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– Era lo que ellos se suponían…

– Pues muy bien…

– ¿Y cuándo sale para Chicago?

– Sólo espero una llamada telefónica; y ya en el plano de la confianza que usted me inspira -se ve que es leal como su mano abierta-, conviene que sepa que el actual presidente de la Compañía es un peligro para nuestra causa. Simpatiza demasiado con el grupo de la «Frutamiel» y no conviene que nos vaya a hacer una trastada. Lo ideal sería que usted también se viniera conmigo a Chicago, pero quién lo arranca de la costa.

– Tiempo no ha de faltar, míster Maker, y si Dios no dispone otra cosa, cuando ganemos el punto, me llego a visitar por allá, me voy a meter con usted al hormiguero, porque esas ciudades deben ser como negrear la tierra cuando se alborota a las hormigas.

– ¿Y qué hay de la costa? ¿Qué me cuenta?

– La única noticia de por allá es lo del telegrafista. Se suicidó. Diz que estaba en connivencia con unos submarinos japoneses. Al menos es lo que quieren hacer aparecer. Y dejó una carta en la que culpaba a la «Tropical Platanera» de haberle pagado para cometer esa tropelía.

– Si alguien le pagó debe haber sido la «Frutamiel Company».

– Pero ésa está en el otro Estado…

– Está en todas partes… Esas compañías son todopoderosas y operan donde menos se piensa. Va a ver cómo resulta cierto que son los de la «Frutamiel».

– Me marcho antes de que me corretee… No fue visita, sino un día de campo… Lo que tiene que dejarme dicho es cómo le mandamos los votos.

– Un simple cable… Y de su hijo no tenga pena, en cuanto regresen del paseo con Boby, se lo mando dejar en mi automóvil con el chófer… Y muchas gracias… Hasta la vista…

Otra de las visitas que Maker Thompson esperaba esa mañana apareció en el jardín. Avanzaba por un sendero de arena blanca, espejeante bajo el sol, entre arbustos ornamentales, flores y alfombras de césped. De cerca se le vio mejor. Un hombre sin sombrero. Alto, fortachón, vestido de gris claro, zapatos de color café, camisa azul, a rayas horizontales en la pechera y cuello blanco, postizo, exageradamente alto, besándose los lóbulos carnosos de las orejas. A causa de los callos andaba como sobre patines de ruedas.

– No se dé prisa, don Herbert, no se dé prisa… -le gritó en broma Geo Maker al saludarlo de lejos, tras encender un cigarrillo con su llameante encendedor de oro.

– Noticias favorables -le anunció don Herbert al entrar. Andaba como sentado, procurando no asentar más que los talones y con un gran movimiento de brazos para guardar equilibrio-. Mi hijo Isidoro volvió con su yate de un largo recorrido por los mares de la China y no solamente él, sino sus amigos y los amigos de sus amigos, es decir, casi todos los principales accionistas de California, votaron por usted.

– Espléndido, don Herbert… ¿No se sienta?…

– Odio estar sentado…

Y en efecto, siempre se le veía de pie y como masticando, ora porque rumiara alguna jugada de bridge, al compás de la cadena del reloj que envolvía y desenvolvía en el índice al hacerlo girar en espiral o porque redujera a pedacitos unas semillas secas que le servían de pretexto para aquel continuo batir de sus mandíbulas.

– El hombre es usted, Geo Maker Thompson, y lo vamos a oponer a los avances de la «Frutamiel Company». Hay que evitar que nos desplacen de la dirección de la Compañía. Y oportunidades estamos perdiendo desde la otra vez, cuando usted renunció a la presidencia.

– Hace tantísimos años, don Herbert, que no vale la pena recordarlo.

