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Maker Thompson abrió los ojos, la campanilla del teléfono achicharrándole los oídos, sin moverse de la cama… ¿Aló?… ¿Aló?… ¡Maldita sea la estampa!… ¿Aló?… ¿Aló?… La central del hotel le comunicó al instante con Nueva Orleáns. ¿Su hija en Nueva Orleáns? ¿Aurelia en Nueva Orleáns?… Acababa de llegar y le pedía que al volver a los trópicos se detuviera en esa ciudad para verla y hablar con ella.

Se le espantó el sueño. Tuvo la impresión de que el joven arqueólogo de ojos verdosos y la cara de yanqui-portugués, no era extraño al viaje de su hija. «La ilusionó y ahora estará queriendo cerrar el negocio -rectificóse sonriendo- anexársela (la anexión es el mejor negocio), y para adelantar las cosas se ha disparado esta babosita a mi encuentro. Que se casen. Los ricos se casan y se descasan cuando quieren. No hay problema. El problema es querer casarse o divorciarse sin plata. Lo que demuestra que el amor actual es el Amor-business y cuando, como en el caso de Mayarí, deja de serlo, se vuelve una locura que no cabe en la tierra, que nada tiene que ver con la raza humana. Aurelia es dueña de lo que le dejó su madre, tierras en producción, acciones en la «Platanera» y un fuerte depósito en el banco; totaclass="underline" trescientos mil dólares por lo menos, y algo debe haber olido ese pichón de sabio que entre sus monolitos y mi monolito, prefirió el mío, pasándose de los bajo relieves de Quiriguá a las cotizaciones de Wall-Street.»

Encendió un cigarrillo y abrió el diario que acababa de traerle el camarero. Hojeó, hojeó, hojeó, para luego, a la misma velocidad, volver las páginas de aquella catapulta de papel tamaño sábana, buscando la noticia de la llegada de un tal Geo Maker Thompson como hijo predilecto a su ciudad natal. Estuvo a punto de quemarse con la brasa de la colilla. El humo le entró en los ojos. Moqueó. Otro humo más liviano se alzaba en la mesa donde estaba el desayuno. Y el agua se oía en el baño llenando la artesa. Y el barbero se anunciaba dentro de breves instantes. Lo salvó. El fígaro lo salvó. ¡Si hubiera llegado antes!… En la mano traía un periódico y en sus labios, expertos en el chisme y la lisonja, los mayores parabienes por lo que decían de su persona, convertida en personaje. Le arrebató el papel de un tirón. Allí estaba. ¡Y cómo él no lo había encontrado! Su fotografía en un periódico de Chicago. ¡Qué confortable! El mejor diario de Chicago. Su fotografía entre banqueros y políticos. La frente amplia, el pelo abundante, los labios carnosos, los ojos inteligentes y abajo su nombre: «Geo Maker Thompson.» «Green Pope». Mágico, mágico… «Green Pope». Leyó, devoró el artículo, hasta el final, hasta el último punto. El deleite de poseer un espejo en que las cosas se cambian. Eso son los periódicos. Espejos en que las cosas aparecen otras. ¿Qué creían las estúpidas linfas que copiaban a lo bobo la imagen verdadera? ¿Qué las planchas venecianas de hondo bisel, que no desfiguraban en un ápice lo que se les ponía enfrente? ¿Creían que el hombre no iba a inventar algún día ese otro espejo, ese divino espejo del periódico, donde todo aparece mejor o peor, pero jamás igual? Y allí estaba reflejado, copiado, retratado en el fondo de un río doblado en muchas páginas; un periódico es un río de papel doblada en muchas páginas, y como el río, pasa, se borra, se va a medida que corren las horas. Otros periodistas quieren entrevistarlo. Otros espejos. Nuevas fotografías. Duchas de letras. Nuevas deformaciones, insospechadas hazañas en las costas atlánticas del istmo que une las dos Américas. Uno de los pulpos más raros, el pulpo-golondrina, lo atrapa en el litoral de Nicaragua. Lucha con él a cuchilladas. Cae en una hamaca de peces musicales. Todos los que navegan con él se duermen. En el río Motagua, vestida de novia, se suicida por él una princesa maya. La selva. Los cocodrilos que se alimentan de un agua especial. Un agua que se convierte en vidrio. Las más venenosas serpientes. Nahuyacas, corales, cascabeles, tamagaces. El bosque de la goma de mascar. Los indios lacandones. Y un día la fortuna. El plantador de bananos en las mejores tierras del mundo para esos cultivos, sembrados sobre el vello verde de la tierra púber, donde el lodo de los ríos tiene color de girasol, y salen las estrellas de día en los ojos de los tigres y unos gatos dorados en anillos negros que no son tigres, ni jaguares, sino una especie rara, el ocelote. No atacan al hombre. Son los perros que se usan por allá. Tienen, además, la particularidad de producir una saliva dulce, color ambarino, que los nativos recogen en pequeños recipientes y usan después como jarabe para preparar refrescos contra la insolación. ¿Y los millones?… Una noche, en pleno trópico, el rayo le dio el espaldarazo. Estuvo convertido en ceniza un segundo, de ceniza pasó a relámpago y en el instante en que fue relámpago todo lo que sus manos tocaron se convirtió en oro. No alcanzaría a ser más de un puñado de objetos. Por el contrario, fue mucho, muchísimo. El trueno multiplicó sus manos, sonidos y ecos con todos los movimientos de sus dedos, para abarcar las tierras donde hoy está regada y en producción de millones de racimos de oro verde, la más fantástica plantación del guaneo que el paladar norteamericano prefiere. Y de relámpago se convirtió en lo que era, el Papa Verde, el Papa Verde, nombre que los voceadores de periódicos paseaban, como estandarte, por las calles de Chicago, centenares y centenares de grandes calles, de pequeñas calles… ¡Green Pope!… ¡Green Pope!…, mientras en la bolsa de Nueva York, de París, del mundo subían las acciones bananeras: «¡Tomo a 511!»…, «¡Tomo a 617!»… «¡702!»… «¡809!»… ¡Green Pope!… ¡Green Pope!…

