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– Uno más, uno menos…

– Un Sambito más, un sambito menos… Digo yo, patrón.

– Creí que decías que uno de nosotros más o menos, qué importaba.

El honorable visitante, pellejo de ratón recién nacido, tan colorado que parecía en carne viva, subió al motocar para sentarse al lado de Maker, en el escaño de los pasajeros y Juambo, a una señal del jefe, puso en marcha el vehículo. Antes de salir de la vía principal, frente a las bodegas, hubo que hacer swich, para tomar el primer desvío hacia la izquierda. El sol desflecaba la sombra de los cocales. Pastos amarillos. Cactos. Izotales. Lejanas filas de palmeras. Y a la espalda de los edificios, lo de atrás descolorido, ahumado, como si los nubarrones dejaran en ellos cicatrices de ventosas. Una chimenea alta con mechón de humo negro. Otra más baja también humeante. Chozas. Regatos. Puentes de hierro, sin barandales, sólo para el paso de los rieles. Tierras anegadas, bosques húmedos, fronda acolchada, caliente. Bóvedas de palmeras al paso entre montañas. Fuga atontada de los cochemontes al asomar el carro que va que el diablo se lleva. Vuelo de grandes aves de carne mansa. La violencia de un plumaje púrpura. El celeste convulvulo de una paloma que no es flor, porque se mueve. Monos de colas prensiles disparándose en bandadas alharaquientas. Lianas, bejucos, algunos gruesos como la pierna de un hombre. Flores en ramos disparadas a mansalva contra la tarde sepia. Y otra vez el campo abierto para dar ámbito a las plantaciones. Nubes y nubes de azafrán dorado. El lujurioso silencio de la carne verde, esperanzada en brotes, tallos, hojas y racimos. Las geométricas líneas, lógicas y solas, de las filas de plantas de banano, cortadas al horizonte por bosques confusos y sin orden, auténtica respiración de la tierra encerrada en las plantaciones, sometida, aprisionada, condenada a que se le extraiga hasta la última gota de vida.

Al aproximarse a la «Vuelta del Mico» ¡qué glotonería de verde devorándose todo lo visible e invisible! Nada más que verdes. Pero no el verde plácido que se contenta con beberse el aire que le queda cerca, beberse y comerse la atmósfera que lo circunscribe. No. En la «Vuelta del Mico», los verdes glotones no sólo mascaban y tragaban cuanto les rodeaba, sino que comían bajo la tierra con raíces de agua verde y se hartaban del horizonte al reflejar su verdura fluida en las franjas solares de la caída de la tarde, esas franjas que flotaban sobre los campos. El cielo alzaba su franja azul, muy alto, para salvar su pura inmensidad dormida en el temblor del ocaso de aquella insaciable presencia de campos, tallos, raíces, hojas, aguas, piedras, frutos, animales, todo de color verde.

Juambo, al aproximarse a la «Vuelta del Mico», ya le había dado el manejo del motocar a Geo Maker Thompson y a favor de la velocidad que llevaban, impulsado por el viento, de dos saltos se llegó a la parte de atrás de la plataforma que rodaba como una balsa arrastrada por el más rápido de los rápidos del Motagua.

Todo le hacía presentir al Sambito que, no obstante ser el jefe para él infalible, en aquella prueba iba a… a… a… La «Vuelta del Mico» se divisaba próxima, más próxima… Entre paredones de peñas y barrancos se encallejonaban los rieles en aquella curva maldita… Al paso del motocar, al lado de los terraplenes, resbalaban arenas igual que hilos de costuras que se corrieran, con el mismo ruido del hilo que se va…, hilos de piedrecitas y arenas que caían… Otras veces piedras, otras chorros de tierra, casi derrumbes… Tan ligero, tan aprisa, tan locamente iba manejando el jefe…

Juambo empezó a rezar:

– San Benito, salva a Sambito… Sos negrito, San Benito, pero Juambo es mulato, casi negrito… Salva al Sambito… San Benito, San Benito, San Benito…

La curva. No hubo tiempo. Juambo saltó hacia atrás al ver que el motocar, sin gobierno, empezaba a salirse de los rieles, antes de ser despedido, como si las ruedas, en la elástica voluntad nacida de la velocidad que llevaban, hubiesen querido juntarse y tener cabida en el codo de la vuelta cerrada.

