En el grupo de norteamericanos, el hablar estrepitoso no dejaba lugar ni siquiera a oír. Se arrebataban la palabra. Hablaron dos y tres al mismo tiempo, como echando parejas o apuestas a quien llegara primero al fin, al fin de lo que decía, que nunca era el fin, porque otro arrancaba de allí, o el mismo que llevaba la palabra proseguía. Formaban el grupo el viejo Maker Thompson, los abogados Doswell, el vicepresidente de la Compañía y el gerente del Distrito del Pacífico, así como otros altos empleados de la Gerencia local.
El viejo Maker tenía la palabra:
– Lo mejor es sacar a todos los herederos de aquí, arrancarlos de lo que son, que vayan a los Estados Unidos. En el caso de los adultos no sé qué se puede lograr, darles un barniz; pero en el caso de sus hijos, educados por nosotros, cambiarán de mentalidad y volverán aquí completamente norteamericanos.
– Perfectamente, estamos de acuerdo, sí, estamos de acuerdo -dijo el vicepresidente-; sólo que es tan difícil llevarlo a la práctica que no me atrevo ni a pensarlo si no contamos con su colaboración -y volvió su vaso de whisky para chocarlo con el de Maker Thompson-; un viejo amigo de la compañía, aunque separado de los negocios, no puede negarnos su ayuda.
– El señor vicepresidente sabe que eso no es posible. Y tampoco necesita que vaya yo, cuando cualquiera puede hacerlo. Los adultos puede aconsejarse que vayan a granjas y los menores a escuelas en que les cambien por completo la mentalidad.
– Lo de las granjas… lo de las granjas… no me gusta -dijo el gerente de la División del Pacífico-, porque es darles armas muy peligrosas. Aprenden a cultivar las tierras científicamente y con el capital heredado no necesitan más de nosotros. Ciencia y capital, ¡hum!, ¡hum!, no me huele, no me huele… Mejor que granjas, viajes… Para mí, el siglo xx no es el siglo de las luces, sino el siglo del turismo. Se les lleva a una gran tienda para que vistan, calcen y todo con elegancia y se les saca a conocer mundo. Como no tienen nada que aprender viajarán como toda la gente que crece, se reproduce y muere: los turistas que van y vienen igual que bultos y en eso se envejecen y se alelan. Alelan… no tiene traducción exacta. Por aquí la dicen así… Los viajes alelan a la gente que no tiene nada que aprender…
– Y la gente menuda a las escuelas -dijo el vicepresidente.
– Desde luego -contestó el gerente-, pero con los chicos, como dijo bien Maker Thompson, no se corre ningún peligro, porque, educados por nosotros, cuando estén en edad de actuar serán más papistas que el Papa Verde…
Rió de muy buena gana golpeando el vientre del viejo Maker Thompson, para que se diera por aludido, y se dio porque dijo casi al instante, entre risotadas:
– ¡Más papistas que el Papa Verde, y el papagayo, y el papamoscas, el papafigo, y el papanatas!…
Pero otros eran sus pensamientos. Retirado de la compañía cavilaba en el peligro que para las plantaciones significaban los «bartolitos». La sigatoga, la enfermedad de Panamá, el viento fuerte o viento bajo y los bartolitos. ¿Qué eran los bartolitos? Nada menos que los Bartolomés de las Casas norteamericanos. Aquel… aquel… Charles Peifer, para no decir nombre, muerto por él en la «Vuelta del Mico», por haberlo cofundido con Richard Wotton. Y Lester Stoner, Lester Mead o Cosí, el clásico bartolito. Si no acaba con él y su mujer el viento fuerte, a saber, a saber… El bartolito pone en actividad a los volcancitos suicidas. Así como los japoneses usan en la guerra los torpedos-suicidas, el redentor norteamericano atrae a los volcancitos-suicidas que son los hijos del país que lo secundan. Luceros, Cojubules, y por allá con él fueron el Manotas y los hermanos Esquivel… Cuántos de sus hombres de confianza cayeron al grito de «Cbos, chos, moyón, con…», que, según Juambo, su antiguo criado mulato, no quiere decir nada y quiere decir todo… El bartolito tiene la virtud de encender en esta gente que es haragana hasta cuando duerme -al dormir le llama pereza- una actividad volcánica, igual que si cada hombre contagiado por ese sueño, por esa ambición edénica irrealizada e irrealizable, entrara en erupción, soltando de las entrañas hirvientes fuego, lava y todo lo necesario para la destrucción de él mismo y de cuanto le rodea.
Juambo, el Sambito, no les quitaba los ojos a los hermanos Doswell, a quienes miraba entre supersticioso y curioso, con el gusto de haber visto algo raro, y el miedo de lo que podía significar aquella aparición en favor o en contra de su porvenir. Ya tenía informada a la cocinera.
– La porciúncula que arma usted por ese par de prójimos que nacieron cuaches, y ya está… -refunfuñó la cocinera cuando los vino a espiar desde el jardín.
Sonó el timbre. Juambo voló al salón y no tuvo tiempo de contestarle que para él «no era así nomás, que se nacía amachado».
– Juambo -le ordenó el patrón-, mira que el chófer vaya a dejar al licenciado a su casa, y hay que llevarse las copas y los vasos sucios, y a ver si traes más whisky.
