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– Rumbo quería mi comandante…

– Lo de «mi» te lo vas guardando, Toyana, porque yo no soy propiedad de nadie.

– Pues el señor comandante…

– Tampoco. Lo del «señor» también guárdatelo, porque el Señor está en los cielos sentado a la diestra de Dios Padre.

– Pues el comandante.

– Así mero me gusta. Nada de «mi», ni de «señor». Y no quería rumbo, sino ceremonia. Para hacer lo que ellos hicieron, yo se lo hubiera notificado en la Coman dancia. Pero ya se sabe. El juececito ese que se desvive por quedar bien con ellos debe haberles metido en la cabeza que lo hicieran allí. Y ni siquiera como se debe. Haber pedido un minuto de silencio por los señores que les dejaron la herencia…

El comandante estrechó la mano de Lino Lucero, mientras la Toyana salía al encuentro de Bastiancito, a quien habló en la Comandancia del guaje que tenía empeñado.

Las guitarras de los Samueles, una marimba que se trajeron del pueblo, y la media banda de un circo ambulante, se alternaban para no dejar lugar al silencio. Con la banda llegaron tres volatinas y dos payasos; las volatinas con peines españoles y mantiñas, sólo soportables por ellas en aquel calor de infierno y los payasos, «Banano» y «Bananito», con las caras blancas, las cejas coloradas, los labios morados y las orejas amarillas.

– El alcalde se trajo a las cirqueras… -comentó un muchacho subido en un cocal para gozar del espectáculo de la fiesta.

– Esa que está hablando con él es la desgonzada… -dijo otro.

– Allí andan el gangoso y la Toba… -apuntó una voz más alto.

– ¿Se ve mejor allá arriba? -preguntó alguien-. Yo quedé muy abajo, ya mero me estoy yendo a otro palo.

– Y este baboso que se está tirando pedos…

En las ramas de los cocales, como si a los cocos les hubieran salido ojos, se enracimaban las cabezas de los «mirones», primero en sombras, luego iluminados por las fogatas que se encendieron alrededor de la casa, y más tarde por los relámpagos de los petardos que empezaron a estallar en la profunda noche celeste.

Polo Camey, el telegrafista, les daba viaje a las bombas voladoras con la brasa de una tagarnina más grande que él, y al estallar la bomba se quedaba oyendo, oyendo, oyendo, para descifrar lo que las detonaciones transmitían al infinito en telegrama.

– ¡Cargas de alfabeto morse! -gritaba en dejando caer la bomba al fondo del mortero hediondo, humeante, caliente-. Así les comunicamos a los colegas de Marte que estos muchachos se volvieron millonarios…

– ¡Multi, si me hace favor, don Polito, multimillonarios!… -le corregía el que le alcanzaba las bombas, parte de la fiesta.

– ¡Thirteen!… -exclamó Roberto Doswell.

– ¡Yes, thirteen! -profirió Alfredo, el otro mellizo.

– ¿Y ustedes qué cuentan? -preguntó el gerente.

– ¡Las bombas… -contestó Maker Thompson-, yo también las he estado contando!

– Pero ¿qué clase de jugadores de poker son ustedes, amigos? -dijo el gerente-; yo cuando juego no oigo, ni veo, ni siento, encerrado entre los cuatro puntos cardinales… ¿De qué quieren el poker?…

– Si ya lo tiene en mano -murmuró uno de los mellizos-, lo queremos de ases…

Hasta la casa del gerente llegaban los ecos de la fiesta en «Semírames». Quedaba en alto y por eso se oía mejor. De vez en vez los jugadores alargaban la mano para servirse whisky, hielo, soda, de una mesita de ruedas que giraba alrededor de ellos. Dos ventiladores mantenían el aire en movimiento. Molestaban un poco el juego, porque hacían volar y revolotear las cartas. Pero, con todo, era mejor la molestia de las cartas danzando en el aire que soportar el calor nocturno, ese calor prieto que hace pensar que la tierra entera se está quemando.

Frases entrecortadas. Ruidos de sillas al mudar de postura los jugadores. Rodar dormido de los ventiladores, como hélices de aviones que no despegan nunca. Barajar, repartir, recoger… Y el conectarse y desconectarse automático de la refrigeradora.

Los serenos se cambiaban a medianoche. Otros pasos de otros hombres en el mismo andar y andar rodando hasta la madrugada. Cuidaban los edificios de la «Tropical Platanera, S. A.» encerrados en alambradas y con puertas de hierro en los accesos.

Acababan de salir los jamaiquinos que trabajaban en la fábrica de hielo. Uno de los perros de los veladores nocturnos se le fue para encima al jamaiquino más viejo y le desgarró el brazo. Este volvióse a la fábrica chorreando sangre y los otros le aplicaron pedazos de hielo sobre la herida. La sangre no coagulaba. Salía más. Cada vez salía más. Alguien se reía. Se oía una risa. De una de las casas, en la sombra, salía la risa que era y no era risa, porque no reían con toda la boca, sino se burlaban. Juambo, el Sambito, se reía de ver la sangre mezclarse con el agua del hielo. Ese color de fresco de frambuesa o granadina. Aquel vaso de sangre que le llevó a la señorita Aurelia, en Bananera, cuando se fue el arqueólogo. Entonces él era joven, joven la hija del patrón, y el patrón no era tan viejo.

La fábrica de hielo trabajaba a toda máquina. Por dentro escuchábase un como aguacero permanente y bajo este aguacero, bajo este llover sordo, pertinaz, por debajo se jugaban unas como bateas con movimiento de telar. El hielo no se hace, sino se teje. Se teje con hilos de lluvia. Hay un instante en que el hilo de agua se cristaliza, paraliza su caer en moléculas rodantes y forma una lágrima de vidrio, y otra, y otra, rejas de bastoncitos que se solidifican para hacer el témpano.