Secretarios, guardaespaldas y aduladores formaron un círculo cerrado, casi impenetrable alrededor de su persona. Una palpable atmósfera de bala enfrió sus días y sus noches, de bala no disparada, de bala latente, hecha frío metálico y amabilidad en redor suyo. Pistolas, ametralladoras, armaduras de acero muy delgado, locales y vehículos blindados. Los aduladores venían a que se viera en espejos de porcelana, revistas de gran lujo donde sólo asoman la cara los multimillonarios. El papel áspero, el papel de diario dejó de existir en su mundo, sustituido por superficies laminadas para sedas y perfumes, donde con letras de oro se le enfocaba de cuerpo entero como un virtual candidato a ocupar en el futuro la presidencia de la Compañía, con el título del Papa Verde.

¡Pontífice de las bananeras del Caribe digno de llevar en el anular la Gran Esmeralda!

Maker Thompson aspiraba a todo. Su ambición era ser el Papa Verde o gobernador de los nuevos territorios anexados. Lo daba ya por hecho. El presidente de la Compa ñía y el senador por Massachusetts le esperaban a las 10 horas. El felino orangután blanco le tendió las manos velludas, con las uñas lustradas casi color de mandarina pálida, cordialidad desusada, pero explicable; había visto en los periódicos todo lo que él era y lo cotizaba mejor.

– Vengo de Washington -se apresuró a decirle-, pero si les parece nos sentamos. Traté el asunto de la anexión con el secretario de Estado, viejo amigo mío, y hay mucha tela internacional que cortar. Dígame, señor Maker

Thompson: ¿qué distancia separa lo que nos «pertenece en esos territorios de la colonia inglesa llamada Honduras Británica?…

– En el mapa lo tiene el señor senador, y si me permite, podemos establecerlo en seguida.

– Plena vecindad inglesa… -exclamó el senador paseando el confite del ojo rosado en el monóculo acuoso por el mapa abierto sobre el escritorio-, plena vecindad inglesa. Inglaterra suele apropiarse de lo que en la superficie del globo considera útil a la corona alegando vecindad; para eso es dueña de los mares, para ser vecina de todo lo que codicia y avasalla, pero en este caso la vecindad no es ficción, sino realidad geográfica.

El musgo de la pelambre dorada empezaba a no respetar límites en la vestimenta del senador que, al inclinarse nuevamente sobre el mapa, acezoso por la gordura, arrugado al retener el monóculo tambaleante, con uno, con dos, con tres dedos, dejando el pulgar afuera, devolvía a su sitio la blanca viruta de oro que se le escapaba del cuello por atrás, entre los dobleces de la nuca.

– Plena vecindad inglesa… Señores, tendremos que conformarnos con sólo las ventajas de la anexión…

– No veo las ventajas sin la anexión -respondió Maker Thompson-; si por no disgustar a los cochinos ingleses perdemos la partida de entrada, lo perdemos todo.

– Desgraciadamente no son sólo los ingleses. Existen puertos fluviales lacustres y marítimos que son vitales para el movimiento del café alemán que sale hacia Alemania, y los alemanes, y con ellos los Imperios Centrales, se considerarían molestos por nuestra marcha anexionista en esa dirección.

– Al contrario, los alemanes simpatizan con esta idea porque están contra los ingleses que siguen avanzando, peleando la tierra. Basta saber lo que han hecho en Honduras Británica, un hueso de rodilla, sin un árbol, donde los habitantes, en su mayorías negros, viven peor que acémilas. Estuve allí de visita y conversando con el gobernador, un inglés que se vestía de smoking para comerse una papa y media lechuga, cuando le hablé de la esclavitud de esos negros, me contestó: «Honorable amigo, los ingleses, adonde vamos, proclamamos la libertad de los esclavos, no de las acémilas…» Y seguimos asomados sin un parpadeo a la ventana más grande de la casa de la Gobernación viendo el mar, el divino mar Caribe. Todo esto viene a cuento de que los británicos no pueden oponerse a que nos anexemos esos territorios, porque no tienen más derecho que nosotros para permanecer en Belice.

– Razón de más para que se opongan -intervino el presidente-; careciendo de título para permanecer en Belice temerán que un vecino más poderoso, como somos nosotros, al anexarse esa pequeña república, les exija desalojar lo que no les pertenece, marcharse de una vez por todas y echar pulgas a su isla.

– Exactamente en la cabeza del clavo ha dado usted -exclamó Maker Thompson, quemando con el fuego castaño de sus ojos los ojos metálicos del presidente de la Compañía. Y tras un breve silencio de paladeo de pensamientos, prosiguió-: Una vez anexada esa pequeña república, los echamos de Honduras Británica invocando la doctrina de Monroe, que ya nos valió una isla de azúcar.