– ¡Vos, Manudo, sos de los nuestros, nuestros! -dijo uno de los Esquíveles.
– ¡Pero ya no para echar Ermitas, que vayan a donde los parió su madre! ¡Yo, muchachos, voy con ustedes a donde ustedes quieran, a donde me lleven, si con gringos muertos hay que mandarle decir a Dios que no hay derecho a lo que están haciendo con nosotros!
El mayor de los Esquivel, Taño Esquivel, dijo tartajeando:
– ¡Ve que de a som… sombrero, los gri… grin… gringos estos le güe… güe… «güevean» a uno cuanto pueden, le… le… levantan fortuna robando y des… pues… pues… dicen que que son hombres prác… prácticos, de ne… ne… negocios!
– Toda la razón la tenes vos, Taño Esquivel. Medio mundo abre la boca ante lo rápido que los yanquis hacen sus fortunas, por ser gente de trabajo, dicen, y no por piratas, que es lo que son…
La esfera del cielo, tiniebla de manso caudal, empezó a girar lenta. No pasaba el tiempo. Los ojos se tropezaban con las estrellas que siempre estaban en el mismo sitio parpadeando. Un ligero rumor de viento en las ramas de los cocales.
Sin recobrar el conocimiento, el honorable visitante murió al amanecer.
Maker Thompson hablaba a gritos, como si hablara con la más lejana de las estrellas, para comunicarse por teléfono a Chicago. Apenas había variado la posición de la esfera. Estaba donde mismo la misma estrella lejana.
Los grupos de descontentos, al saber la muerte del honorable visitante, Charles Peifer, se dispersaron. Sambito trajo la noticia. El jefe pensaba partir en el primer tren de carga que pasara llevando el féretro, para embarcarlo antes que zarpara el vapor «Turrealba».
El mar celeste pálido, del color de los ojos del honorable visitante, Charles Peifer, cuyo cuerpo envuelto en la bandera de las estrellas y las barras fue llevado a bordo por la oficialidad, dando un breve descanso a las recuas de hombres desnudos, quebrados de la nuca, cimbrándose de los riñones a los pies bajo el peso de los racimos de bananas que transportaban en los vagones del ferrocarril estacionados no lejos del barco hasta sus bodegas, desde antes que amaneciera, a luz de los reflectores y lámparas de luz de porcelana muerta. Mestizos, negros, zambos, mulatos, blancos de brazos tatuados. El peso de la fruta los trituraba. Al final de la jornada bochornosa quedaban como seres atropellados, sobre los que hubieran pasado trenes y trenes de banano.
VII
Desde la madrugada en que Maker Thompson embarcó el cadáver del honorable visitante, Charles Peifer, cerrados sus pálidos ojos celestes, borrado lo sanguinolento de su cara y sus manos; desde que lo dejó en el «Turrealba», extraterritorialmente ya suelo de su país, no volvió al puerto hasta años más tarde en que vino a encontrar a su hija, Aurelia Maker Thompson. Regresaba de Belice, después de terminar sus estudios, convertida en una señorita.
El sentimiento paternal regaba su cuerpo de ternura amorosa, como si le hubieran devuelto la sangre que circulaba por sus venas cuando tuvo entre sus brazos a Mayarí, después de la prueba del islote, única debilidad de su corazón. En quince años no había vuelto a sentir lo que sentía ahora que regresaba su hija. Paseaba por el horizonte su mirada ansiosa o interrogaba a Juambo a cada momento.
– ¿Ves algo, Sambito?
– No, jefe, para mí no es hoy que viene.
– ¿Y el telegrama?
– Eso sí. Entonces sí viene.
Pero al recorrer el horizonte de la bahía, herradura empapada en espumas azules, hundiendo sus pupilas en la luz dormida que se alzaba de las ensenadas y en la distancia tibia, sus ojos se juntaban como las agujas de un reloj sobre la palma del islote en que fue tras ese ser de sueño que se vistió de novia para desposarse con el río, y la llamaba, secretamente la llamaba: -¡Mayarí! ¡Mayarí!…
– ¿Qué dice, jefe?
– Que si ves algo, Juambo…
– No veo nada…
Sólo de los amores sin carne queda recuerdo. El día transparente, caluroso. La orgía de colores. El vuelo sosegado de los pelícanos. Los ámbitos robados a las esponjas. Aquí estaría Mayarí esperándome, si yo abandono las plantaciones y me vuelvo al mar, como el trujillano a pescar perlas. Y la premiosa nave imaginaria en que él se veía volver de las islas se esfumó en el mar dulce de su pensamiento a las voces de Juambo. Sus ojos habían vuelto a juntarse como las agujas de un reloj sobre el petrificado islote y no quería oír al Sambito anunciándole una embarcación de poco calado en el horizonte.
Mayarí… No, no era Mayarí la que volvía… No era a su novia a la que esperaba…, sus carnes de madera naranja, sus ojos dormidos de pupilas de ébano entre las pestañas sedosas…
Aurelia surgía del internado de un colegio de hermanas educadoras, prematuramente envejecida. El cabello tremado a la espalda en un buey de pelo lacio. El cuerpo sin forma, longo, como si no fuera su cuerpo, sino un tubo envuelto en un uniforme gris, por el que ella pasara a asomar la cara orejona en un extremo.
