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»¿Cuánto tiempo estuvo, después del viento fuerte, el Chama Rito Perraj tendido en el tapexco al fondo de su rancho, entre el zumbido de las moscas que lloraban sobre su cuerpo como lloran sobre los muertos? Olor a mar con peces vivos, a mar con peces muertos, a batracios, a grandes aves acuáticas, a peredones de almejas y apeñascados ostiones, que sueltan ríos de sangre negra como hilos de cabellera de gigantes sin rostro hundiéndose en el transparente fulgor del agua profunda. Todo lo abarcaba el idioma rodante de la marea que iba de bajada jugueteando espumas. En los bosques achaparrados no fue menos el destrozo que en el bananal. La vegetación con sentido de araña no desafía al océano sino tras las más intrincadas corazas de telarañas tejidas con lianas, bejucos y obra muerta de viejas ramazones en las que los moluscos van formando rocas. Y allí se estrellan los empujes del titán, sin conseguir nada, porque la vegetación en coladera fragmenta su empuje de masa líquida, brutal. Retiembla todo, las raíces se desnudan, ramas y ramas se descuajan y van como trofeos mínimos en la baba rabiosa del oleaje, una y otra vez, por ser frecuente que el Pacífico Señor monte en cólera. El viento desbarató las defensas, hizo añicos los cordajes y como trompos enloquecidos bailaron troncos que jamás habían podido arrancar el chubasco, la tempestad marina. Brechas descomunales, abiertas para que en ellas quedara patente la revancha justiciera, los restos de todo lo que tierra adentro fue machacado y arrastrado hacia la costa, de todo lo que el huracán en días, en días de soplar furioso levantó en vuelo siniestro, de lo que vino en los ríos. La playa de las garzas, adonde se dirigía el Chama, no quedaba muy lejos. Resplandecía de arena color de rosa junto al jovante verdor del agua, bañada por espumarajos que tomaban todas las formas de la blandura para no interrumpir el sueño de la blanda neblina con ojos que allí dormía. Rito Perraj tenía ofrecida una pierna de neblina plumosa al Dios-Huracán, el de la pierna quebrada, y llegaba a cumplir su promesa, ya casi sin hilo la aguja de su nariz porque le faltaba el aliento.»

– Vieja mujer, Sabina Gil, virgen y estéril como el esmeril blanco, te seguiré contando lo que hizo el Chama después de ofrecer la pierna de neblina plumosa al Huracán, el dios al que falta una pierna. Yo, el tepezcuintle, te seguiré contando. De la playa de las garzas se fue a la choza en que vivía la familia de Hermenegildo Puac, donde le esperaba el mayor de sus hijos, Pochote Puac. «¿Estás cansado, tata?», le preguntó el muchacho, el sombrero bollonazo sobre la cabeza grande, los ojos dulces como los de su padre. «¿Estás cansado, tata?», repitió su pregunta. «¡Estoy!…», le contestó el Chama. Ya callaron los dos. No hablar era hablar entre ellos dos. Callar era comunicarse entre ellos dos cosas ocultas. Y comunicárselas directamente sin la traición del habla. «¡Yuc!», le dijo el Chama, en ese hablar sin labios del silencio, dándole a entender que iba a darle la investidura de jefe intocable bajo la forma de yuc, el pequeño corzo americano. «Yuc», lo nombró. «Yuc -le explicó después, ya con palabras, después de haberlo nombrado, de haberlo hecho Yuc-, la tierra sólo es una, pero tiene cuatro 'susurros' para los grandes jefes. El 'susurro' es el ruido que hace cada una de las tierras que se frota sobre la piel del elegido. Tendrás majestad única y estarás en todas partes. Ser jefe es ser múltiple. Ser jefe es poder estar en muchas partes.» Callaron sus caras. La cara de Pochote Puac frente a la cara de Rito Perraj. Callaron sus vientres sin alimento. «Yuc, el 'susurro' de la tierra verde que ahora froto sobre tu frente, alrededor de tu cabeza, en el caño de tu nuca, te dará la real voluntad de mando, la esperanza, el vuelo del quetzal, la hondura pétrea de la esmeralda, el espejo de jade y la infinita potencia vegetal. ¡Hombre de cabeza verde!, te llamo entonces.» «Yuc -le anunció después-, el 'susurro' de la tierra amarilla que ahora froto sobre tu corazón, en toda la extensión del pecho, te dará el dorado color de la mazorca de maíz amarillo para que seas siempre humano, y lo froto sobre tu ombligo y bajo tu ombligo, en el sexo! ¡Hombre de testículos amarillos!, te llamo entonces.» Más tarde, tomando tierra colorada para producir el 'susurro' rojo, untósela en los brazos y en las piernas convirtiéndolo en guerrero mayor. «¡Hombre de lucha! te llamo, hombre de las extremidades de fuego color de sangre.» Y, por último, con tierra negra produjo el 'susurro' de la tiniebla con que le frotó los pies, las manos, la espalda, hasta los glúteos. «Tu huella será la del invisible, tu presencia la del que se siente que llega, que está junto a nosotros y no se sabe quién es, y tus asentaderas las del que aguarda sobre la noche, el alba de la esperanza. Esperar a que amanezca es tu papel supremo. Transmitir de generación en generación esta virtud de la esperanza del alba, tu designio. Aprender a estar sentado en la piedra, en el tronco, en la silla, en la silla con respaldo, tu sabiduría…»

