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– ¿Y qué otra cosa quiere el señor senador que sean los que viven en los trópicos?

– ¡Bestia!

– ¡Ya llega!

– ¡Viene marchando, ¿no lo oye?, viene marchando!

– ¡Pasos así son triunfo, señor senador!

Geo Maker Thompson, imaginando el sillón en que le sentarían, para escucharlo, los cigarrillos que le brindarían, obsequiosos, la luz tácita de los ventanales velados por persianas verdes, los mapas roturados como cicatrices de la pobre Centroamérica colgados de las paredes, no menguaba la fuerza de sus pasos al avanzar: por el contrario, ya cerca de la puerta del despacho pateaba más duro.

– ¿Quiere usted que nos sentemos, señor Maker Thompson? -dijo el presidente de la Compañía, amablemente; al fin había llegado.

El felino orangután blanco, senador por Massachusetts, jugó sus ojillos de color de confites rosados, y al encontrar al visitante inmóvil en el sillón, principió:

– Lo hemos convocado urgentemente, señor Maker Thompson, para oír de sus labios los informes que tenemos sobre la posibilidad de anexar esos territorios a nuestra República; desde 1898 que no tenemos anexiones, y eso no puede ser… ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!… -esponjóse al reír como si se riera con todo el pelo rubio de su cuerpo asomándole por las bocamangas y por el cuello, como una especie de musgo de oro.

– El 7 de julio -intervino el presidente de la Com pañía- se cumplirá el octavo aniversario, ¿octavo o sexto?, de la anexión de las islas Hawai, y el señor senador por Massachusetts, aquí presente, no fue ajeno a esa gran conquista. Es un técnico, es un especialista en anexión de territorios. Por eso lo he convocado.

– ¡Gran honor!… -exclamó Maker Thompson, torpemente embutido en el sillón de visitantes y desesperado de verse en aquella actitud pasiva, siendo que él traía ya casi anexado a la República ese territorio.

El senador se inclinó, más para ver el mapa que tenía extendido en el escritorio que para agradecer la felicitación. Un monóculo ligeramente teñido de verde, casi una esmeralda, plantóse en el ojo izquierdo para examinar mejor el mapa, y entre los clientes se le vio la lengua temblorosa, granuda, como tomando aliento antes de hablar.

– Efectivamente, fue un honor muy grande para mí estar al lado de mi coterráneo, señor Jones, nacido en Boston, cuando provocamos en Hawai una revolución que dio por resultado la anexión de esa maravillosa isla a nuestro país. ¡Sin filibusteros! ¡Sin filibusteros! -repitió el senador clavando en el visitante su ojillo de confite rosado a través del monóculo verde-. Las revoluciones, nuestras revoluciones, deben ser hechas por hombres de negocios, y lo hemos convocado, por lo tanto, señor Maker Thompson, para que nos informe de viva voz sobre las posibilidades de anexarnos esos territorios que veo dan sobre el Mar Caribe, tan importante para nosotros.

Maker Thompson, saliéndose un poco del sillón, empezó a hablar ensayando algunos ademanes, amplios ademanes, lo que al presidente le pareció insoportable.

– Sin restar valor en lo más mínimo a la forma como se anexaron las islas Hawai, debo principiar mi información haciendo ver que los territorios que ahora tratamos de anexar no están poblados de bailarines de ula ula, sino de hombres que en todas las épocas han combatido, y donde las palmeras no son abanicos, sino espadas. A la hora de la conquista española combatieron hasta la muerte con bravos capitanes, la flor de Mandes, y después con los más audaces corsarios ingleses, holandeses, franceses.

– Por eso el señor senador -dijo el presidente de la Compañía – expuso ya que los métodos pacíficos son los que deben emplearse. Nada de aventuras armadas innecesarias. Pacíficamente, como se hizo en Hawai. Procurar primero que el capital invertido sume las dos terceras partes, y entonces, proceder.

– Y por eso yo, sin disentir del criterio del señor senador, expliqué cuan diversos son los habitantes de los países de América Central de los de las islas Hawai, para corroborar en todo el propósito de la anexión pacífica.

– ¡Bravo! -exclamó el presidente de la Compañía.

– Y es más: siguiendo esa política de penetración económica, se ha conseguido ya: primero: que en la zona que dominamos en Bananera sólo corra nuestro signo monetario: el dólar, y no la moneda del país.

– Es un paso muy apreciable -subrayó el senador levantando los ojos del mapa al tiempo de soltar el monóculo, como una escupida verde de sus párpados rosados.

– Segundo -siguió Maker Thompson-: hemos abolido el uso del español o castellano, y en Bananera sólo se habla inglés, así como en los demás territorios en que nuestra Compañía opera en Centroamérica.

– ¡Excelente! ¡Excelente! -terció el presidente de la Compañía.

– Y por último: hemos también desnaturalizado el uso de la bandera nacionaclass="underline" sólo se enarbola la nuestra.

– Un poco romántico, pero…

– Pero útil -cortó la palabra al felino orangután blanco el presidente-. ¡Usan nuestra moneda, emplean nuestro idioma, enarbolan nuestros colores!… ¡La anexión es un hecho!

– Lo que falta en el informe -siguió el senador- es tener el detalle de nuestras inversiones, de nuestras tenencias en tierras, empresas subsidiarias o auxiliares, influencia en la banca y el comercio, para poder planear la organización de un «Comité de seguridad pública», que se dirija a Washington pidiendo la anexión.