– ¿Vos te estabas riendo? -preguntó uno de los jamaiquinos a Juambo.

– Sí, ¿y qué?

– ¡Sos mal corazón! Al viejo le dolió más tu risa que la mordida del chucho. Se le salieron las lágrimas al oírte reír. ¿Por qué te reías?

– No sé, y ¡maldita sea mi boca esta noche, si no le pido perdón!

– Allí va adelante. Sería bueno…

– ¡Compañero… -se adelantó el Sambito-, perdóneme que me haya reído cuando lo estaban curando! ¿Para dónde van ustedes?…

El viejo jamaiquino soltó y recogió sus ojos anestesiados por el cansancio, el calor y el bienestar de la herida aliviada por el hielo, pero no le contestó.

Siguieron andando. Juambo le preguntó de nuevo adonde iban.

– Vamos a dormir -contestó por el viejo el más joven.

– ¿Por qué no vamos a esa fiesta? -sugirió Juambo-. Parece muy alegre; yo voy. ¿No van ustedes?…

– ¡No!

Se apartaron. El viejo iba dejando huella de sangre por donde pasaba. Casi se oía gotear el pesado líquido, gotear, salpicar.

Juambo se palpó la boca, temeroso de que en sus labios hubiese dejado rastro aquella risa infame. Nada. No tenía nada. Tonto. ¿Qué resabio podía dejarle? Se rió y eso fue todo. Y le pidió perdón. Pero está visto. En plena costa, tras el trabajo en la fábrica de hielo, salían helados. ¡Ah, qué sabroso -pensaba Juambo- ser uno mujer y acostarse con uno de éstos, aquí donde los cuerpos queman! Sentir la caricia del frío, del frío de la carne viva, frío de frescor, delicia de piel lavada, de piel de foca. Por eso no quisieron ir a la fiesta. Deben pagarles las gringas porque se acuesten con ellas. Ese lujo del amor helado sólo ellas se lo pueden proporcionar.

Se detuvo frente a «Semírames». La fiesta estaba en lo mejor. Las parejas llenaban los corredores bailando al compás de la marimba. Pascualito Díaz, el alcalde, bailaba amancornado con una de las cirqueras para meterle rodilla a cada vuelta y revuelta. El sombrero echado hacia atrás, al dejar su muslo entre las piernas de la cirquera, le daba con lo alto de la pierna un golpecito en el testuz del sexo.

– ¡Duro contra el testuz de ese torito pinto!… -decíale aquélla a la oreja, contenta de entusiasmarlo más y más.

– ¡Le hago la suerte y no me cacha!

– ¡Échele, don, que para eso se hizo el torito ése, para que lo toree usted!

– ¡Sólo que ese torito tuyo es un animal muy bravo!

– ¡Pues lo amansa!

– ¡Nada de amansamientos, entre más bravo mejor!

– ¡Cánselo entonces!

– ¡Va la pulla!

– ¡Me zafo, sin pulla!

Y volvía Pascualito Díaz a echársela para encima, metiéndole la rodilla, a cada vuelta. La rodilla, la pierna, él, él también se hubiera querido meter bajo el testuz de aquel torito bravo.

– ¡Te quisiera partir en dos!

– ¡Huy, don Pascualito, me mata!

– ¡Partirte en dos y quedamos como una de esas orquídeas que son hembra y macho!

– ¡Déjese de pé… talos de orquídea y dígame si nos va a conseguir o no los pasajes que le pedí para ir a la Feria de Ayutla!

– ¡Prohibidos los monopolios! -gritó el comandante al ver pasar a Pascualito con la cirquera.

– ¡Mira quién habla! -le contestó el alcalde-, ¡el que allí está que parece sanguijuela con la Toyana! ¡Baile, comandante, baile!

– ¡Ya estoy viejo para esos trotes!

– ¡Si así son los viejos, cómo serán los jóvenes!… -dijo la Toyana y alargó el brazo sudoroso, presencia de la axila caliente, para oprimir sus dedos en la manga del militar, como si le quisiera clavar las uñas. Luego añadió, coqueta-: Ahora, que hay muchas personas que no les gusta bailar, sino echarle al converse…

– ¡Soy de ésos, Toyana, de los que no me cuadra bailar, sino volar lengua!

– ¡Qué malo es usted!… -se revolcó la Toyana en su propia carne, casi volcando las frutas de sus senos, al torcer el cuello hacia un lado y volver la cara con los ojos de brasa.

– ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… -cantaban todos al tiempo de bailar-. ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!…

Banano, el payaso más viejo, había cazado un ratoncito y se lo acercaba a un gato. El felino, con ojos de emperador, se preparaba a recibir la ofrenda, mientras el ratoncito hacía lo imposible por escapar de las manos del payaso, uno de cuyos dedos, apoyado en el corazón de la bestiecita, recibía el acelerado golpear de sus palpitaciones en la congoja de la muerte. Cuando el gato ya lo tenía en las fauces, ojos, bigotes y las manos con las uñas fuera, se lo arrebataba riendo como bobo al oírlo maullar exigente y dar saltos tras la presa, moviendo la cola como si con ella llevara el compás de su voraz espera.

– ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!… -seguía la fiesta-. ¡Ay, tirana!…, ¡tirana!…, ¡tirana!…

Juambo se detuvo entre los de la escolta y todos los que desde afuera se divertían viendo bailar. Los soldados ya ni miraban; los más, sentados en el suelo, apretando el arma con las rodillas para descansar las manos. Sólo el oficial no perdía de vista al jefe. De la cocina les llevaron unos guarazos y panes rellenos de carne, queso y curtido. ¡Qué sabroso es el guaro! Los panes se los reservaban para su después.