– ¡Y este tepezcuintle que no se cuece ni con el tamaño infierno que le he puesto en la olla! ¡Más duro que mi costilla! ¡Tepezcuintle brujo, cocete; mucho que dicen que sos mudo, pero en el hervor has estado que no te callaba el cuerpo! Entender lo que los animales hablan cuando se están cociendo, es ciencia.

Y levantando la mano como garra de dedos flacos y uñas de habas secas, la Sabina se rascó la cabeza. Ya empezaba la resmolición de los muchachos jugando en el llano con ese palo y esa pelota. De repente se van a dar un mal golpe. «A qué hora irán a la escuela», es lo que yo pregunto. Vidal Mota salió. Pero regresará a la hora de comer el tepezcuintle. Debe andar en las embelequerías de irse a la costa con los que van a que los herederos apercoyen lo heredado. Lo que me hace falta es café molido. Café molido y candelas. Café molido, candelas y pan. De paso que el reloj tan apurado que anda siempre. Es como el almanaque. Quita que te alcanzo, quita que te alcanzo. Dan ganas de decirles: ¡No corre prisa, ustedes! ¿Por qué van tan ligero? Horas y días se van… ¿Quién les estará pagando para envejecerlo a uno? Días y horas se van… Pero también, para que esto fuera eterno… No, mejor que tengan cuerda…