«Aquí la mía -pensó Maker Thompson-: voy a dejar a este mono con monóculo, del tamaño de su… anteojito verde.» Se puso en pie, pasóse la mano por la amplia frente, como si recapacitara, y fijó sus ojos castaños antes de hablar:

– El Gobierno actual de ese país nos cedió el derecho de construir, mantener y explotar su ferrocarril al Atlántico, el más importante de la República, del que tenían construidos los cinco primeros tramos; y nos lo ha cedido sin gravamen ni reclamo de ningún género.

– Bueno, entonces lo que ese Gobierno quiere es la anexión. Ya nos está cediendo todo su ferrocarril al Atlántico, que es lo más importante y que ellos tenían construido, dice usted, en sus cinco primeros tramos. Me parece que no hay que proceder a que se haga la declaratoria en Washington.

– Se estipula, además, en el contrato por el que nos cede el ferrocarril, que en dicha transferencia se comprenden, sin costo para nosotros: el muelle del puerto, de su puerto mayor en el Atlántico, las propiedades, material rodante, edificios, líneas telegráficas, terrenos, estaciones, tanques, así como todo el material existente en la capital, como son durmientes, rieles…

– ¡Nos deja usted, Maker Thompson, con la boca abierta; el que firmó ese contrato estaba borracho!

– ¡No, estaba tambaleándose, pero no borracho! Y por si eso fuera poco: el terreno que ocupan todos los estanques, almacenes de depósitos, muelles, manantiales y mil quinientas caballerías en un solo cuerpo, fuera de treinta manzanas en el puerto y una milla de playa de cien yardas de ancho a cada lado del muelle…

– ¿Por qué no dijo usted, señor Maker Thompson, que ya la anexión estaba hecha? -repitió el senador por Massachusetts.

– Tenemos muelles, ferrocarriles, tierras, edificios, manantiales -enumeraba el presidente-; corre el dólar, se habla el inglés y se enarbola nuestra bandera. Sólo falta la declaración oficial y de eso nos encargaremos nosotros.

El felino orangután blanco, experto en anexión de territorios, tras ocultarse con las puntas de los dedos las barbas de musgo de oro que se le salían por el cuello, colocóse el monóculo verdoso sobre el ojo de confite para consultar en una libreta que extrajo de su cartera el teléfono que para estos casos le había dado el secretario de Estado.

– Allons enfants de la Patrie…!

Canturreó al acercarse al teléfono verde, el teléfono para el que no hay distancias ni demora.

Los reflejos de sus muelas de oro se iban por el teléfono con sus palabras, mientras solicitaba audiencia al alto funcionario; el monóculo suelto bailaba sobre su chaleco; sólo quedaba el ojo de confite muy alto perdido en su cara voluminosa a la que seguía el cráneo untado en una pelusa color de pata de ganso.

Al salir sonaban los pasos de Maker Thompson fuertemente; iba hundiendo los pisos. Pero tenía derecho.

Tenía derecho a somatarle los pies encima a la próspera Porcópolis, donde en cada puerta había un Papa Verde. Eran quince años en el trópico y una anexión en perspectiva, a orillas del Mar Caribe convertido en un lago yanqui. Eran quince años de navegar en el sudor humano. Chicago no podía menos que sentir orgullo de ese hijo que marchó con una mancuerna de pistolas y regresaba a reclamar su puesto entre los emperadores de la carne, reyes de los ferrocarriles, reyes del cobre, reyes de la goma de mascar.

Sir Geo Maker Thompson, eso sería si hubiera nacido en Inglaterra, como sir Francis Drake, y se habría detenido la ciudad al verle pasar bajo sus banderas verdes -verde hoja de banano-, entre antorchas de racimos de oro más oro que el oro y esclavos centroamericanos de hablar tan melancólico como el grito de las aves acuáticas. Pero nacido en América, en Chicago, tendría que conformarse con los servicios de una agencia de publicidad que desplegaría en los periódicos acuñando asesinatos, asaltos de banco y rackets sensacionales, la noticia de la llegada de uno de los reyes del banano.

Dejó Michigan-avenue, donde se da cita la riqueza del mundo, e internóse en el dédalo de los barrios en que las calles hieden a intestinos largos y las bocacalles son como anos cuadrados adonde asoman los transeúntes no suficientemente digeridos por la miseria de la vida, pues se les ve desaparecer por otros callejones intestinales y salir a otras calles. Chicago: de un lado, la grandiosidad de los mármoles, el frente de la gran avenida, y de otro, el mundo miserable, donde la gente pobre no es gente, sino basura.

Buscaba su barrio, su calle, su casa. Otros vivían en su casa. Quince años. ¿Eran las mismas gentes con distintas caras, o eran las mismas caras con distintas gentes?

Se detuvo en la esquina en que asomaba con las manos como murciélagos en el pelo, tirándose de las mechas, la ramera que borracha les contaba el misterio del María Celeste, el barco que salió de Nueva York para Europa llevando once personas, la mujer del capitán y un niño, trece en total. Diez días después un barco inglés lo encontró en pleno Atlántico y como nadie contestara en él a sus señales, largó un bote y al abordarlo encontraron que navegaba solo, silencioso como un barco difunto. Todo estaba en orden, todo en su lugar. Los botes en sus pescantes, las velas desplegadas, la ropa de la colada puesta a secar a proa, brújula y rueda de timón intactos, en el castillo de proa las vasijas con el rancho de los marineros, en la cámara una máquina de coser, la aguja parada sobre la prenda de un niño, el cuaderno de bitácora llevado hasta cuarenta y ocho horas antes… Ahora también ella había desaparecido; terminaron llamándola «María Celeste» y sólo quedaba el recuerdo de su voz ruca por el gálico, su inglés de abrelata preguntando a las estrellas y a los policías por el paredero de los trece navegantes de quienes no se supo nada, nada, nada.