¡Qué poco tenía que ver este ser con el retrato que él lucía sobre su escritorio! En el retrato era una niña, no bonita, pero graciosa. Aurelia advirtió la decepción de su padre y éste, al darse cuenta, le soltó de mal humor que era la indumentaria la que la hacía parecer otra, no la que él esperaba, más compuestita, más coqueta…
Hundiendo el cacho de su pipa en su sonrisa amarga, Maker Thompson se dijo: «Y como las desgracias no vienen solas, viene con anteojos.» Las gafas que usaba su hija para corregir un defecto focal, la envejecían más que el peinado, los modales y la indumentaria inglesa.
También el Norte que les azotó fuera de la bahía. Cuando Aurelia se repusiera de aquella navegación movida, algún color le asomaría a la cara, no aquella palidez de mestiza palúdica en la que brillaban los aros de los anteojos, aunque más le brillaban los dientes fuertes y hombrunos.
Juambo sacó el poco equipaje que traía, el jefe de la Aduana ordenó que no se registrara, y lo fue llevando al motocar en que padre e hija tomaron asiento en el escaño: ella, escolar y distante; él, desencantado y confuso.
Las palmeras, mechones de mar verde en anillados cuellos de jirafas, se fueron quedando atrás, fundidas en el resplandor de la bahía, rápidamente, a la velocidad del motocar que se alejaba del puerto de calles de barro seco, chozas, casucas, edificios.
El Sambito se rió de la señorita Aurelia para adentro. Para eso tenía la jeta grande, para reírse con los dientes desnudos en carcajada silenciosa detrás de sus labios. Mulato mañoso. El mismo se llamaba así, a sabiendas de que esas mañas eran parte de su vida. Esas y otras de la mafia negra y la santa fe.
– ¡A la niña Aurelia la persignaron aullando! -comentó con sus compañeros de pieza: vivía en el pequeño edificio de los capataces de la bomba de agua-. ¡Aullando es que la persignaron!…
El mimo de la libertad, la alimentación abundante, el trópico, la natación, las caminatas a caballo, los cócteles, el whisky, el cigarrillo y los secretos de belleza fueron cambiando a la longitudinal Aurelia en una joven de gran hermosura, morena, jovial, alegre, que de sus años de internado en el colegio de monjas de Belice sólo conservaba el inglés tartamudeado de las clases privilegiadas británicas.
Trataba a su padre de igual a igual, lo que facilitaba todo. Para Aurelia su padre no era el señor Geo Maker Thompson, sino Geo Maker, simplemente; y a decir verdad, qué bien se sentía Geo Maker en el nombre lacónico que le daba su hija, qué cerca de las cosas sencillas, qué ágil, sin el peso del pasado ni las responsabilidades y preocupaciones de su cargo, y eso que siempre estaban hablando de negocios, como contratistas, lo que exasperaba al joven arqueólogo Ray Salcedo, un yanqui moreno de origen portugués, enviado por una institución científica para estudiar la evolución del bajo relieve en las estrellas de Quiriguá.
– ¿Qué miras en esas piedras que nosotros no vemos? -inquirió Aurelia cuando el arqueólogo aceptaba tomar el té en su casa o iba ella al anochecer al bar del hotel de la compañía, que no quedaba lejos y donde aquél se hospedaba con sus libros, planos, cámaras fotográficas, colecciones de ídolos y jades, pedazos de cerámica y piedras talladas.
Palmeras, amates de hojas pintadas y cactus, flores y arbustos fragantes, enredaderas de jazmincillos en forma de estrellitas blancas, olorosas hasta causar opresión, y de flores caprichosas a modo de espuelas, rodeaban la casa de Aurelia, a cuya puerta más de una vez quedó como olvidada hoja de planta triste su mano en la mano de Salcedo. El calor los acercaba, el silencio, la violenta angustia que produce el trópico.
– Sí, dime, ¿qué le miras a tus piedras?
– Chiquita…
Los senos de Aurelia, como los bajo relieves cuya evolución él estudiaba, parecían adquirir una dimensión más en su redondez de piedra caliza, tersa, dura, de frágil eternidad.
– A mí me da vergüenza no entender… Es todo tan complicado… Malo, no me explicas…
– Lo más sencillamente posible. El bajo relieve…
Aurelia adelantó sus senos y dijo, imitando la voz de profesor que acababa de adoptar el arqueólogo:
– El bajo relieve…
– ¡Bajo relieve, niña!
– Si lo hago para que no me expliques… Adiós…, es tarde… Geo Maker no apaga su lámpara hasta que yo vuelvo… Pero está para marcharse de viaje a Chicago y entonces junto a los monolitos, me explicarás lo de tus bajo relieves.
La noche estampillada de estrellas, como un sobre negro con sellos de oro en que fuera escondida la felicidad humana, cerraba el horizonte. ¿Qué contenía el aire tórrido, quemante? ¿Qué perfume desconocido de horno de quemar perfumes? ¿Qué sueño vegetal giraba con los astros?
Ray Salcedo volvió al hotel. Tenía hambre y devoró dos sandwiches, tres sandwiches, seis sandwiches y muchos vasos de cerveza.
Al pasar para su trabajo al día siguiente, botas, sombrero de corcho y todo lo necesario, entre las hojas de las enredaderas asomó una hojita morena llamándole como todas las mañanas. Se detuvo y subió a saludar a la planta de esa hojita que, tendida en una hamaca, le esperaba para quejarse con él del calor, de los mosquitos, de lo larga que se hacía la jornada sin tener con quién hablar, todas quejas superficiales de niña que quiere que la mimen, pues al marchar Ray Salcedo al encuentro de sus sacerdotes de piedra, empezaba la persecución de los cristianos con su padre, para que le pidiera libros que trataran del arte de los antiguos mayas.