El jefe, prendido de unas ramas y bejucos, se bamboleaba sobre la vía entre el polvo calizo, mientras el vehículo, con el honorable visitante, se precipitaba en el vacío dando una, y otra, y otra vuelta…

– ¡Se volcó!… ¿No le dije?… -vino Sambito a gritar a Geo Maker, que de un salto acababa de caer a la vía, desde las ramazones y bejucos en que se quedó prendido.

Precipitadamente, ambos corrieron al borde del terraplén, buscando en el abismo al motocar y al visitante…

Sólo se veía un camino de árboles desgajados y ramas decolgadas, por donde se desprendió el motocar antes de enterrarse en un arenal, donde quedó con las ruedas para arriba, libres, girando.

Sambito se lanzó mitad colgado de las ramas, mitad resbalando, por la ladera, en busca del visitante. No se veía nada. La penumbra del anochecer tupía las ramazones. Se detuvo varias veces, para apagar sus pasos y afinar el oído. Pero aunque hubiera tenido filo en las orejas no habría escuchado nada, porque el honorable visitante ya no era de esta vida. Así le pareció; pero no, todavía alentaba sobre un piedrón, boca arriba, los párpados fríos, la boca entreabierta, el cuerpo aguado. Dio de gritos llamando al jefe para que se apresurara, acompañado de la gente que con su silbato logró reunir, hombres que tras él, más curiosos que solícitos, fueron barranco abajo. Hubo que improvisar un medio camino a filo de machete para sacarlo. Luego, entrecruzando los brazos para formarle media cama, sin hamaquearlo mucho, fueron sacando al resquebrajado, de pellejo de cera rojiza que, en lugar de derretirse con el calor, se enfriaba.

Se le colocó en la vía, sobre una parte suavecita del terraplén de arena, mientras alguien iba a caballo a que mandaran otro motocar. Tras el jinete se fue, en ancas, Juambo, para regresar manejando. La noche cerrada. Los pasos de las fieras. Hubo que encender hogueras. Maker Thompson, por precaución, subió a uno de los árboles para montar guardia, con sus dos pistolas listas. El ataque para él no vendría sólo del lado de las fieras; también los hombres eran sus enemigos. El honorable visitante respiraba agónico, ahogándose, cristalizados los ojos celestes, las babas secas en los labios, el pelo sucio de tierra vegetal y arena. Un trasegado mutismo de los presentes, ese mutismo que se comunica de una persona a otra cuando alguien lucha entre la vida y la muerte por subsistir. Murciélagos, insectos. Murciélagos que avanzaban por pares y, al dividirse, al bifurcar su vuelo, parecía que se partían en dos. Otros curiosos. Increíbles. Les parecía una cosa increíble que uno de ellos hubiese muerto de esa clase de muerte que sólo estaba reservada a los peones, a los hijos del país. Uno hoy y otro mañana, aplastados como bestias, en los descuajes de los bosques, en la movimentación de la piedra. Los que no tenían familia ni cruz les ponían. Al hoyo y a saber quién fuiste.

En el motocar que trajo Juambo volvieron el honorable visitante gravemente herido -no recobraba el conocimiento- y el jefe con la pipa en la boca. Entre los claros de las plantaciones y los cruces emboscados, las estrellas se amontonaban y les saltaban por encima a millares. Llegaron. La noticia del accidente había cundido. De las casas alegremente iluminadas salía la gente a verlos. Enfermeras y médicos les esperaban enfundados en delantales y gorros blancos.