XI

El aire olía a miel de flores. El aire caliente. El sol parecía estar en el cénit desde las cinco de la mañana. Aroma embriagador, alucinante. Estrellas en el calor de la madrugada. Sin dormir. Desvelo de las cosas vivas, adormecidas a fuerza de cansancio, pero sin encontrar el sueño. Por todos lados el espacio, no el sueño. Sudor. Sudor en lagos, en ríos. El peso de los miembros y el sudor en ríos, en mares. Luz de ojos semidespiertos. Modorra de mediodía en la madrugada. Respiración ansiosa. Al fin allá, allá donde el pensamiento alcanza a pensar en el zacate que comen las vacas, para recrearse en algo fresco. Quema el suelo de ladrillo. Quema la hamaca desargollada bajo el cuerpo, húmeda de transpiración sin trapos, del pellejo contra el tejido de la hamaca. Hamacarse, ligeramente, para hacer aire, aire e ir despegando los miembros adoloridos, flojos. Las caras. Se pintaban las caras con la luz violácea. Bestias oscuras, cabezas oscuras, pieles oscuras. ¿Para qué abrir los ojos? ¿Para descubrir las mismas cosas? ¿Ver el mismo panorama? ¿Saber de nuevo que están vivos? ¿Tomar conciencia de lo que durante la modorra del cansancio nocturno olvidaban a medias? Pero, día de trabajo, tenían que abrir los ojos, tenían que abrir los ojos, tenían que abrir los ojos. Por fuerza tenían que abrir los ojos. Quisieran o no quisieran tenían que abrir los ojos. No querían, no. Pero tenían que abrirlos. Ya pintaba el día, ya los gallos cantaban, ya alguna de las mujeres andaba despierta, rascándose, paladeándose el mal sabor de la boca, sin ganas, casi como una condenada a encender el fuego para hacer el café. Y en medio del calor de las cuatro de la mañana, el frío de los palúdicos. Barbas ralas, caras sin peso, codos salientes en ángulo agudo por entre los hilos de las hamacas. ¡Cuánta fuerza tenían que hacer para no colarse entre las cuerdas y caer al suelo convertidos en polvo seco! Amanecer profundo. Superficie fúlgida y hondura de sombra mezclada con harina azul, neblina ya aclarando, ya llovizna de sol sobre los bananales cubiertos de relámpagos de telarañas que se contraían electrizadas al primer brochazo del sol. Mar, mar inmenso, mar del zumbido de las moscas, ensordecedor, fastidioso, lento, monocorde. Moscas pequeñas, moscardones pegajosos. Ríos, ríos ondulantes de gusanos que trepaban, oro y ébano, plata y azabache, sangre y azulinas, a ver dónde terminaba el verde relumbrante de la hoja y empezaba el azul del espacio infinito, los bananales empapados de un cielo más fino que el cielo. Abrir, abrir los ojos, andar, andar por los mismos sitios, por el corredor de la casa, por las habitaciones, por la cocina, por los patios encuadrados en el sueño de los aleros que les alcanzaba en penumbra. ¡Qué desagradable mojarse en las hierbas charcosas para ir en busca de los animales, bueyes, mulas, que tampoco mostrábanse ganosos de abrir los ojos! Había que golpearlos para que revivieran. A palos y gritos salían de su torpeza pesada. Se sacaban la vida de dentro y la ponían en juego al menor movimiento. ¡Buenos días! ¡Buenos días!… No habrá otras palabras. Siempre las mismas. ¡Buenos días! ¡Buenos días!… ¿Y de qué servían que hubiese otras, si siempre sería lo mismo el día caluroso, ahogador? Lo de emprender la tarea con gusto son historias. Se arranca a disgusto, se sigue a disgusto y se termina a disgusto. Mejor sería quedarse en la hamaca y allá que el trabajo se hiciera solo, sin los hombres, sin ellos, alucinados borrachos, extraviados de buena mañana por el fragante hervor de la costa. En mala hora vinieron. Si se pudieran ir. Si se pudieran escapar ese día que empezaba como todos los días. O escapar otro día, mañana, pasado mañana, o algún día, con tal de salir de aquel infierno. Ah, con cuánto gusto se levantarían para marcharse, cómo abrirían los ojos felices de ver que era la hora de abandonar el nido hediendo a sudor en que habían dormido, mal dormido, no dormido la última vez, porque ya se iban liberados! Rápidamente harían los preparativos. Todo les parecería hermoso. Darían con gusto nuevo los «buenos días». Pero ¿quién piensa en eso? La costa es mujer que no suelta al que agarra; lo hace como sentir que se puede escapar, pero lo aprieta entre sus muslos. La costa es sólo muslos y por eso nadie se sacia en ella ni se hostiga, porque incita a la búsqueda de algo más que los muslos, pero ese algo no lo tiene; muslos y nada más. Los que se empeñan en conquistarla al fin caen vencidos, sin más ser que el bagazo, bagazo que se quema, se seca, húmeda costra de tierra que se hunde en el mar.