– Para mí, como si hubiera sido ayer; y por eso, a pesar de los años, me hago siempre la pregunta de por qué renunció usted. Sé de sobra las razones que tuvo, pero, qué quiere, me complace pensar en que tal vez hubo otra. El amor propio no basta a explicar su renuncia. Será porque para nosotros no existe el amor propio y al que entre nosotros lo tiene gritamos que lo crucifiquen y lo crucifican…

– La única razón, sin embargo…

– No me diga eso, Maker Thompson. Iba a coronar su vertiginosa carrera de capitán de empresa, traía del Caribe el nombre del filibustero que prefirió ser plantador de bananos, el nombre con que los voceadores de los periódicos de Chicago barrieron en esos días su ciudad natal… El Papa Verde… ¡Cómo iba a renunciar por amor propio!… Yo trabajaba en la oficina de unos diamanteros de Borneo, gente con olor a cuerno caliente y vidrio cortado. Lo recuerdo como si fuera hoy. «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!»… «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!»…, gritaban los voceadores y muchas noches me revolqué en la cama helada oyendo hasta dormirme el «¡Banana's King!»… «¡Gree Popel»… sin saber que era la fortuna que me llamaba a voces. Con mis pocos ahorros compré las primeras acciones y no quiera saber usted mi desesperación cuando se dio la noticia de que el fabuloso señor de los trópicos se retiraba a la vida privada. Lo maldije, escupí su retrato, y me di a averiguar el porqué.

– Al fracasar mi proyecto de anexarnos estas tierras, renuncié; no me quedaba otro camino. Pero, don Herbert, a qué recordar cosas que ya no son ni recuerdos.

– ¡Modestia a base de olvido, no! ¿Cómo vamos a callar que de tierras selváticas, al poner usted la planta en la costa atlántica, surgen emporios, verdaderos emporios?

Por los ojos del viejo Maker, el humo de su cigarrillo se trenzaba como una vena aérea sobre su frente; cruzó desleída por el tiempo la figura implume del manco Jinger Kind -apenas un muñeco- y sonrió medio despegando los labios carnosos, sonrisa apenas perceptible, al recordar aquella discusión que paró en el más gracioso juego de palabras, averiguando qué eran, «Emporialistas» o «Imperialistas».

– ¿Cómo quiere usted que olvidemos, Maker Thompson, su energía y decisión en su lucha contra el nativo, la peor plaga de estas tierras? Trataba de competir con nosotros en los embarques de frutas. Sólo usted pudo domarlos, imponer el uso del inglés, hacer obligatorio el dólar con exclusión de su moneda y que cayera en desuso la bandera nacional.

Don Herbert Krifl sacó el pañuelo para sonarse -fino de Italia-, lo hizo un burujo para abarcar la narizota colgante, sonóse con fuerza -más de una de las semillas que masticaba salió expelida- y siguió hablando.

– ¿Cómo olvidar una política financiera tan atrayente, en que su audacia no conoce límites? Todo el mundo recuerda. Tan atrayente. Le entregan los ferrocarriles del país sin desembolsar un solo céntimo, con lo cual el transporte rápido y barato de nuestra riqueza bananera de las plantaciones al puerto de embarque, por noventa y nueve años, y como si eso fuera poco, la entrega de los ferrocarriles se nos hace con la cláusula, ¡única en el mundo!, en que se estipula que usado por nosotros por noventa y nueve años, al devolvérselos al gobierno, éste los comprará al costo… al costo de qué si a nosotros no nos costaron nada, ni las gracias, porque no se las hemos dado, no se las daremos, por no ser caso de agradecer, ya que al final vamos a tenerles que vender lo que ellos nos regalaron… Parece cuento…

Don Herbert Krill entre discursear y mover las quijadas masca y masca, y envolver y desenvolver la leopoldina de oro macizo alrededor del índice, no advertía la contrariedad, el malhumor, el disgusto con que Maker Thompson le escuchaba.