– ¡San Benito, gracias porque salvaste a Sambito; no es negrito como vos, pero es casi negrito! -repetía Juambo a quien todos preguntaban detalles de la tragedia.

Lo primero que Sambito ponía en claro era el milagro de San Benito; luego que no iba manejando él, sino el jefe, el señor Maker Thompson, y en tercer lugar, que a cualquiera le habría pasado lo mismo por ser muy cerrada la «Vuelta del Mico».

– Yo salvé -explicaba Juambo- porque salté a tiempo, milagro de San Benito, y el jefe porque se quedó prendido, agarrado, colgando de una rama y bejucos. Si no atina a eso, se va con el otro míster…

El honorable visitante, Charles Peifer, no recobró el conocimiento. Lo entraron y sacaron de la sala de operaciones sin tocarlo. Fractura de la base del cráneo.

– ¡San Benito, gracias porque salvaste a Sambito; no es negrito como vos, pero es casi negrito! -seguía repitiendo Juambo.

Vagos contornos de serranías lejanas emergieron al salir la luna. Ladraban perros nocturnos. Luces de lámparas de sombreros de cucuruchos explayados, aplastaban toda la claridad de los focos sobre las mesas de billar. Brillaba el paño verde, las bolas de marfil. Los jugadores y los mirones cambiaban palabras. Sambito le rozó el codo a uno de los mirones, y éste, al sentir y ver de quién se trataba, haciéndose el desentendido se rascó largamente la nalga.

Juambo no esperó mucho en la esquina a don Chofo; sólo que éste le apareció de la sombra y él estaba parado en la luz de la puerta. Y se fueron juntos a un monte, sin hablar palabra, mojándose los pies en el sereno caliente.

Varios, no sólo don Chofo, lo interrogaron sobre el accidente. No lo veían muy claro. El honorable visitante, según comunicado que tenían, era partidario de que se les hiciera justicia en lo de las tierras. Pero los elementos que sobre el suceso proporcionaba Juambo no dejaban lugar a dudas. Fue una desgracia originada en la imprudencia de Maker Thompson y podía sobrevivir y dar su informe en los Estados Unidos, lo que al fin y al cabo era una esperanza.

Los Esquivel, meteoros en potros de sangre peruana, dos hermanos primogénitos del mismo padre en distinta madre, y tres primos, opinaban abiertamente contra el pacifismo suicida de don Chofo.

– ¿Qué hace uno si lo van a sacar de su casa? Rechazar a la fuerza con la fuerza. Bueno. Por esperar la protección del gobierno nada hicimos, pero aún es tiempo, siempre que se haga algo efectivo.

– ¡Hay que echar bala!… ¡Hay que echar bala!… ¡Hay que echar bala!… -movía cada uno de los Esquivel la cabeza al decir así, el sombrero apelmazado en el pelo.

– ¡Sólo las mujeres gritan socorro! -protestaba otro con los ojos lechosos de algo de pus que le pegaron los moscos.

Don Chofo salía al paso defendiendo su política:

– Socorro no hemos pedido a naiden; una cosa es pedir socorro, me parece, y otra reclamar por vía legal a lo que uno tiene derecho.

– ¡ Son babosadas!

Y otro:

– ¡Puras babosadas! Aquí, en el monte, la ley es otra y el que tiene bien cabal lo que Dios le dio no anda en reclamos de legalidades. Sacarlos a balazos es lo que queda.

– Todo eso estaría muy bien, pero yo soy partidario de Chofo, porque no es con ellos, sino con las escoltas que habrá que pelear. ¿Qué nos sacamos, voy a ver yo, de troncharnos soldaditos?

– Los representan a ellos porque los defienden, soldados de la injusticia. A mí, si mi mismo hermano los intentara defender, con ser mi hermano me lo doblaba. ¡Caritativo con los soldados me resultó el fulano! ¡Quemémosles por lo menos las casas, que el mismo fuego de ellos tenemos nosotros, el fuego no es de ninguno! ¡Chingado, es que le hierve a uno la sangre!