El automóvil enfiló hacia la casa del abogado que, con el protocolo bajo el brazo, se bamboleaba en el asiento de atrás. El chófer le explicó que estaba saltando mucho porque las llantas venían muy infladas y las calles eran puros barrancos.
Desde el automóvil, al enfrentar el «Llano del Cuadro», divisó Vidal Mota gran número de gente a la puerta de su casa. ¿Qué pasaría? ¡Dios guarde le haya dado un ataque a la Sabina! El otro día ya estuvo a punto de quedarse paralítica. Se le torció la cara. O algo le pasó a mi sobrino… Un pelotazo, por lo menos… ¡Qué vaina de muchacho!… No resulta gracioso tener que avisar a la madre que su hijo está herido… Y si no fuera nada de eso…, y si no fuera nada de eso… Si se tratara de amigos que le vienen a felicitar por haber tenido la confianza de que en su protocolo quedara para toda la vida en español el testamento de ese multimillonario.
El automóvil se detuvo y él se precipitó sin más tiempo que dejar al chófer unas monedas en la mano.
La Sabina le esperaba en la puerta, pálida y como helada en los trapos de diario que ahora, quién sabe por qué, se le veían más descoloridos…
– Por fortuna aquí estás vos. Estaba clamando con las ánimas…
– ¿Qué pasa? Menos mal que saliste a encontrarme. Venía con el alma en un hilo por vos; creí que te habías caído o te había dado…
– El ataque, decí de una vez. Siempre estás vos con las mismas. ¡Dios no da gustos ni endereza curcuchos!
– ¿Qué pasa? ¿Está herido Fluvio?
– Sí… digo no… De Fluvio, sí, de Fluvio y ésos sus amigos que vienen de estar jugando con esa pelota y ese palo, se trata; pero no hay ningún herido.
– Menos mal… -y tintinearon sus llaves-; voy a guardar esto en mi escritorio, y seguime contando qué hace esa gente en la puerta. Voy a guardar el protocolo con once millones de dólares…
– ¿Once qué? Once «miones», pues aquí te espera ese «mión» que le dicen el Gringo… Allí está escondido… Lo venía persiguiendo un policía. Encontró la puerta sólo medio junta y se metió a la casa. Yo salí en el acto y me encontré con el tal policía, que ya también iba para adentro como Pedro por su casa. «¡Alto ahí!», le dije, «esto no es potrero, sino la casa del licenciado Vidal Mota».
– ¿Y qué hizo?…
– ¿Quién?…
– El muchacho. ¿Qué hizo? ¿Por qué lo venían persiguiendo?
– Parece que le dio una tremenda patada a otro patojón de su misma edad. Así explican los otros. Vaya uno a creerles. Todos son una cáfila de mentirosos.
– ¿Le diste algo para que le pasara el susto?
– Sí, señor; le di agua de brasa, y con eso se le cortó la saltadera que traía. Se asustó, y es que dicen que de la patada que le dio en la cara a ése con quien «pelió», Se le cayó la quijada. No, si no fue así no más. Al otro lo llevaron al hospital.
En el cuarto de los cachivaches estaba escondido el Gringo Thompson. Al entrar no se veía mucho, pero al habituarse los ojos a la penumbra se veía el cuartucho lleno de muebles y trastos viejos. Vidal Mota se acercó afectuosamente a Boby y le dijo:
– Bueno estuvo que no lo agarraran… ¿Qué fue lo que pasó?…
– Nada.
– Nada no puede ser, mi amigo; dicen que usted le dio un tremendo puntapié en la boca.
Fluvio y los otros compañeros del equipo del Gringo avanzaban a paso largo por el corredor. Venían a comunicar a Boby la organización acordada en su defensa. Servicio de espionaje en el «Llano del Cuadro». Servicio de alimentación, sustrayendo de sus casas cuanto fuera necesario para subsistir, si el sitio duraba muchos días. Dos docenas de agua gaseosa, por si les cortaban el agua. Candelas y fósforos, por si les cortaban la luz. Y servicio de los zapadores que irían a recorrer los barrancos del Sauce, de las Vacas, del Zapote, para esconder al Gringo en la cueva más recóndita.
Vidal Mota salió a ver quiénes eran los que venían, y al ver a su sobrino Fluvio, le llamó aparte.
– Espérenme, mucha; sólo voy a hablar con mi tío -dijo Lima a sus compañeros dándose importancia. Fluvio era del equipo de zapadores, pero podía ser que pasara al servicio de espionaje, si le permitía subirse al tejado para vigilar las vueltas de la policía.
– Lo peor -entraron los otros a decirle a Boby- es que no vamos a poder pararle el rancho a los del equipo de la Parroquia, en el match de mañana. ¡Qué baboso, vos, Gringo, qué tenías que pelear! Y al policía lo llamó una vieja que estaba embrocada en una ventana del lado del callejón. Se entró y fue a la ventana del lado de la calle, a decirle al polis lo que pasaba. Esa vétera lo llamó y habrá que darle una serenata de piedras.
Un sollozo apretado, como si además de sollozo fuera grito de rabia, brotó de la garganta del Gringo.
– Vos que nunca en la vida habías peleado, ¿cómo fuiste a pelear?… Y te cegaste: ya no veías; si no te lo quitamos lo matas. El Sapo tuvo la culpa.