esté presa ni en juzgado.

Pero todo fue comenzar el enganche y como moscones en agua con azúcar, ante lo principal de la paga, ir cayendo uno tras otro. Les hacían el adelanto, unos pesos para el bastimento del viaje, y los que quisieran ir en tren, con decirlo bastaba; pasaje gratis.

A medianoche salía el barco. Geo invitó al comandante para comer a bordo. Alguna atención antes de volverse a sus guaridas selváticas. Doña Flora, después de aceptar, dijo que no. Geo Maker no entendía. Igual que si le hablaran en otro idioma que no fuera el español, que él dominaba perfectamente.

– Es incorrecto que yo vaya a comer con usted, que me siente a su mesa, si dice que ya nada tiene que ver con mi hija, señor Maker Thompson. -Y para sus adentros, ella se dijo: le siembro el señor y el apellido, para que vea que ya no es Geo, que si para él se acabó mi hija, para mí se acabó Geo.

– Lo siento… ¿Podría venir a tomar café?…

– Lo voy a pensar, señor Maker Thompson, porque si ya nada tiene que ver con Mayarí, nada tiene que ver conmigo…

– Con usted, sí…

– ¿Cómo conmigo sí? ¡Primera noticia!

– Y no la última; con usted tengo que tratar por cuestión de negocios.

– Solamente por esta vez lo molestaré con lo del cobro de mi fruta, porque debo irme; después yo me las arreglaré sola. Una cosa más: no estando mi hija, preferiría que usted no fuera a la casa.

– Correcto; yo también lo tenía pensado así. Me voy, porque se hace tarde; el comandante debe llegar de un momento a otro; si usted quiere venir a tomar café, con el mayor gusto.

– Si voy será por ver al comandante; telegrafió a la capital y no le han contestado. Es desesperante… El calor, la angustia, estar aquí como presa sin saber para dónde ir…: si quedarme, si marcharme a Bananera, si largarme hasta la capital!… ¡Ah, pero…, es verdad que a usted ya no le importa Mayarí!

– ¡Cómo no me va a importar, doña Flora, si soy su amigo, si soy amigo de la casa, si a Mayarí la quiero, por qué había de negarlo; lo que no veo es que al volver ella yo siguiera siendo su novio o nos casáramos inmediatamente, como pensé hacerlo antes de saber en lo que andaba!

– ¡No sabemos si es verdad!

– Bueno, habrá tiempo para ponerlo en claro…

– La duda en esos casos ofende…

– Resolver las cosas amontonadas es pasearse en todo, como usted misma dice… Y hasta luego, venga a tomar el café en el barco…

Lo odiaba. Lo aborrecía con todas sus fuerzas. Bien débiles por cierto, como las fuerzas del moribundo que odia y aborrece a los que se quedan a la hora en que él emprende el viaje. La agonía de los pequeños productores de guineo a la hora en que la gran plantación llegaba como si se saliera el mar a cubrir los valles entre las montañas, las cañadas, los socavones de helechos rumiantes, por el ruido que hacen al comerse el viento y la luz que alcanzan desde su penumbra, y en lugar de agua quedara todo sumergido, todo bajo los bananales, cientos, miles, millones de plantas, a perderse de vista, a verlas engullidas por el horizonte.

Maker Thompson leyó dos veces el telegrama de papel blanco marfil con la viñeta y los encabezamientos azules, telegrama oficial, que el comandante acababa de desdoblar, para entregárselo abierto.

– ¿Qué le parece?

– No me extraña; en cierta oportunidad, al hablar de Chipó me salió diciendo. Espero que lo recuerde bien, para contarlo exacto. Voy a tratar de reconstruir sus palabras. «Chipó no es, como tú crees, un hombre y un individuo. Chipó es la opinión de todos los que están contra la entrega de las tierras, vendidas o no vendidas. ¿Para qué quieren capturarlo? Para que no repita lo que todos saben. Mejor, metan a toda la gente en la cárcel.»

– Lo que usted acaba de recordar, señor Maker Thompson, aclara todo. ¡Pobre mamá!…

– Por ella lo siento, porque es una mujer como yo hubiera querido que fuese Mayarí; pero la vida no da a todos los «laures», como decía el trujillano aquel que tuve, por decir lauros.

– Habrá que mostrarle el telegrama; allí sí que como dicen en los diarios cuando se archizurran en algunos: sin comentarios.

– Quedó que tal vez vendría a tomar café.

– Y cada vez va a ser más. Allá es mucho el consumo y eso es lo que nos mueve a sembrar por nuestra cuenta. El productor nacional no puede con la demanda del mercado americano. Pero, y de eso le quería hablar, comandante, pero termínese ese whisky para pedir otro…

– Para mí creo que ya no; hasta la cuenta perdí de los que nos hemos tragado. Un penultimazo, sin embargo, no cae mal.

– Mientras lo traen y antes que venga doña Flora, quería decirle dos cositas. No me ha dicho usted cómo vamos a arreglarle sus gratificaciones. Lo que se usa es no dejar traza, salvo cuando se quiere tener agarrada a la gente. Por ejemplo, en Centroamérica, a los diputados se les dan cheques; así quedan cogidos de la cola. No les importa. Son gente que abiertamente colabora con nosotros. Pero en el caso de otros colaboradores, preferimos entregar greenbacks. Eso no deja huellas. En este sobre encontrará usted lo prometido, como un simple adelanto a todo lo que vendrá.

El camarero se presentó con los whiskys.

– Bueno, amigo, a su salud; y gracias por el regalito. Conste que yo no se lo estaba pidiendo. Mi apoyo se lo brindo desinteresadamente, en el buen entendido de que nos hagan progresar, civilizarnos. Lo que necesitamos es un poco de maquinaria, para construir caminos, emprender cultivos, sacar la madera de nuestros bosques, ponerles coto a los ingleses en Belice…

– Salud, comandante, y una segunda cosa. En Bananera estoy concentrando muchísima gente -ya pasan de mil- y temo que un día de éstos se nos desencadene una peste de viruela, fiebre amarilla… Mucha de esa gente ha venido con el miasma de Panamá…