Y si lo notaba no hacía caso, dispuesto al puntapié antes que dejar de mover la lengua escarbando en la memoria de su amigo a fin de poder leerle en los ojos, en el gesto, en el aliento, en el desasosiego, lo que le indujo a renunciar ha tantos años a la Presidencia de la Com pañía, cuando él era un simple empleado de una oficina de diamanteros, de Borneo. «¡Banana's King!» «¡Green Pope!»… «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!»…

¿Preguntón por sin oficio?… ¿Chismoso por naturaleza?… ¿Necio por viejo?…

No, calculador en frío. Contar en mano con un valor cotizable tan fluido como tener agarrado a Geo Maker Thompson. En la bolsa en que suben y bajan las acciones del crimen -las mejores acciones son las de la guerra, el crimen más horrendo, y los suicidas caen como simples monedas desvalorizadas, tal el caso del telegrafista últimamente-, este abuelo amoroso con su nieto debe tener las suyas y las ajenas, y tras eso andaba don Herbert Krill, cuyo apellido, ya lo decía, corresponde a los pequeños peces de que se alimentan las ballenas azules.

Pero no, no podía ser un simple crimen… Pirata y plantador de bananos, uno más uno menos… Algo misterioso, más hondo, que el viejo preguntón husmeaba -mastica y mastica sus semillas, gira y gira la cadena, golpeando en todas las cuerdas con su lengua de martillito de piano-, influyó en su decisión de retirarse a la vida privada, de venirse a vivir con el nieto a la apacible casona en que todo parecía dormido.

– ¡Ya sacamos nuestra tarea de bestias al vivir…, no la recordemos! -gritó Geo Maker; el viejo lo exasperaba y añadió-: No me acuerdo de nada ni me gusta recordar. No existe un colador que separe en el recuerdo el oro de la ganga, la gloría de la bajeza, lo grande de lo mísero, y sobre todo, no me gusta verme acorralado recordando lo que no pude evitar.

Krill, alimento de ballena azul, masticó rápido, rápido, sin tragar saliva, saltando su quijada bajo la quietud de sus pupilas heladas como el alcanfor.

– ¿Qué fue lo que no pudo evitar? -inquirió deteniendo un momentito la mandíbula rumiante, para no dar importancia a su pregunta.

– Hay tantas cosas que uno no puede evitar… -desmadejó la frase el viejo Maker y quedóse pensando que si hay muchas, las que más duelen, las que duelen toda la vida y quién sabe si toda la muerte, son aquellas en que el destino burla a los mortales, cuando son todopoderosos, como fue él en aquellos días en que entraba sonando los pasos en las oficinas de la Compañía, en Chicago, y de donde salió quedamente a perderse en las calles de su ciudad natal, después de renunciar a todo.

Ambuló días y noches con las manos en los bolsillos, más bien con los bolsillos del pantalón llenos de sus manos inútiles, inservibles, al menos para desnudar todo lo que la fatalidad había atado ciegamente. Le creció la barba, se le acabaron las cigarrillos, gastó los zapatos. Ni hambre ni sueño. Ni sueño ni sed. Basuras, rostros, calles sórdidas. Andar y andar. Richard Wotton… La «Vuelta del Mico»… El crimen perfecto, le correspondía una estatua en Chicago por haber logrado realizar el crimen perfecto, y como el pirata Francés Drake, a quien quiso emular, tenía una estatua en Inglaterra… Pero hasta su orgullo de haber podido llegar al crimen perfecto se desmoronaba ante el hecho de que el destino, con una carcajada que más era mordida, le hubiera cambiado al sujeto, poniendo a Charles Peifer en lugar de Richard Wotton… Para enloquecer a un hombre, pero no era todo… La carcajada seguía… El hombre que no mató se transforma en el padre del fruto que su hija lleva en las entrañas… Mueve las manos como cangrejos presos en sus bolsillos, marchando a grandes zancadas entre hacinamientos de basuras y casas derruidas, no sin regar con una risa que más es saliva su belfo caído por el peso del cigarrillo apagado, húmedo, colgante… Ser todopoderoso, poseer montañas de dólares, oír el eco del «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!» resonando en las calles con su triunfo y no poder acercarse a la puerta del cementerio y pedir a la muerte que le devolviera a Charles Peifer, pagándole la suma que quisiera. Me lo devuelve vivo y le doy tanto y si no acepta dinero, la imbécil esa puede ser medio difícil, ofrecerle un trueque de cuerpo por cuerpo comprometiéndose a traerle el cadáver de Richard Wotton, en un gran entierro…